Existe una extraña relación entre el amor y la enfermedad.
Y al decir, amor no me estoy refiriendo únicamente al que existe entre las personas sino esencialmente, entre estas y el Señor. El amor como sabemos pertenece al orden de espíritu, es la esencia de lo espiritual, porque como nos dice San Juan: “Dios es amor, y el que vive en amor permanece en Dios, y Dios en él” (1Jn 4,16). El amor no es materia. Por otro lado la enfermedad es un desarreglo de la materia de nuestro cuerpo, el cual pertenece al mundo de lo visible y el amor pertenece al mundo de lo invisible y pesar de esto el amor y la enfermedad se encuentran vinculados.
En la medicina, tenemos una disciplina académica la que se estudia, lo “psicosomático”, lo cual en definición del DRAE que es aquello: Que afecta a la psique o que implica o da lugar a una acción de la psique sobre el cuerpo o al contrario. La psicosomática pues, nos enseña que la enfermedad, se manifiesta en la carne, pero nace en el espíritu. Son numerosos los estudios realizados al respecto, señalándose en varios de ellos que cerca del 85% de las enfermedades de las que se queja el hombre, son de naturaleza psicosomáticas. Quiere esto decir que la relación alma cuerpo es total y sin saberlo nuestra alma domina nuestro cuerpo en numerosas ocasiones. Debería de ser siempre el dominio del alma al 100%. cómo lo fue para Adán y Eva en el Paraíso, pero la fuerza de la carne es muy grande y absoluta para todos y en especial muchas personas, que andan por este mundo, desperdiciando el tiempo y de espaldas al Señor.
“Hasta hoy la ciencia, manifiesta el hermano Pedro Finkler, no ha conseguido esclarecer debidamente el enigma de la localización y el proceso de tránsito de la energía psíquica al organismo y viceversa. Aún se discute la cuestión de si el principio de todo es la psique o si es la materia orgánica. Razones de orden filosófico impiden aceptar la explicación materialista y positivista de que la materia estaría en el origen de aquello que no es materia. Del mismo modo la explicación espiritualista no es aceptada por el materialista por cuanto este basa sus conclusiones en constataciones inmediatas de fenómenos de la naturaleza”.
Por su parte el P. René Laurentin, escribe: “Actualmente todavía se habla de la psique, del dinamismo de la conciencia: el fenómeno psicosomático que compromete al cuerpo físico (el cerebro) y al alma espiritual. Hay siempre una degradación del espíritu a la materia. El alma unifica y dirige el cuerpo en todos los niveles. Le desborda y puede suscitar energías casi corporales más allá del cuerpo: lo que algunos llaman “El cuerpo energético” (emanación del alma)”.
La salud tanto del alma como la del cuerpo, tenemos que mirarlas como un don de Dios, en el hombre todo lo que él es y tiene siempre es un don de Dios. Pero mucha gente, marginando la salud del alma, piensan que la salud y la buena condición física son algo natural y propiedad nuestra, sobre todo en la juventud que es una época en la vida del hombre, en la que el cuerpo está en todo su esplendor, y todavía no se ha iniciado el derrumbamiento del cuerpo que llegará con la senectud.
En épocas ya pasadas, en las que el hombre vivía más pendiente, unos del temor de Dios y otros de su amor, lo que preocupaba más en aquella sociedad, era la salvación del alma, a diferencia de la obsesión actual por la salud del cuerpo. Los hombres, como en épocas del A.T., luchaban siempre protegidos por sus dioses, ellos eran monólatras, pues reconocían que además de su dios, otros pueblos contra los que luchaban, también tenían sus dioses, a que entendían que eran tan existentes como los suyos propios. El problema estribaba es saber, cuál de los dos dioses, el mío o el del enemigo era más poderosos. En sus primeros tiempos los israelitas, también eran monólatras, solo después del destierro en Babilonia, pasaron a ser monoteístas. Hasta fechas relativamente recientes, una vez superado el politeísmo griego y romano, todo el mundo reconocía la existencia de un dios, las luchas se establecían, en función de si mi dios es el verdadero y no el tuyo. En la historia de la Iglesia católica, ni los primitivos herejes, ni los cismáticos, ni los posteriores protestantes eran ateos y no se le ocurría a nadie, la barbaridad del ateísmo, en cualquiera de sus formas.
