lunes, 18 de abril de 2011

SEMANA SANTA


JUEVES, VIERNES Y SÁBADO SANTO

JUEVES SANTO - LA PREPARACIÓN DE LA CENA PASCUAL

El jueves por la tarde, Jesús volvió a subir a Jerusalén, pero no públicamente como los días anteriores, sino con precauciones para evitar problemas con los que le buscan para matarle. Quiere calma y las condiciones materiales más adecuadas para un designio que cruzará los siglos. Judas espía dónde van a ir, pero no le es posible enterarse; Jesús da indicaciones muy cuidadosas a Juan y a Pedro. Hasta que llegan a una casa espaciosa y rica, en la zona más acomodada de aquella Jerusalén, en el monte Sión, no lejos de la casa de Caifás. "Llegó el día de los Azimos, en el cual había que sacrificar la Pascua. Envió a Pedro y a Juan, diciéndoles: Id y preparadnos la Pascua para comerla. Ellos le dijeron: ¿Dónde quieres que la preparemos? Y les respondió: Mirad, cuando entréis en la ciudad, os saldrá al encuentro un hombre llevando un cántaro de agua; seguidle hasta la casa en que entre, y decid al dueño de la casa: el Maestro te dice: ¿dónde está la estancia en que he de comer la Pascua con mis discípulos? El os mostrará una habitación superior, grande, aderezada. Preparadla allí. Marcharon y encontraron todo como les había dicho, y prepararon la Pascua" (Lc). Juan y Pedro llegan a la ciudad antes que los demás. Entran por la puerta de Siloé. Allí les sale al encuentro un hombre con un cántaro de agua, acción que solían realizar las mujeres. Es alguien previamente avisado para prepararles el lugar. La cantidad de gente en Jerusalén hace casi imposible encontrar una casa adecuada para trece personas si no se ha previsto mucho antes. Aquel hombre sabía como solucionar el problema. La casa era grande, en la mejor zona de la ciudad, alfombrada, con todo lo necesario para la pascua: mesas, divanes, iluminación, alimentos. Todo esto requiere mucha preparación. No se improvisa. Jesús, con el dueño de la casa que desconocemos, lo ha preparado todo, de modo que los agentes del sanedrín no puedan detenerle en aquel momento tan solemne. Llegan a la casa. Suben al piso superior. Se admiran de lo espléndido del lugar, cosa que contrasta con los lugares donde habitualmente se alojaban. Y comienzan los preparativos para la cena pascual. Algunas de las mujeres han acudido también, y viven la fiesta separadas de los varones, como era la costumbre. Probablemente cuidan de lo que necesitan para la pascua. La Virgen María está allí por especial designio divino. Jesús no quiere apartarla de los momentos más importantes de su vida, quiere que se asocie a su modo con lo que va a suceder. La Pascua era la fiesta más grande para Israel. Recuerda la liberación de la esclavitud de los israelitas en Egipto. Dios quería salvar a su pueblo, pero el faraón se opone y es castigado con diez plagas hasta que doblega su terca voluntad. La décima plaga consistió en herir a los primogénitos de Egipto con el ángel exterminador. Los hebreos podían librarse de este castigo si marcaban el dintel de la puerta de su casa con sangre de un cordero. "Aquella noche comerían su carne, asada al fuego, con panes sin levadura y hierbas amargas. Cenarían, ceñidos los riñones, con los zapatos puestos, bastón en la mano y a toda prisa", como viajeros dispuestos a partir. Era el recuerdo del Paso del Señor, de su Pascua. Durante siete días debían abstenerse de pan fermentado y consagrar a Dios la semana entera. La tradiciones rabínicas precisaban más el modo de celebrar la fiesta. No se debía romper ni un hueso del cordero, que se cocería al fuego vivo, ensartado en una varilla de granado, se bendecían cuatro copas de vino rojo mezclado con agua. Se cantaban diversos himnos llamados los del hallel (115 al 119). La fiesta se celebraba el día quince de Nisán, y la cena la vigilia. En nuestro calendario el jueves de aquel año era el seis de abril. Los judíos seguían el calendario lunar, por eso la Pascua era cambiante cada año, justo el día de la luna llena de primavera. La noche del jueves se consideraba ya como el día de viernes, por eso la cena pascual -celebrada la vigilia de aquel viernes- marcaba el comienzo de la Pascua.

Enrique Cases

VIERNES SANTO

Vía Crucis..

