sábado, 19 de marzo de 2011

A CADA CUAL SU MISIÓN


Durante los treinta y cinco o cuarenta primeros años de nuestra vida, nos hemos esforzado por escalar una larga escalera a fin de alcanzar la cima de un edificio; llegados al tejado, nos damos cuenta de que nos hemos equivocado de edificio.

Tendemos a hacer un balance de lo que hemos realizado. Nos creemos alguien porque nos hemos hechos un sitio en la sociedad. Recordamos nuestras realizaciones, nuestros afectos pasados, nuestras alegrías y nuestras tristezas, nuestros éxitos y nuestros fracasos, nuestras esperanzas realizadas y nuestros sueños frustrados. Pero son muy pocos los que sienten un plena satisfacción de sí mismos. La mayor parte de las personas constatan la existencia de sueños no realizados, de ideales fallidos, de esperanzas escamoteadas.

Agarrados por el pánico, no pocos intentarán rehacerse una nueva juventud y recomenzarlo todo. Así, algunos cambiarán de carrera o romperán su matrimonio, escogiendo vivir con una pareja más joven; otros adoptarán un nuevo estilo de vida o efectuarán cambios numerosos en sus vidas. Pero muchas veces no saben lo que hay que cambiar. Se contentan con modificar cosas exteriores en vez de plantearse las cuestiones fundamentales: ¿Quién soy yo? ¿Cuál es el sueño de mi vida? ¿Qué quiero hacer con el tiempo que me queda por vivir?

En vez de repetir las hazañas de su juventud, los adultos que se encuentran en la mitad de su existencia deberían comenzar por sumergirse en el interior de ellos mismos. En efecto, el reto consiste en explorar en profundidad el terreno, en barbecho de su sombra, ese mundo de posibilidades que han reprimido en el inconsciente por temor a verse rechazados.

Algunos se preguntan a veces, si hay una edad límite para que uno llene cumplidamente su misión. ¡Desde luego que no! La abundancia de recursos y de tiempo libre que ofrece la civilización actual permite todo un abanico de opciones casi ilimitadas. Millares de personas jubiladas, que gozan todavía de una excelente salud pueden actualmente aprovecharse de ello.

El que satisface una misión tiene asegurado encontrar un sentido a su vida. Descubrirá las aspiraciones de su alma y por eso mismo hecho su razón de existir. Tendrá la sensación de ser él mismo, de experimentar la unidad profunda de su ser y de llevar una vida auténtica. Finalmente, tendrá la satisfacción de ejercer un influjo bienhechor en su entorno. Una existencia marcada por semejante sentimiento de plenitud contrasta con la sensación de vacío existencial que afecta a muchos de nuestros contemporáneos que les lleva no sólo a sucedáneos de felicidad como el alcohol, sexo, dragas etc.… sino también a buscar refugio en el activismo, intentado escapar de los trances del silencio y de la soledad. Como dice Simon Weil: Una existencia que se pone como objetivo escapar de la vida constituye, a fin de cuentas, una búsqueda de la muerte.

Se reconocen fácilmente a las personas que no viven de su misión, mariposean por todas partes; no distinguen entre lo esencial y lo accesorio; se dispersan en una activismo desenfrenado. Estas personas acaban siendo víctimas del agotamiento, por no haber aprendido a escuchar y a seguir sus aspiraciones más profundas. Quienes no se fían de la orientación de su misión están abocados al desastre.

Al contrario, la persona que haya descubierto su misión encontrará en ella razones para vivir y ser feliz, sean cuáles sean los obstáculos, dificultades o sufrimientos que también encontrará. El descubrimiento de la vocación propia produce un efecto polarizante sobre el conjunto de la vida de una persona. Su misión se convierte para ella en una sabiduría del alma. Ella le enseña a rechazar lo que podría ser su proyecto de vida y a explotar sus energías y sus recursos para realizarlo. En particular, elimina las distracciones, las tentaciones de lo inmediato, las diversiones inútiles, la dispersión, los detractores, y los falsos profetas; en una palabra, todo lo que podría poner trabas a su realización.