Y en este contexto histórico, la eternidad de la vida después de la muerte, tenía mucha más importancia que la precaria brevedad de la vida terrena. El temor de cada uno a su dios, estaba en orden del día. El santo temor a Dios no era solo un patrimonio de los católicos, en todas las religiones cismática, o heréticamente, se veneraba y se adoraba a Dios. Las luchas de nuestra edad media y parte de la edad moderna, eran siempre en nombre de Dios, y en los estandartes de ambos contendientes, había signos religiosos, que en el caso del Islam era la cruz frente a la medialuna. Es a partir del siglo XVIII, cuando nace la negación de Dios y más tarde de paso, la negación de la existencia del alma humana.
La realidad es que la salud del cuerpo, es muy importante para el alma, ella necesita del cuerpo para su propio desarrollo en este mundo, y cumplir con el principio básico de “Amar a Dios sobre todas las cosas”. Pero siendo importante la salud del cuerpo, lo es mucho más la del alma, ya que ella pertenece a un orden superior y vale mucho más que el cuerpo que es materia. Y sin embargo hoy en día los términos están subvertidos, y más le preocupa a la gente el cuidado del cuerpo que el de su alma. Ya en el siglo XVII, Van Ruusbroec, para los españoles Rubroquio, escribía, sobre la gente que entonces vivía: “No temen por la honra de Dios... Temen quedar pobres, sufrir en el cuerpo, que les quiten sus bienes, o se los paguen mal. Les asusta ser despreciados, llegar a viejos, caer enfermos no tener consuelos de amigos”.
El Señor a su paso por la tierra, dio constantes muestras de la importancia de la salud corporal, aunque siempre manteniendo que la del alma debe de estar muy por encima: “Pues ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida?” (Mt 16,26). La curación de enfermos y los milagros en las curaciones fueron siempre incesantes. "Recorría Jesús toda Galilea, enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva del Reino y curando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo. Su fama llegó a toda Siria; y le trajeron todos los que se encontraban mal con enfermedades y sufrimientos diversos, endemoniados, lunáticos y paralíticos, y los curó” (Mt 4,23-24). Pero siempre generalmente ligaba la fe, con la realización del milagro que fuese.
Amar en la salud es fácil, la voluntad no se encuentra mermada en su fuerza, pero amar en la enfermedad ya es más difícil. J. Lorda escribe: “Si no somos capaces de trabajar cansados o un poco enfermos, el valor de nuestra vida se reduce a la mitad, porque cansados o enfermos estaremos muchas veces. Y la enfermedad mella nuestras fuerzas espirituales. Por ello una plegaria, un acto de amor al Señor, en los momentos de la enfermedad, aumenta su valor a los ojos del Señor. Porque el enfermo a la debilidad de sus escasas fuerzas, ha de añadir la lucha con su demonio particular, que le dice: Pero déjalo, no vez que estas enfermo, que no tienes fuerzas, que la fiebre te come, Dios no te pide tanto, si no vas a lograr nada, sino aumentar la enfermedad. Pero no es así la enfermedad bien llevada es una fuente inagotable de gracias divinas y méritos adquiridos, el problema reside en que estas gracias y méritos no lo ven los ojos de nuestra cara; pero un enfermo que vive en la amistad del Señor, los sentidos de su alma pueden llegar a palparlos, y si se trata de un enfermo postrado por una dolencia incurable, puede estar seguro, de que a él, si persevera, el Señor aunque no lo hallan oído sus oídos corporales, el Señor al igual que le dijo en la cruz a San Dimas, ya le ha dicho a los sentidos de su alma: Estarás conmigo en el Paraíso.
Si tenemos ya, o nos llega el tiempo de enfermedad, no olvidemos que es un tiempo precioso para nuestra salvación, son muy pocos los que lo emplean útilmente, los que hacen producir a sus enfermedades el valor espiritual que les puede proporcionar. En tiempo de enfermedad el alma enferma debe siempre de recordar las palabras de Santa Teresa de Lisieux: “No tengo miedo a los últimos combates ni a los sufrimientos, de la enfermedad, por grandes que estos sean. Dios me ha ayudado y llevado de la mano desde mi más tierna infancia. Cuento con Él. Estoy segura de que Él seguirá ayudándome hasta el fin. Podré sufrir horriblemente, pero nunca será demasiado; estoy segura de ello”. Cierto el Señor, nunca permite que un alma sea tentada, por razón de sufrimientos o por otra causa, en forma superior a su capacidad de triunfo.
Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.
Juan del Carmelo
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