MEDITACIÓN

Cuando el Apóstol Felipe dijo a Jesús: Señor, muéstranos al Padre”, él respondió: Hace tanto tiempo que estoy con vosotros, ¿y no me conoces...? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre (Jn 14, 8-9). Esta noche, mientras acompañamos en nuestro corazón a Jesús, que camina bajo el peso de la cruz, no nos olvidemos de estas palabras suyas. También cuando lleva la cruz y cuando muere en ella, Jesús sigue siendo el Hijo de Dios Padre, una misma cosa con él. Mirando su rostro desfigurado por los golpes, la fatiga, el sufrimiento interior, vemos el rostro del Padre. Más aún, precisamente en ese momento, la gloria de Dios, su luz demasiado fuerte para el ojo humano, se hace más visible en el rostro de Jesús. Aquí, en ese pobre ser que Pilato ha mostrado a los judíos, esperando despertar en ellos piedad, con las palabras Aquí lo tenéis (Jn 19, 5), se manifiesta la verdadera grandeza de Dios, la grandeza misteriosa que ningún hombre podía imaginar. En Jesús crucificado se revela además otra grandeza, la nuestra, la grandeza que pertenece a todo hombre por el hecho mismo de tener un rostro y un corazón humano. Escribe san Antonio de Padua: Cristo, que es tu vida, está colgado delante de ti, para que tú te mires en la cruz como en un espejo... Si te miras en él, podrás darte cuenta de cuán grandes son tu dignidad... y tu valor... En ningún otro lugar el hombre puede darse mejor cuenta de cuánto vale, que mirándose en el espejo de la cruz (Sermones Dominicales et Festivi III, pp. 213-214). Sí, Jesús, el Hijo de Dios, ha muerto por ti, por mí, por cada uno de nosotros, y de este modo nos ha dado la prueba concreta de cuán grandes y cuán valiosos somos a los ojos de Dios, los únicos ojos que, superando todas las apariencias, son capaces de ver en profundidad la realidad de las cosas. Al participar en el Via Crucis, pidamos a Dios que nos dé también a nosotros esa mirada suya de verdad y de amor para que, unidos a él, seamos libres y buenos.

ORACIÓN

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén. Señor, Dios Padre omnipotente, tú lo sabes todo, tú ves la enorme necesidad que tenemos de ti en nuestros corazones. Da a cada uno de nosotros la humildad de reconocer esta necesidad. Libra nuestra inteligencia de la pretensión, equivocada y algo ridícula, de poder dominar el misterio que nos circunda por todas partes. Libra nuestra voluntad de la presunción, un tanto ingenua e infundada, de poder construir solos nuestra felicidad y el sentido de nuestra vida. Haz penetrante y sincero nuestro ojo interior, para poder reconocer, sin hipocresía, el mal que hay dentro de nosotros. Pero danos también, a la luz de la cruz y de la resurrección de tu único Hijo, la certeza de que, unidos a él y sostenidos por él, también nosotros podremos vencer el mal con el bien. Señor Jesús, ayúdanos a caminar con este espíritu detrás de tu cruz. Amén.

PRIMERA ESTACIÓN

Jesús es condenado a muerte. Lectura del Evangelio según San Juan. 19, 6 - 7. 12. 16 Cuando lo vieron los sacerdotes y los guardias gritaron: ¡Crucifícalo, crucifícalo! Pilato les dijo: Lleváoslo vosotros y crucificadlo, porque yo no encuentro culpa en él”. Los judíos le contestaron: Nosotros tenemos una ley, y según esa ley tiene que morir, porque se ha declarado Hijo de Dios”... Desde este momento Pilato trataba de soltarlo, pero los judíos gritaban: Si sueltas a ése, no eres amigo del César. Todo el que se declara rey está contra el César”... Entonces se lo entregó para que lo crucificaran.

