miércoles, 13 de abril de 2011

¿TENEMOS MISERIAS?


Desde luego que si…, las tenemos y lo peor es que no las vemos.

Dejo a un lado las consideraciones de este tema, referidas al orden material, y nos centraremos en las que se conoce como miserias espirituales, que las constituyen todas las clases de ofensas que podamos inferirle al Señor, aunque estén confesadas y perdonadas, pues el reato de culpa se mantiene y habrá de ser purificado en el purgatorio.

Amar a Dios, como sabemos es cumplir su ley enteramente; si no la cumplimos le estamos ofendiendo. Y uno puede preguntarse: ¿Por qué he de amar a Dios? ¿Acaso le debo algo? Pues sí le debes no mucho, sino todo. Tú eres la nada sacado de la nada, y Él es el Todo, que por amor te creó para glorificarte y hacerte enteramente y eternamente feliz en su gloria. Él te ama con una fuerza inimaginable para ti, pero como resulta que una importante característica, de las veinte que tiene el amor, es la "correspondencia", Él necesita de tu amor y te ha hecho libre para que le pruebes si le amas o no.

Esta característica se pone de manifiesto en el contexto de otra de ellas, que es la "libertad", ya que solo dentro de la libertad puede nacer el amor, el amor es la libertad, si uno carece de libertad no puede expresar amor, a nade se le puede obligar amar a la fuerza. Por todas estas razones el Señor te ha situado en este mundo en una determinada posición, social, económica o intelectual, para que superes esta prueba de amor a la que te ha convocado, desde el lugar que Él ha estimado como más conveniente para ti.

Y no tienes ningún obstáculo, que te impida superar la prueba de amor, ningún obstáculo que tú no puedas superar, pues el Señor le permite al demonio que le tiente a nadie con pujanza superior a sus fuerzas. Absolutamente todas las tentaciones que tengamos que soportar, son de categoría inferior a la fuerza de la gracia divina que recibimos para vencerla.

Cuenta San Pablo que para vencer una tentación: Por esto rogué tres veces al Señor que se retirase de mí, y Él me dijo: Te basta mi gracia que en la flaqueza llega al colmo del poder. Muy gustosamente pues, continuaré gloriándome en mis debilidades para que habite en mí la fuerza de Cristo (2Co 12, 8-9).

Pero sin apartarnos del tema de nuestras miserias espirituales, estas son de varias clases según su importancia: Primeramente los pecados capitales, en segundo lugar los pecados veniales, en tercer lugar la faltas y en cuarto lugar las imperfecciones. Nuestros vicios nos dan fe a nosotros, de la forma en que tenemos arraigada en nuestra alma, cualquiera de las cuatro clases de miseria, si es que reincidimos en ella ocasionalmente, que es lo que suele ocurrir al principio, o habitualmente. Cuando la miseria se convierte en hábito, ha nacido el vicio, que es mucho más difícil de desarraigar. Una cosa es fumarse de vez en cuando un cigarro y otra es la de convertirse en fumador empedernido, que es lo que siempre le pasa al que comienza a fumar de vez en cuando.

El hecho de confesar nuestros pecados, no nos desarraiga de nuestros vicios y hábitos. Tenemos que pensar que en nuestra alma es como existiese una vasija de barro, en la que vamos llenándola con nuestras buenas acciones, que emanan de nuestro amor a Dios. Esta vasija, en la medida que la vamos perfeccionándonos en el desarrollo de nuestra vida espiritual, se va agrandando y llenando de nuevas gracias santificantes. Pero ¡ah! Si cometemos un pecado capital, la vasija, que reúne los frutos de nuestras relaciones con el Señor, se rompe y los frutos desaparecen. Pero como quiera que la misericordia de Dios, está siempre atenta al pecador arrepentido, si nos confesamos, recuperamos lo perdido. Pero no olvidemos, que el perdón confesional, nos quita la parte aérea de nuestro pecado pero no sus raíces. Por ello para que la confesión sea válida, hay que tener propósito de la enmienda, es decir firme decisión de erradicar las raíces del pecado que nos obligó a acudir al confesionario.

Está muy extendida la falsa idea, de que todos nos salvamos porque la misericordia de Dios es infinita, y los que así piensan se olvidad de que para que nazca la misericordia divina ha de haberarrepentimiento. Y el arrepentimiento sincero y de verdad, no siempre está el demonio dispuestos a darle facilidades, al que lo necesita.

