Parece una obviedad y en realidad lo es.
El caballo de batalla, la causa principal del absentismo o abandono del sacramento del perdón o confesión, no radica tanto en “el reparo a decir los pecados a un hombre como yo”; ni en la escasez de confesores, ni en la falacia de no sentirse uno pecador. Lo difícil, francamente difícil, es la experiencia de que la confesión, aún la más fervorosa, no logrará, por sí misma, cambiar la atracción al mal, al pecado y el penitente tiene la certeza de que “volverá a las andadas”. Tal experiencia y convencimiento, es como un muro infranqueable, que impide el verdadero dolor y propósito sincero de no volver a pecar.
Dice Jesús que “quien comete pecado, es esclavo del pecado”. En efecto y sin una gracia especial de Dios, resulta imposible romper la fuerte cadena que ata el alma del pecador reincidente, que se queda solo ante el peligro y no evita con todas sus fuerzas la ocasión de pecar. Bien lo expresan los dichos populares: ”Quien ama el peligro, en él perece” y “Evita la ocasión y evitarás el peligro”.
Este tema es tratado con todo detalle y detenimiento por moralistas, maestros de espíritu y teólogos. Analizan situaciones y distinguen entre ocasión próxima y remota; necesaria y no necesaria; presentando una casuística tediosa e interminable. Mientras, el pecador se debate entre el sincero deseo de vivir en gracia de Dios y aquella ocasión - persona, cosa, lugar, situación, o peligro - que le arrastra a la caída, casi inevitablemente. La propia experiencia nos dice que, sin una gracia extraordinaria del cielo, a pedir con oración constante, humildad y ayuno, será imposible evitar las ocasiones próximas de pecar. Ya lo anunció Jesús cuando dijo: “Sin Mí no podéis hacer nada”.
Muy duras, radicales y exigentes, por otra parte, las sentencias del Señor Jesús en su Evangelio cuando dice: ”Si tu mano o tu pie te escandalizan - te llevan al pecado - córtatelos, pues más te conviene entrar cojo o manco en el Reino de los cielos que con las dos manos o los dos pies, ser arrojado al fuego del infierno. Y si tu ojo te escandaliza sácatelo, pues más te conviene entrar tuerto en el cielo, que con los dos ojos ser arrojado fuera”. No hay duda de que el Señor se refiere aquí a personas, cosas o situaciones tan queridas por nosotros como las manos, pies y ojos y que debemos cortar tajantemente o evitar si nos son ocasión próxima de pecado. No hay otra alternativa, si es que de veras queremos gozar de la paz y alegría de conciencia en nuestra vida cristiana. Palpamos la radicalidad evangélica que no admite componendas ni subterfugios. Sólo en la oración desgarrada encontraremos lo que nos falta.
Miguel Rivilla San Martin
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