Son malos tiempos para un sacerdote.
Me llamo Jean Baptiste De la Force. No, no busquen mi nombre en Google. No encontrarán nada. Soy un ser insignificante y anónimo que no ha hecho nada extraordinario a lo largo de su vida. Sin embargo les voy a contar los últimos minutos de mi vida... es mi último deseo.
Sólo veo los tablones que conforman el patíbulo. No puedo alzar la cabeza para ver la plaza atestada de ciudadanos sedientos de justicia, porque me lo impide el yugo al que estoy sujeto. Pero oigo rugir a la marabunta. Estamos en 1793 y los franceses llevamos cuatro años desatados, nos hemos vuelto locos... locos por el hambre, las injusticias y las tiranías. Son tiempos de revolución, de ajuste de cuentas y de cambios para la libertad. Menuda libertad conquistada a base de odio. Nunca el hombre es más esclavo que cuando odia.
Me arrestaron los ciudadanos jacobinos con las manos en la masa, mientras repartía la Santa Comunión. Me acusaron de embaucador, farsante y vendedor de superstición. Me enjaularon junto a otros grandes malhechores durante dos días en espera de un juicio justo que se resolvió en unos... quince minutos. Esto ha transcurrido durante la mañana y mientras mis carceleros comían tuve la oportunidad de preparar mi alma para el final y confesar mis pecados con un joven y nervioso sacerdote que acababan de cazar y meter en mi celda.
Una gota cae sobre mi cuello desnudo, pero no veo que llueva. Debe ser la sangre que resbala por la hoja de la incansable guillotina, que no ha parado en todo el día de trabajar.
De repente la masa ciudadana se agita. Ha debido llegar el momento. Noto pasos por detrás de mí. El verdugo me agarra de los pelos y me eleva la cabeza con la intención de hablar conmigo, pero mis ojos no alcanzan a ver más allá de su entrepierna, a no ser que me rompa el cuello.
-“¿Y tu Dios, no viene a salvarte?”
Siento su olor a ajo en mi cogote.
-“¡Contesta!”
Siento su olor a ajo en mi cogote.
-“¡Contesta!”
Tironea un poco más de mi pelo hacia arriba y noto que me arranca unos cuantos cabellos. Ahora alcanzo a ver la gran hebilla de su cinturón. El ciudadano es un poco descuidado y la lleva manchada de una sustancia roja. Apuesto conmigo mismo a que no es tomate...
Evidentemente no tengo nada que decir a sus impertinencias y mi silencio le irrita por momentos.
-“¿Crees que ha merecido la pena? Toda una vida perdida, usurpando las mentes dóciles de los ignorantes que te seguían para acabar así, atrapado como una rata. Tus días de supercherías y fraudes han acabado. Empieza una nueva era para Francia, libre de tiranías mentales e imposiciones oscurantistas. Acabaremos con la iglesia. Empieza la era del hombre, del ciudadano, de la mente libre. ¿No dices nada?”
Vuelve a tirar de mi hacia arriba y gracias a que se agacha un poco, por fin veo su boca apretada y furiosa. Una corriente de ira me embarga y me recorre la garganta desde el estómago. Tengo ganas de escupirle a la cara y defenderme. Defender la iglesia, con sus errores y abusos, pero también con sus bondades. Pero me doy cuenta de que estoy cayendo en la trampa, estoy dejándome atrapar por el odio. Y pienso que no me duele tanto la iglesia como mi amor propio. Y pienso en Jesucristo. No. No es momento de defenderse. Es momento de entregarse y...partir. Por fin me atrevo a decir algo:
-“Te perdono”
-“Te perdono”
Su boca se aprieta todavía más, temo que se parta los dientes por la presión. En vez de eso, veo que sus labios dibujan una mueca extraña y... me escupe. Su caliente y espumosa saliva cae por mis ojos hacia las mejillas. Y yo... siento una inexplicable alegría.
Me ha soltado y desparecido tras de mí. Casi deseo el beso de la hoja asesina para acabar con el dolor de cuello que me ha dejado nuestro enfrentamiento. Me ha debido dislocar alguna vértebra cervical. Los tambores suenan. La muchedumbre ruge de ansiedad... esto es una carnicería. Un ciudadano lee en alto los cargos en mi contra y la sentencia que en breve se va ha ejecutar.
Silencio. Redoble de tambores. Silencio. El sonido del vuelo de la hoja cayendo. ¡Zas!
Mi cabeza empieza a rodar por el patíbulo hacia abajo. Cae en la arena con la mala suerte de quedar al revés. Lástima que los últimos segundos de vida, mientras la cabeza se vacía de sangre, los viva cabeza abajo.
Observo que a mi derecha yace la cabeza seca y pálida de otro desdichado como yo, ajusticiado momentos antes. Y enfrente veo gente tapándose la boca en un arrebato de falso pudor. Me fijo en un ciudadano que reconozco. Es el que me arrestó esta mañana. Si es él. ¿Pero qué hace?. Abajo, arriba, izquierda, derecha. ¡Está santiguándose!. Vaya... veo que resbala una lágrima por su mejilla. ¿Y si... se hubiera convertido? Llevo toda la vida ejerciendo mi ministerio con honradez, administrando los sacramentos y predicando la palabra fielmente, llevando a Cristo a las gentes en la medida de mis posibilidades y dónde Dios me ha encargado... y ya por eso ha merecido la pena vivir. Pero si éste ciudadano se convirtiera y conociera a Jesucristo, mercería la pena no sólo mi vida sino... mi muerte.
Éste es mi último deseo. Espero que Dios me lo conceda. Amén.
“Jesús decía: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» Se repartieron sus vestidos, echando a suertes. Estaba el pueblo mirando; los magistrados hacían muecas diciendo: «A otros salvó; que se salve a sí mismo si él es el Cristo de Dios, el Elegido» También los soldados se burlaban de él y, acercándose, le ofrecían vinagre y le decían: «Si tú eres el Rey de los judíos, ¡sálvate!»” (Lc 23, 34-37)
“No os extrañéis, hermanos, si el mundo os aborrece. (...) En esto hemos conocido lo que es amor: en que él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos”. (1Jn 3,13)
Juan Miguel Carrasquilla
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