La esperanza y la confianza, abren el alma a la paz interior que es la compañera inseparable de la felicidad.
Me refiero al hallazgo de la felicidad. Lo primero a plantearse es el concepto de felicidad. En esto hay notabilísimas diferencias e incluso discrepancias. Hay quien busca la felicidad en la liberación de todas las obligaciones, del trabajo programado y de las privaciones, dolores y sacrificios. Hay quien espera encontrarla en la satisfacción emocional que puede proporcionar el sentirse querido, el encuentro o la convivencia con una persona agradable y querida. Hay quien la cifra en el disfrute del poder, o del dinero, o de la comodidad, o del bienestar material. Y así podríamos pensar en otros muy distintos horizontes que, para muchos, marcan el campo de la felicidad.
Sin embargo la experiencia social que nos llega por tan diversos caminos, lleva al convencimiento de que la felicidad como tal, en toda su profundidad y solidez, capaz de ayudarnos a gozar el don de la vida, y a descubrir la grandeza de cada momento y circunstancia, está en otra órbita y no depende del goce de sentimientos y satisfacciones programables desde los deseos exclusivamente humanos.
La auténtica felicidad, esa que no sucumbe ante el dolor, ante la prueba, ante el fracaso humano, ante el cansancio, ante la oscuridad que suele ocultarnos la estimulante visión de lo que se nos escapa; esa felicidad, es don de Dios. Como tal es y debe ser acogida con gratitud y con el compromiso vinculante de cultivarla bebiendo en las fuentes de donde brota.
Esa felicidad verdadera, que no está al aire de los acontecimientos y de los sentimientos o de las emociones, es fundamentalmente fruto de un encuentro en la trascendencia, más allá de lo sensible y perceptible, más interior que exteriorizada, y más permanente que fluctuante.
La felicidad capaz de llenar el corazón y serenar el espíritu, brota de un encuentro personal y amoroso; del encuentro con el Señor, de la experiencia de Dios.Ese encuentro, que no es anecdótico ni aislado, sino frecuente y cuidado con esmero y cariño, lleva a tal compenetración con Jesucristo, que aun sin sentir la emoción de lo agradable, ayuda a vivir con la paz interior; con esa paz que supera las adversidades, sufriéndolas con el convencimiento de que tienen un sentido muy profundo y valioso; el sentido de nuestra vinculación a la cruz de Jesucristo, en la que está clavada la salvación del mundo; y, por tanto, el sentido de la vida misma.
Este sentido equivale a la convicción de que todo cuanto nos acontece, es querido o permitido por el Señor siempre para nuestro bien. Y esto significa que todo lo que nos llega ya está contemplado en los planes de Dios; o que Dios, respetando la libertad de las personas, nos ayuda a incorporarlo al trabajo en el que cada uno somos insustituibles en orden a la propia plenitud.
Saber que la plenitud es fruto de la constante superación en orden al cumplimiento de la voluntad de Dios; y, por tanto, saber que solo el cumplimiento de la voluntad de Dios es la fuente de nuestra santificación y de la consiguiente felicidad eterna en el amor pleno, constituye un motivo de felicidad. Ese motivo coincide con la seguridad de que todo es camino del bien, y de que en cada paso de ese camino, Dios nos ayuda. La esperanza y la confianza, abren el alma a la paz interior que es la compañera inseparable de la felicidad.
Monseñor García Aracil
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