El pecado venial, no rompe la vasija, pero si la agrieta, y si esas grietas no se cierran, al final el resultado puede ser el mismo que el del pecado capital. El pecado venial es pequeño en sus efectos dañinos a la vida espiritual de un alma, es como un granito de arena, pero de la misma forma muere uno aplastado por una tonelada de plomo, que por un montón de arena, que pesa 1.000 kg.

Las faltas, e imperfecciones, son de menor entidad, pero no por ello dejan de ser un camino al desamor hacia el Señor. Él nos dejó dicho: “Sed, pues, perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial (Mt 5,48). Es sabido que el que se empeña en ser perfecto en lo poco, siempre consigue ser perfecto en todo. Hay un momento en el desarrollo de la vida espiritual, en que las almas se estancan. Bueno, se dice uno, no cometo pecado mortal alguno, ni siquiera venial importante y llegan a la idea de que están muy cerca de ser perfectos, aunque les falta cuatro o cinco, cosillas no muy importantes a su juicio: A saber, soy un poco chismoso o chismosa, pero luego me arrepiento; no puedo ver a mi cuñado o a mi cuñada; y no digamos a mi suegra; no tengo paciencia con los niños, etc...

Y reiteradamente siempre inciden en las mismas confesiones y piensa que no tienen ningún pecado más. Decía el Venerable Libermann que: “No hay mayor miseria, que ser miserable y ni siquiera sospecharlo. Veamos: cuando uno entra en un cuarto a media luz, lo ve todo perfectamente, los muebles en su sitio, todo en orden y no se aprecia nada que objetar, pero cuando se abren más las ventanas y entra un raudal de luz, uno se lleva las manos a la cabeza: Hay dos dedos de polvo, los rincones, están llenos de telarañas, por el suelo corren las hormigas y las cucarachas.

Esto es lo que le pasa a nuestra alma, mientras en ella no entre la luz del Señor, no veremos nunca nuestras faltas y nuestras imperfecciones. Por ello uno ha de pedir continuamente al Señor que le ayude a ver lo que uno no ve, y eso solo se consigue amando cada día más al Señor. Pero ¡cuidado! No pedirle a Dios que nos haga ver todas nuestras faltas e imperfecciones de golpe.

A este respecto se cuenta en la biografía del Santo Cura de Ars, que: “Hija mía, decía a una de sus penitentes, no pida Ud. a Dios el conocimiento total de su miseria. Yo lo pedí una vez, y lo alcance. Si Dios no me hubiese sostenido hubiera caído al instante en la desesperación. () Quedé tan espantado al conocer mi miseria, aquel día, que enseguida pedí la gracia de olvidarme de ella. Dios me escuchó, pero me dejó la suficiente luz sobre mi nada, para que entienda que no soy capaz de cosa alguna”.

Los santos, escribe Slawomir Biela, en la medida en que se van uniendo a Dios, descubren en sí mismos la espantosa imagen de su miseria, descubren que en esencia no son nada. Uno de los síntomas de esta miseria humana es precisamente la búsqueda de apoyos ilusorios, y la huida de Dios, el único apoyo verdadero. Si llegas a ser lo bastante humilde, Dios descubrirá ante Ti toda tu pecaminosidad, te mostrará que eres peor que otros pecadores, aún peor que los más grandes, a quienes antes despreciabas. Te permitirá descubrir el fondo más horroroso de tu miseria. Al permitir que caigas, Dios siempre quiere que crezcas en humildad y que descubras que Él se inclina con amor sobre la miseria más profunda. Precisamente así te prepara para el último momento de tu vida, para esa última prueba que finalmente te llegará algún día. Solo cuando descubras que eres como un mendigo lleno de harapos, a quien Dios en su misericordia desea redimir, comprenderás que nada se te debe y que nada mereces. Entonces acogerás cada migaja de la misericordia de Dios como una gracia extraordinaria e inmerecida.

Para Jean Lafrance, el que se toma un poco en serio el Sermón de la montaña y el consejo de Cristo de renunciar uno a sí mismo y llevar su cruz, descubre más pronto o más tarde su impotencia para amar al Padre con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas. "Entonces dijo Jesús a sus discípulos: El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la hallara”. (Mt 16,24-25).

Este descubrimiento es fruto del don de ciencia que no solo nos hace comprender la santidad de Dios, sino también la pobreza de la criatura que se recibe a si misma de Dios en cada momento.

Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.

Juan del Carmelo

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