viernes, 15 de abril de 2011

LA MARAVILLA DE UN DIOS ENCONTRADO


El encuentro de Dios es una de las más grandes maravillas en la vida del hombre.

Respeto absolutamente a los ateos, pero siento que no hayan tenido todavía la experiencia de Dios, tan cercano a nosotros, pero que solo se le ve con los ojos del alma, que van más allá que los ojos del cuerpo. Para ello es necesaria la virtud teologal de la fe. La Luz vino al mundo, pero los hombres han preferido las tinieblas, dice el Señor en San Juan.

Muchos lo encontramos desde pequeños. Otros han tenido la alegría de tropezarse con El en el camino de una vida baqueteada por las corrientes ideológicas, o por la simple ignorancia.

Traemos al Blog dos fuertes testimonios históricos: Paul Claudel, del siglo XX, y San Agustín, del siglo IV. Sus palabras resuman el amor y el agradecimiento a un Dios que les salió a su encuentro, tal vez cuando menos lo esperaban.

¿Cómo podrás separarte de mí, sin que me arranques, el corazón? ¿Dónde están ahora tus pies para poder huir de mí? ¿Cómo te podrás sostener en ellos? ¿Y tus manos, dime, adonde se extenderán, aho­ra que he apartado mi vista de ti? ¿En qué río no has apagado tu sed?, ¿qué aven­tura o qué amor te queda por probar? ¡Podría haberte vuelto ciego y sordo! ¿No soy acaso tu Dios?, ¿crees que podrás escaparte fácilmente de mí? Y a pesar de todo lo que he hecho contra ti, ¿crees que es tan fácil no amarme? Resulta duro prohibirte cruelmente esas cosas que te he dado, simplemente porque yo no estaba en ellas. Esa comida que desde el primer bocado te desa­gradaba, porque yo estaba ausente de la misma. Pero, ¿qué dices ahora de ese festín que estamos tomando los dos juntos, frente a frente? Donde Yo estoy, allí está eternamente el secreto de tu nacimiento. En vano combates: no podrás librarte de mi paz. ¿No te das cuenta de que estoy aquí, ese comen­sal que estabas esperando? ¿No es mi descanso demasiado profundo para ti?, ¿qué dice tu pobre corazón? Si fuéramos diferentes, no sentirías ese deseo, no tendrías esa necesidad, no existiría ese abrazo tan parecido al que se dan los esposos. Si no fueras mi hijo, yo no sería hoy ese padre a cuyos brazos el hijo pródigo acude confiado. En esa abdicación y en ese esfuerzo estamos uni­dos los dos. Para no preferirme, hubiera sido preciso que no me hubieras conocido. ¿Cómo logrará morir aquel a quien yo he intro­ducido en mi propio ser? ¿Dónde están tus manos, sin que estén las mías?, ¿dónde tus pies, sin que en esa misma cruz estén cla­vados los míos?, ¿dónde estás, que no me escuchas? ¿Cómo podrás separarte de mí, sin que me arran­ques el corazón?

Paul Claudel, La messe lá-bas

Dame lo que me pides y pídeme lo que quieras. Señor, ¿dónde te hallé para conocerte - porque cier­tamente no estabas en mi memoria antes que te co­nociese -, dónde te hallé, pues, para conocerte, sino en Ti mismo, lo cual estaba muy por encima de mis fuerzas? Pero esto fue independientemente de todo lugar pues nos apartamos y nos acercamos, y, no obstante, esto se lleva a cabo sin importar el lugar. ¡Oh Verdad!, Tú presides en todas partes a todos los que te consultan y, a un mismo tiempo, respondes a todos los que te interrogan sobre las cosas más di­versas. Tú respondes claramente, pero no todos te escuchan con claridad. Todos te consultan sobre lo que quieren, mas no todos oyen siempre lo que quie­ren. Óptimo servidor tuyo es el que no atiende tanto a oír de Ti lo que él quisiera, cuanto a querer aque­llo que de Ti escuchare. ¡Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nue­va, tarde te amé! Y Tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que Tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba con­tigo. Reteníanme lejos de Ti aquellas cosas que, si no estuviesen en Ti, no existirían. Me llamaste y cla­maste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y res­plandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu per­fume y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de Ti, y ahora siento hambre y sed de Ti; me tocaste, y deseé con ansia la paz que procede de Ti. Cuando yo me adhiera a Ti con todo mi ser, ya no habrá más dolor ni trabajo para mí, y mi vida será realmente viva, llena toda de Ti Tú, al que llenas de Ti lo elevas, mas, como yo aún no me he llenado de Ti, soy todavía para mí mismo una carga. Contienden mis alegrías, dignas de ser lloradas, con mis triste­zas, dignas de ser aplaudidas, y no sé de qué parte está la victoria. ¡Ay de mí, Señor! ¡Ten misericordia de mí! Con­tienden también mis tristezas malas con mis gozos buenos, y no sé a quién se ha de inclinar el triun­fo. ¡Ay de mí, Señor! ¡Ten misericordia de mí! Yo no te oculto mis llagas. Tú eres médico, y yo estoy enfermo; Tú eres misericordioso, y yo soy mise­rable. ¿Acaso no está el hombre en la tierra cumpliendo un servicio militar? ¿Quién hay que guste de las mo­lestias y trabajos? Tú mandas tolerarlos, no amarlos. Nadie ama lo que tolera, aunque ame el tolerarlo. Porque, aunque goce en tolerarlo más quisiera, sin embargo, que no hubiese que tolerar. En las cosas adversas deseo las prósperas, en las cosas prósperas temo las adversas. ¿Qué lugar intermedio hay entre estas cosas, en el que la vida humana no sea una lu­cha? ¡Ay de las prosperidades del mundo, pues están continuamente amenazadas por el temor de que so­brevenga la adversidad y se esfume la alegría! ¡Ay de las adversidades del mundo, una, dos y tres veces, pues están continuamente aguijoneadas por el deseo de la prosperidad, siendo dura la misma adversidad y poniendo en peligro la paciencia! ¿Acaso no está el hombre en la tierra cumpliendo sin interrupción un servicio militar? Pero toda mi esperanza estriba sólo en tu muy grande misericordia. ¡Dame lo que me pi­des y pídeme lo que quieras!

San Agustín, Confesiones, libro 10, 26, 37-29, 40.

No se me ocurre otra cosa que animar al lector a reflexionar un poco sobre estas palabras salidas del corazón de dos hombres, lejanos en el tiempo, pero unidos en un Dios que encontraron y se convirtió en la razón de ser de sus vidas.


Juan García Inza

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