MEDITACIÓN

¿Por qué Jesús fue condenado a muerte, él, que pasó haciendo el bien”? (Hch 10, 38). Esta pregunta nos acompañará a lo largo del Via Crucis como nos acompaña durante toda la vida. En los Evangelios encontramos una respuesta verdadera: los jefes de los judíos quisieron su muerte porque comprendieron que Jesús se consideraba el Hijo de Dios. Y hallamos también una respuesta que los judíos utilizaron como pretexto para obtener de Pilato su condena: Jesús habría pretendido ser un rey de este mundo, el rey de los judíos. Detrás de estas respuestas se abre un abismo, que los mismos Evangelios y toda la Sagrada Escritura nos permiten contemplar: Jesús ha muerto por nuestros pecados. Y aún más profundamente, ha muerto por nosotros, ha muerto porque Dios nos ama, y nos ama tanto que entregó a su Hijo único, para que el mundo se salve por él (cf. Jn 3, 16-17). Debemos, por tanto, mirar a nosotros mismos: al mal y al pecado que habitan dentro de nosotros y que con excesiva frecuencia fingimos ignorar. Pero aún más debemos dirigir la mirada al Dios rico en misericordia que nos ha llamado amigos (cf. Jn 15, 15). Así, el camino del Via Crucis y todo el camino de la vida se convierte en un itinerario de penitencia, de dolor y de conversión, pero también de gratitud, fe y alegría.

SEGUNDA ESTACIÓN

Jesús con la cruz a cuestas. Lectura del Evangelio según San Mateo. 27, 27 – 31 Los soldados del gobernador se llevaron a Jesús al pretorio y reunieron alrededor de él a toda la compañía: lo desnudaron y le pusieron un manto de color púrpura y trenzando una corona de espinas se la ciñeron a la cabeza y le pusieron una caña en la mano derecha. Y, doblando la rodilla, se burlaban de él diciendo: “¡Salve, rey de los judíos!”. Luego lo escupían, le quitaban la caña y le golpeaban con ella la cabeza. Y terminada la burla, le quitaron el manto, le pusieron su ropa y lo llevaron a crucificar. Del Evangelio según san Juan. 19, 17 Y Jesús, cargando con la cruz, salió al sitio llamado “de la Calavera”, que en hebreo se dice Gólgota.

MEDITACIÓN

Después de la condena viene la humillación. Lo que los soldados hacen a Jesús nos parece inhumano. Más aún, es ciertamente inhumano: son actos de burla y desprecio en los que se expresa una oscura ferocidad, sin preocuparse del sufrimiento, incluso físico, que sin motivo se causa a una persona condenada ya al suplicio tremendo de la cruz. Sin embargo, este comportamiento de los soldados es también, por desgracia, incluso hasta demasiado humano. Miles de páginas de la historia de la humanidad y de la crónica cotidiana confirman que acciones de este tipo no son en absoluto extrañas al hombre. El Apóstol Pablo puso bien de manifiesto esta paradoja: “Sé muy bien que no es bueno eso que habita en mí... El bien que quiero hacer no lo hago; el mal que no quiero hacer, eso es lo que hago” (Rom 7, 18-19). Así es, precisamente: en nuestra conciencia se enciende la luz del bien, una luz que en muchos casos se hace evidente y por la cual, afortunadamente, nos dejamos guiar en nuestras opciones. En cambio, a menudo, sucede lo contrario: esa luz queda oscurecida por los resentimientos, por deseos inconfesables, por la perversión del corazón. Y entonces nos hacemos crueles, capaces de las peores cosas, incluso de cosas increíbles. Señor Jesús, también yo soy de los que se han burlado de ti y te han golpeado. En efecto, tú has dicho: “cada vez que hicisteis eso con uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis” (Mt 25, 40). Señor Jesús, perdóname.

TERCERA ESTACIÓN

Jesús cae por primera vez. Lectura del profeta Isaías. 53, 4 – 6. ¡Eran nuestras dolencias las que él llevaba, y nuestros dolores los que soportaba! Nosotros lo tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado. Él ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. Él soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus llagas hemos sido curados. Todos nosotros como ovejas erramos, cada uno marchó por su camino, y el Señor descargó sobre él la culpa de todos nosotros.

