sábado, 2 de abril de 2011

ENTREGARSE A DIOS


En la terminología de la vida espiritual, los términos abandonarse a Dios y entregarse a Dios, son sinónimos.

En el desarrollo de la vida espiritual de un alma, a esta le llega un momento decisivo, en el que para seguir avanzando, ha de tomar la resolución de entregar al Señor el timón de su nave y abandonarse o entregarse a Él, incondicionalmente.

No todas las almas dan este paso y la mayoría si lo dan, lo dan de forma imperfecta, condicionalmente, reservándose para sí, ese secreto rincón de pensamientos, deseos y recuerdos que toda alma tiene y a los que debe de renunciar, pues la entrega a Dios es renuncia a todo, absolutamente a todo, ya el Señor es absorbente, lo quiere todo, quiere todo tu amor, y no está dispuesto a compartirlo con nadie.

En definitiva son muchos los que no acaban de dar el paso. Para entregarse al Señor, uno ha de estar limpio de todo apego a lo que en este mundo hay, incluidas las personas que nos rodean y que solo deben de ser amadas en función del amor a Dios. Nosotros hemos sido creados, para amar a Dios, para integrarnos en su amor y ser eternamente felices en su gloria, que personalmente nos afectará, pues el que se salve será glorificado. El Señor dejó dicho: “Si alguien me sirva que me siga, y donde Yo estoy allí también estará mi servidor; si alguien me sirve allí estará mi servidor(Jn 12,26).

Y este fin, al que estamos convocados, será mayor o menor en su grandeza, de acuerdo con el mayor o menor amor que aquí abajo, hayamos demostrado tenerle al Señor.

Y en este mundo, la cumbre del amor al Señor, que podemos demostrarle, es alcanzar ya aquí abajo una unión con El, escogiendo el camino de la imitación de Cristo. Clásicamente, en una exposición muy simple, se señalan la existencia de tres fases en el desarrollo de la vida espiritual de una persona, que necesarias superar para llegar a alcanzar una unión con el Señor, en este mundo y poder decir gloriosamente lo que exclamó San Pablo: “Yo ya no vivo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí (Gal 2,20).

Estas tres fases o vías son: La vía purgativa, la vía iluminativa y la vía unitiva.

Pero si analizamos los escritos, de los pocos santos que nos han dejado testimonio de las características de su camino hacia Dios, veremos que siempre hay unas constantes en el desarrollo del proceso, pero concretamente cada uno de ellos pone en su relato la impronta, de su peculiar y única vida espiritual. Así tenemos: Las nueve rocas del Beato Enrique de Susón. Los umbrales críticos de la génesis espiritual de los autores Nemeck y María Teresa Coombs. La tercera vía del jesuita Teilhard de Chardin. Las cuatro estaciones, primavera, verano, otoño e invierno del dominico francés, P. Molinié, y otros. Pero básicamente lo más importante aquí, es la doctrina de las siete etapas que ha de recorrer el alma, y que Santa Teresa de Jesús, expuso en su libro Castillo interior o de las moradas. Y La subida al monte Carmelo”, de San Juan de la Cruz, obras maestras en su género, que detalladamente dan consejos y encausa al alma hacia la experiencia de encontrar a Cristo.

En todas estas obras, y doctrinas lo que se nos da, es una serie de consejos y advertencias a tener en cuenta en el recorrido del camino hacia Dios. Estas disparidades, en lo accesorio no en lo fundamental, que se puede pensar que existe entre lo dicho por todos estos santos, radica en la realidad de que Dios ha querido hacernos a todos desiguales, y no solo físicamente y genéticamente, sino lo que es más importante: Espiritualmente.