MEDITACIÓN

Los Evangelios no nos hablan de las caídas de Jesús bajo el peso de la cruz, pero esta antigua tradición es muy verosímil. Recordemos tan sólo que, antes de cargar con la cruz, Jesús había sido flagelado por orden de Pilato. Después de todo lo que le había sucedido desde la noche en el huerto de los olivos, sus fuerzas debían de estar prácticamente agotadas. Antes de detenernos en los aspectos más profundos e interiores de la pasión de Jesús, consideremos simplemente el dolor físico que tuvo que soportar. Un dolor enorme y tremendo, hasta el último respiro en la cruz, un dolor que asusta. El sufrimiento físico es lo más fácil de vencer, o al menos de atenuar, con nuestras actuales técnicas y métodos, con la anestesia y otras terapias del dolor. Si bien, una masa gigantesca de sufrimientos físicos sigue presente en el mundo, debido a muchas causas naturales o dependientes de comportamientos humanos. De todas formas, Jesús no rechazó el dolor físico y así se solidarizó con toda la familia humana, en especial con aquella parte más numerosa cuya vida, todavía hoy, está marcada por esta forma de dolor. Mientras lo vemos caer bajo el peso de la cruz, le pedimos humildemente el valor de agrandar con una solidaridad hecha no sólo de palabras la pequeñez de nuestro corazón.

CUARTA ESTACIÓN

Jesús encuentra a su Madre. Lectura del Evangelio según san Juan. 19, 25 – 27. Junto a la cruz de Jesús estaban su Madre, la hermana de su Madre, María la de Cleofás, y María la Magdalena. Jesús, al ver a su Madre, y cerca al discípulo que tanto quería, dijo a su Madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Luego dijo al discípulo: “Ahí tienes a tu madre”. Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa.

MEDITACIÓN

En los Evangelios no se habla directamente de un encuentro de Jesús con su Madre a lo largo del camino de la cruz, sino de la presencia de María al pie de la cruz. Y allí Jesús se dirige a ella y al discípulo amado, Juan el evangelista. Sus palabras tienen un sentido inmediato: encomendar María a Juan, para que se ocupe de ella. Y un sentido mucho más amplio y profundo: al pie de la cruz María ha sido llamada a pronunciar un segundo “sí”, después del sí de la Anunciación, con el cual se convierte en Madre de Jesús, abriéndonos así la puerta de la salvación. Con este segundo sí, María se convierte en madre de todos nosotros, de todo hombre y de toda mujer por los cuales Jesús ha derramado su sangre. Una maternidad que es signo viviente del amor y de la misericordia de Dios por nosotros. Por eso, los vínculos de afecto y confianza que unen a María con el pueblo cristiano son tan profundos y fuertes; por eso acudimos espontáneamente a ella, sobre todo en las circunstancias más difíciles de la vida. María, sin embargo, ha pagado un precio muy elevado por su maternidad universal. Como profetizó de ella Simeón en el templo de Jerusalén, “una espada te traspasará el corazón” (Lc 2, 35). María, Madre de Jesús y madre nuestra, ayúdanos a experimentar en nuestras almas, en esta noche y siempre, ese sufrimiento lleno de amor que te unió a la cruz de tu Hijo.

QUINTA ESTACIÓN

El Cirineo ayuda a Jesús a llevar la cruz. Lectura del Evangelio según San Lucas. 23, 26. Mientras lo conducían, echaron mano de un cierto Simón de Cirene, que volvía del campo, y le cargaron la cruz para que la llevase detrás de Jesús.

MEDITACIÓN

Jesús debía de estar verdaderamente agotado; por eso los soldados intentan remediarlo tomando al primer desventurado que encuentran y lo cargan con la cruz. También en la vida de cada día, la cruz, bajo muchas formas diversas -como una enfermedad o un accidente grave, la pérdida de una persona querida o del trabajo- cae sobre nosotros a menudo sin esperarlo. Y nosotros sólo vemos en ella una mala suerte o en el peor de los casos una desgracia. Pero Jesús dijo a sus discípulos: “El que quiera venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz y me siga” (Mt 16, 24). No son palabras fáciles; más aún, en el contexto de la vida concreta son las palabras más difíciles del Evangelio. Todo nuestro ser, todo lo que existe dentro de nosotros, se revela contra semejantes palabras. Sin embargo, Jesús sigue diciendo: “Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí, la encontrará” (Mt 16, 25). Detengámonos en este “por mí”: aquí está toda la pretensión de Jesús, la conciencia que él tenía de sí mismo y la petición que nos dirige a nosotros. Él está en el centro de todo, él es el Hijo de Dios que es una sola cosa con Dios Padre (cf. Jn 10, 30), él es nuestro único Salvador (cf. Hch 4, 12). En efecto, con frecuencia sucede que lo que al comienzo sólo parecía una mala suerte o una desgracia, luego se ha revelado como una puerta que se ha abierto en nuestra vida llevándonos a un bien mayor. Pero no siempre es así: a menudo, en este mundo, las desgracias no son más que pérdidas dolorosas. Aquí de nuevo Jesús tiene algo que decirnos. O mejor, algo que le sucedió: después de la cruz, resucitó de entre los muertos, y resucitó como primogénito de muchos hermanos (cf. Rm 8, 29; 1 Co 15, 20). Sí, su cruz no se puede separar de su resurrección. Sólo creyendo en la resurrección podemos recorrer de manera sensata el camino de la cruz.

SEXTA ESTACIÓN

La Verónica enjuga el rostro de Jesús. Lectura del profeta Isaías. 53, 2 – 3. Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado por los hombres, como un hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos, ante el cual se ocultan los rostros; despreciado y desestimado.

MEDITACIÓN

Cuando la Verónica enjugó el rostro de Jesús con un paño, ese rostro no debía ser ciertamente atractivo: era un rostro desfigurado. Sin embargo, ese rostro no podía dejar indiferente, turbaba. Podía provocar burla y desprecio, aunque también compasión e incluso amor, deseo de ayudarlo. La Verónica es el símbolo de esos sentimientos. A pesar de estar muy desfigurado, el rostro de Jesús es siempre el rostro del Hijo de Dios. Es un rostro desfigurado por nosotros, por el cúmulo enorme de la maldad humana. Pero es también un rostro desfigurado en favor nuestro, que expresa el amor y la donación de Jesús y es espejo de la misericordia infinita de Dios Padre. En el rostro sufriente de Jesús vemos, además, otro cúmulo gigantesco, el de los sufrimientos humanos. Y así el gesto de piedad de la Verónica se convierte para nosotros en una provocación, en una exhortación urgente: en la petición, dulce pero imperiosa, de no volver la cabeza hacia otra parte, de mirar también nosotros a los que sufren, estén cerca o no. Y no sólo mirar, sino ayudar. El Via Crucis de esta noche no será baldío si nos lleva a realizar gestos concretos de amor y de solidaridad activa.

SÉPTIMA ESTACIÓN

Jesús cae por segunda vez. Lectura del libro de los Salmos. 41, 6 – 10. Mis enemigos me desean lo peor: “A ver si se muere, y se acaba su apellido”. El que viene a verme, habla con fingimiento, disimula su mala intención, y, cuando sale afuera, la dice. Mis adversarios se reúnen a murmurar contra mí, hacen cálculos siniestros: “Padece un mal sin remedio, se acostó para no levantarse”. Incluso mi amigo, de quien yo me fiaba, que compartía mi pan, es el primero en traicionarme.

MEDITACIÓN

Jesús cae de nuevo bajo el peso de la cruz. Cierto que estaba agotado físicamente, pero estaba también herido mortalmente en su corazón. Pesaba sobre él el rechazo de los que, desde el principio, se habían opuesto obstinadamente a su misión. Pesaba el rechazo que, al final, le había mostrado aquel pueblo que parecía estar lleno de admiración e incluso de entusiasmo por él. Por eso, mirando a la ciudad santa que tanto amaba, Jesús había exclamado: “¡Jerusalén, Jerusalén, ... cuántas veces quise reunir a tus hijos a la manera que la gallina reúne a sus polluelos bajo las alas, y no quisiste!” (Mt 23, 37). Pesaba terriblemente la traición de Judas, el abandono de los discípulos en el momento de la prueba suprema, pesaba en particular la triple negación de Pedro. Sabemos bien que pesaba también sobre él la masa innumerable de nuestros pecados, de las culpas que acompañan a la humanidad a lo largo de los milenios. Por eso, supliquemos a Dios, con humildad, pero también con confianza: ¡Padre rico en misericordia, ayúdanos a no hacer todavía más pesada la cruz de Jesús! En efecto, como escribió Juan Pablo II, de quien esta noche se celebra el quinto aniversario de su muerte: “el límite impuesto al mal, del que el hombre es artífice y víctima, es en definitiva la Divina Misericordia” (Memoria e identità, p. 70).

OCTAVA ESTACIÓN

Jesús encuentra a las mujeres de Jerusalén. Lectura del Evangelio según San Lucas. 23, 27 - 29. 31. Lo seguía un gran gentío del pueblo, y de mujeres que se daban golpes y lanzaban lamentos por él. Jesús se volvió a ellas y les dijo: «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos, porque mirad que llegará el día en que dirán: “Dichosas las estériles y los vientres que no han dado a luz y los pechos que no han criado”... Porque si así tratan al leño verde, ¿qué pasará con el seco?».