Esto determina que cada uno de nosotros tengamos un camino distinto para acceder a Dios, por lo que todas las experiencias ajenas, de santos y autores, nos valen siempre con carácter genérico, pero nadie puede miméticamente seguir los mismos pasos, de un santo o de una santa. Cada uno de nosotros tenemos nuestro peculiar camino, y no nos agobiemos pensando cual será, pues nuestra única obligación es amar intensamente al Señor, y tratar de imitarle en nuestras conductas humanas, y estad seguro de que de todo lo demás ya se ocupará el Espíritu Santo, en la forma y en el momento que estime más conveniente para una mayor santificación nuestra y una mayor gloria del Señor. En nuestro caso lo importante, es que en el desarrollo de nuestra vida espiritual, lleguemos a lograr alcanzar ese momento previo a la unión con el Señor, en que si queremos avanzar hemos de entregarnos a Él. El fin último, del recorrido del camino espiritual, es llegar a la unión con Cristo, pero previamente para conseguir esta unión, hemos de entregarnos plenamente a Él de abandonarnos o entregarnos en sus brazos. Se entiende por entrega la capacidad de liberarnos de la dependencia de las cosas que nos impiden desarrollar una relación íntima con Nuestro Señor Jesucristo. La entrega nunca es fácil, aunque es verdad que se trata de un proceso que dura toda la vida.

Y, ¿cómo es que nace esa necesidad de que nos entreguemos, si es que queremos avanzar? Esto ocurre, porque cuando nos iniciamos en el recurrido del camino, nosotros siempre soñamos en construir nuestra santidad con nuestras virtudes humanas. Pero no nos dábamos cuenta, de que justamente todo el esfuerzo de la vida espiritual, consiste en dejar a un lado nuestros sueños para entrar en la realidad de Cristo. Es decir, si queremos avanzar hemos de ser humildes, aceptando la realidad de que vamos a caminar, hacia un mundo que no corresponde a las ideas que de él nos hemos forjado, y es el Espíritu Santo quien nos ha de guiar, hacia ese mundo. Esta es la esencia del abandono, entregarse sin reparos a lo que sea la divina voluntad, pues Nuestro Señor, sabe mejor que nosotros lo que en cada momento más nos conviene.

Para Jean Lafrance, entregarse es: “..., en definitiva, morir a todo y a sí mismo, no ocuparse del yo más que para tenerlo siempre vuelto hacia Dios. Entregarse es, además, no buscarse en nada ni siquiera para lo espiritual, ni para lo corporal, es decir, no buscar ya satisfacción propia, sino únicamente el placer divino”.

Entregarse es, morir a todo y a sí mismo, es el negarse uno a sí mismo y seguir a Jesús, tomarse en serio sus palabras: "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome cada día su cruz y sígame. Porque quién quisiere salvar su vida, la perderá; pero quién perdiere su vida por amor de mí, la salvará pues ¿qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo si él se pierde y se condena?” (Lc 8,24-26).

Entregarse, es no ocuparse del yo más que para tenerlo siempre vuelto hacia Dios. Todo lo que pide Dios, es que pongamos nuestra fe y nuestra esperanza en Él, que le amemos con todo nuestro corazón, que renunciemos a nuestras propias fuerzas y nuestros necios planes, por humildad y abandono; Él hará todo el resto. El ejemplo supremo y más admirable de absoluta entrega a Dios, lo tenemos en Nuestra Madre celestial, la cual vivió, a lo largo de toda su vida, en Él, por Él, y para Él, en una creciente entrega suya a Dios Padre, suya y de todo lo que ella más quería: Su Hijo Jesús. La vida de María, fue un incesante abandonarse a sí misma, a la voluntad de Dios. Entre María y Dios se realizaba continuamente una admirable relación de personas, construida esta, sobre la confianza y sobre una entrega total, que continuamente era renovada, dentro de una creciente comunión de vida. Y no pensemos que para la Virgen, el tema le fue sencillo, pues en numerosas ocasiones tuvo que afirmar su fe y su entera confianza en Dios. Muchas fueron las angustias soportadas por Nuestra Madre celestial, desde el día aquel en que el arcángel Gabriel la visitó, hasta que una espada de dolor atravesó su corazón a los pies de la cruz, tal como le había profetizado en el Templo, el anciano Simeón. A Ella, nunca se le dio explicación alguna, acerca de la naturaleza y razón de ser de los hechos que ocurrían a su alrededor y que tan directamente le afectaban. Ella callaba y confiaba. En ella podemos considerar que su silencio, es un grito de afirmación, de su total entrega a Dios. María, nuestra Madre, nos enseña como entregarnos a Dios, como abandonarnos en Él, en las experiencias que no comprendemos, y cuyo sentido conoceremos, tal vez sólo en la vida futura.

Dios quiere que ante las pruebas de la fe, tengas que reconocer con humildad, sus insondables designios y que aceptes, que no comprenderás muchas de sus decisiones.

Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.

Juan del Carmelo

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