MEDITACIÓN

En efecto, es Jesús quien tiene compasión de las mujeres de Jerusalén, y de todos nosotros. Incluso llevando la cruz, Jesús sigue siendo el hombre que tiene compasión de las multitudes (cf. Mc 8, 2), que prorrumpe en llanto ante la tumba de Lázaro (cf. Jn 11, 35), que proclama bienaventurados a los que lloran, porque serán consolados (cf. Mt 5, 5). Jesús se muestra como el único que conoce realmente el corazón de Dios Padre y que por lo mismo nos lo puede dar a conocer a nosotros: “nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt 11, 27). Desde los tiempos más remotos, la humanidad se ha preguntado, a menudo con angustia, cuál es realmente la actitud de Dios hacia nosotros: ¿una actitud de solicitud providencial, o por el contrario de soberana indiferencia, o incluso de desdén y de odio? No podemos responder con certeza a una pregunta de este tipo con el único recurso de nuestra inteligencia, de nuestra experiencia y ni siquiera de nuestro corazón. Por esto, Jesús - su vida y su palabra, su cruz y su resurrección - es con mucho la realidad más importante de toda la existencia humana, la luz que ilumina nuestro destino.

NOVENA ESTACIÓN

Jesús cae por tercera vez. Lectura de la segunda carta del apóstol San Pablo a los Corintios. 5, 19-21. Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirle cuentas de sus pecados, y a nosotros nos ha confiado el mensaje de la reconciliación... En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios. Al que no había pecado, Dios lo hizo expiar nuestros pecados, para que nosotros, unidos a él, recibamos la salvación de Dios.

MEDITACIÓN

He aquí el motivo más profundo de las repetidas caídas de Jesús: no sólo los sufrimientos físicos y las traiciones humanas, sino la voluntad del Padre. Esa voluntad misteriosa y humanamente incomprensible, pero infinitamente buena y generosa, por la cual Jesús se hizo “pecado por nosotros”; todas las culpas de la humanidad recaen sobre él, realizándose ese misterioso intercambio que hace de nosotros pecadores “justicia de Dios”. Mientras tratamos de ensimismarnos en Jesús que camina y cae bajo el peso de la cruz, es justo que experimentemos en nosotros sentimientos de arrepentimiento y de dolor. Pero más fuerte aún debe ser la gratitud que invade nuestra alma. Sí, oh Señor, tú nos has rescatado, nos has librado, con tu cruz nos has hecho justos ante Dios. Es más, nos has unido tan íntimamente contigo, que has hecho de nosotros, en ti, los hijos de Dios, sus familiares y amigos. Gracias, Señor, haz que la gratitud hacia ti sea la nota dominante de nuestra vida.

DÉCIMA ESTACIÓN

Jesús es despojado de sus vestiduras. Lectura del Evangelio según San Juan. 19, 23 – 24. Los soldados... cogieron su ropa, haciendo cuatro partes, una para cada soldado, y apartaron la túnica. Era una túnica sin costura, tejida toda de una pieza de arriba abajo. Y se dijeron: “No la rasguemos, sino echemos a suertes a ver a quién le toca”. Así se cumplió la Escritura: “Se repartieron mis ropas y echaron a suerte mi túnica”.

MEDITACIÓN

Jesús es despojado de sus vestiduras: estamos en el acto final de aquel drama, iniciado con la detención en el huerto de los olivos, a través del cual Jesús es despojado de su dignidad de hombre, antes incluso que de la de Hijo de Dios. Muestran a Jesús desnudo a la vista de la gente de Jerusalén y de toda la humanidad. En un sentido profundo, es justo que sea así: él en efecto se despojó totalmente de sí mismo, para sacrificarse por nosotros. Por eso el gesto de despojarlo de las vestiduras es también el cumplimiento de la Sagrada Escritura. Viendo a Jesús desnudo en la cruz, percibimos dentro de nosotros una necesidad imperiosa: mirar sin velos dentro de nosotros mismos; pero, antes de desnudarnos espiritualmente ante nosotros mismos, hacerlo ante Dios y ante nuestros hermanos los hombres. Despojarnos de la pretensión de aparecer mejores de lo que somos, para tratar en cambio de ser sinceros y transparentes. El comportamiento que, más que ningún otro indignaba a Jesús era, en efecto, la hipocresía. Cuántas veces dijo a sus discípulos: no hagáis “como los hipócritas” (Mt 6, 2.5.16), o a los que desacreditaban sus buenas acciones: “¡Ay de vosotros hipócritas!” (Mt 23, 13.15.23.25.27.29). Señor Jesús, desnudo en la cruz, ayúdame a estar yo también desnudo ante ti.

UNDÉCIMA ESTACIÓN

Jesús es clavado en la cruz. Lectura del Evangelio según San Marcos. 15, 25 – 27. Era media mañana cuando lo crucificaron. En el letrero de la acusación estaba escrito: “El rey de los judíos”. Crucificaron con él a dos bandidos, uno a su derecha y otro a su izquierda.

MEDITACIÓN

Jesús es clavado en la cruz. Una tortura tremenda. Y mientras está colgado en la cruz hay muchos que se burlan de él e incluso lo provocan: «A otros ha salvado y él no se puede salvar... ¿No ha confiado en Dios? Si tanto lo quiere Dios, que lo libere ahora. ¿No decía que era Hijo de Dios?» (Mt 27, 42-43). Así se mofaban no sólo de su persona, sino también de su misión de salvación, la misión que Jesús estaba llevando a cumplimiento precisamente en la cruz. Pero, en su interior, Jesús experimenta un sufrimiento incomparablemente mayor, que le hace prorrumpir en un grito: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15, 34). Se trata, en verdad, de las palabras iniciales de un salmo, que se concluye con la reafirmación de la plena confianza en Dios. Y, sin embargo, son palabras que hay que tomar totalmente en serio, ya que expresan la prueba más grande a la que fue sometido Jesús. Cuántas veces, frente a una prueba, pensamos que hemos sido olvidados o abandonados por Dios. O incluso estamos tentados a concluir que Dios no existe. El Hijo de Dios, que bebió hasta el fondo su amargo cáliz y luego resucitó de entre los muertos, nos dice, en cambio, con todo su ser, con su vida y su muerte, que debemos fiarnos de Dios. En él sí que podemos creer.

DUODÉCIMA ESTACIÓN

Jesús muere en la cruz. Lectura del Evangelio según San Juan. 19, 28 – 30. Sabiendo Jesús que todo había llegado a su término, para que se cumpliera la Escritura dijo: “Tengo sed”. Había allí un jarro lleno de vinagre. Y, sujetando una esponja empapada en vinagre a una caña de hisopo, se la acercaron a la boca. Jesús, cuando tomó el vinagre, dijo: “Está cumplido”. E, inclinando la cabeza, entregó el espíritu.

MEDITACIÓN

Cuando la muerte llega después de una dolorosa enfermedad, se suele decir con alivio: “Ha terminado de sufrir”. En cierto sentido, estas palabras sirven también para Jesús. Sin embargo, frente a la muerte de cualquier hombre y mucho más de ese hombre que es el Hijo de Dios, son palabras demasiado limitadas y superficiales. Efectivamente, cuando Jesús muere, el velo del templo de Jerusalén se rasga en dos mientras tienen lugar otros signos, que hacen exclamar al centurión romano que estaba de guardia en la cruz: “Realmente éste era Hijo de Dios” (cf. Mt 27, 51-54). En realidad, nada hay tan oscuro y misterioso como la muerte del Hijo de Dios, que junto con Dios Padre es la fuente y la plenitud de la vida. Pero, tampoco hay nada tan luminoso, porque aquí resplandece la gloria de Dios, la gloria del Amor omnipotente y misericordioso. Frente a la muerte de Jesús, nuestra respuesta es el silencio de la adoración. Así nos encomendamos a él, nos ponemos en sus manos, pidiéndole que nunca nada, tanto en la vida como en la muerte, nos pueda separar de él (cf. Rom 8, 38-39).

DECIMOTERCERA ESTACIÓN

Jesús es bajado de la cruz y entregado a su Madre. Lectura del Evangelio según San Juan. 2, 1 – 5. Había una boda en Caná de Galilea y la madre de Jesús estaba allí; Jesús y sus discípulos estaban también invitados a la boda. Faltó el vino y la madre de Jesús le dijo: “No les queda vino”. Jesús le contestó: “Mujer, déjame, todavía no ha llegado mi hora”. Su madre dijo a los sirvientes: “Haced lo que él diga”.

MEDITACIÓN

La hora de Jesús ya se ha cumplido y Jesús es depuesto de la cruz. Los brazos de su Madre están prontos para acogerlo. Después de haber gustado hasta el final la soledad de la muerte, Jesús encuentra enseguida - en su cuerpo exánime - al más fuerte y dulce de sus vínculos humanos, el calor del afecto de su Madre. Los mejores artistas, pensemos en la Piedad de Miguel Ángel, han sabido captar y expresar la profundidad y la fuerza indestructible de este vínculo. Recordando que María, al pie de la cruz, se ha convertido en madre de cada uno de nosotros, le pedimos que ponga en nuestro corazón los sentimientos que la unen a Jesús. En efecto, para ser verdaderamente cristianos, para poder seguir de verdad a Jesús, hay que estar unidos a él con todo lo que hay dentro de nosotros: la mente, la voluntad, el corazón, nuestras pequeñas y grandes opciones cotidianas.Sólo así Dios podrá ocupar el centro de nuestra vida, sin quedar reducido a una consolación que, aunque esté siempre a mano, no interfiera con los intereses concretos que nos impulsan a actuar.

DECIMOCUARTA ESTACIÓN

Jesús es colocado en el sepulcro. Lectura del Evangelio según San Mateo. 27, 57-60. Al anochecer llegó un hombre rico de Arimatea, llamado José, que era también discípulo de Jesús. Este acudió a Pilato a pedirle el cuerpo de Jesús. Y Pilato mandó que se lo entregaran. José, tomando el cuerpo de Jesús, lo envolvió en una sábana limpia, lo puso en el sepulcro nuevo que se había excavado en una roca, rodó una piedra grande a la entrada del sepulcro y se marchó.

MEDITACIÓN

Con la piedra que cierra la entrada del sepulcro, parece que todo haya acabado realmente. ¿Pero podía quedar prisionero de la muerte el Autor de la vida? Por eso, el sepulcro de Jesús, desde entonces hasta hoy, no sólo se ha convertido en el objeto de la más conmovedora devoción, sino que también ha provocado la más profunda división de las inteligencias y de los corazones: aquí se divide el camino que separa a los que creen en Cristo de los que, por el contrario, no creen en él, aunque a menudo lo consideren un hombre maravilloso. Efectivamente, aquel sepulcro quedó vacío muy pronto y jamás se ha podido encontrar una explicación convincente de por qué quedó vacío, excepto la que dieron María Magdalena, Pedro y los otros Apóstoles, los testigos de Jesús resucitado de entre los muertos. Ante el sepulcro de Jesús detengámonos en oración, pidiendo a Dios esos ojos de la fe que nos permitan unirnos a los testigos de la resurrección. Así, el camino de la cruz se convertirá también para nosotros en fuente de vida.

EL SÁBADO SANTO

Al anochecer del viernes comienza el descanso sabático. Llegan al cenáculo los que han estado en la sepultura. María está allí. Están las mujeres que en su amor encendido quieren volver al sepulcro cuando acabe el sábado para embalsamar bien al difunto, con todo el amor y la piedad de que son capaces. Están allí los apóstoles que callan y no saben qué decir porque no supieron defender a Jesús, y, menos aún, acompañarle en su gran lucha. Están otros discípulos muy allegados. María se retira. Es el día de la soledad de María. Para ella sigue la pasión en su alma. Sufre y no hay dolor como su dolor. Cada uno de los gestos de su Hijo se le hace presente, sus quejidos, sus palabras. El gran grito de triunfo y dolor le llena su interior. Sabe que ha triunfado. Pero ella está sola. Él no está con ella. Y piensa en sus palabras: "al tercer día resucitaré" Y se aferra a ellas. Es difícil creer. ha visto el cuerpo muerto, agujereado por los clavos, ha puesto su mano en el costado abierto llegando al mismo corazón. Hace falta mucha fe para creer que va a resucitar, y se hace la oscuridad en el alma de María. Experimenta el abandono como lo experimentó Jesús en su cuarta palabra. El Padre calla y la Madre se convierte en la única creyente. Su fe es la de una nueva Eva que cree contra todas las evidencias de los sentidos y de la experiencia. Y las horas del sábado trascurren lentas con oración como la de Getsemaní. Pasa la noche del sábado minuto a minuto, y la oración no cesa en la que nunca cesó de creer.

Pbro. Dr. Enrique Cases

No hay comentarios:

Publicar un comentario