La misión personal es un ideal que perseguir, una pasión, una meta importante que alcanzar, un deseo profundo y persistente, una inclinación duradera del alma, un entusiasmo desbordante por un tipo de actividad. Aún no descubierta o negada, la misión seguirá siendo un faro brillante en medio de las tinieblas. Se cree demasiadas veces que es cada uno el que elige libremente su misión. Sería más justo decir que es la misión la que escoge al individuo. Cuando el individuo colabora con ella, la misión se convierte en sabiduría del alma, en guía de su camino, poniéndole en guardia contra la dispersión y los extravíos. Le anima a concentrar sus energías. Le ayuda a tomar las decisiones acertadas. En fin, le permite discernir quiénes será sus verdaderos colaboradores en la aventura de su vida. Más que un hallazgo en el sendero de la vida, la misión es el sendero mismo.

Para descubrir su misión, muchos esperan una revelación del cielo, como si tuviera que aparecérsele el dedo implacable de Dios, en medio de rayos y truenos, para indicarles el camino a seguir. Es cierto que algunos personajes de la historia recibieron signos ineludibles de su misión. Pensemos en los profetas de la Biblia, Isaías, Elías, Amós, o por ejemplo una Juana de Arco, que escuchaba voces que le impulsaban a ir a salvar Francia.

De ordinario, la revelación de la misión personal acontece a través de múltiples subterfugios. Así por ejemplo, hay quién descubre un libro que había dejado dormir durante muchos años en su biblioteca o se encuentra por casualidad con una persona que le habla de un tema que le cautiva; otro se inscribe en un curso, sin demasiada convicción al principio…; uno acepta una tarea que en principio parece estar por encima de sus capacidades; o cae enfermo o tiene un accidente. Otro puede ser testigo de una penosa situación social que le irrita y le conmueve hasta lo hondo de su alma. Cualquiera de estos acontecimientos, y muchos otros, pueden forzar a la persona a cambiar de orientación.

La misión puede también anunciarse, no ya por medio de signos exteriores, sino por estados del alma que uno tiende a no dar importancia, a soslayarlos y hasta a ignorarlos: rumias persistentes, aversión a un trabajo, impulsos sordos de la conciencia, fantasías fugaces, sueños en estado de vigilia, intereses constantes. El día en que, por fin, la persona detenga a conjugar entre sí todos esos sutiles movimientos interiores y a descifrar esas múltiples señales, se encontrará cara a cara con su misión.

Lo cierto es que nadie se prepara a bocajarro para su misión, Se ve preparado, sin saberlo, por decisiones no siempre razonadas, por tímidos consentimientos y vinculaciones, por una enfermedad, por acontecimientos curiosos o desconcertantes… Sólo mucho más tarde, al repasar el itinerario de su vida, se da uno cuenta de que un designio misterioso le había servido de guía. En general, la naturaleza no procede por saltos, pero sí va haciendo a una persona capaz de realizar en su vida las transiciones de mayor envergadura.

Seguir la misión propia es insoslayable. Cabe la posibilidad de huir de la misión, de equivocarse acerca de su naturaleza, de creer haberla encontrado porque uno ha llegado a ser popular, de dispersarla en múltiples actividades. Sean cuales fueren los sucedáneos inventados para eludirla y los pretextos para retardar su cumplimiento, la persona se verá acosada por su misión como por una fantasma, hasta el momento en que se decida a obedecerla. La misión tiene algo de permanente.

Nuestra tarea consiste en dejar que ella cree y desarrolle un lugar en nosotros. Lejos de inventar nuestra misión en la vida lo único que hacemos es descubrirla, es un sentido interior, una conciencia que nos proporciona un conocimiento de nuestra propia unicidad. Brota y se abre como una flor, emerge del interior de uno mismo. Se deja discernir poco a poco. Rara vez es explosión, sino lento desarrollo en paralelo con el crecimiento del ser.

Nadie puede revelarnos nuestra misión. Solo nosotros debemos ser capaces de descubrirla. ¡Cuánto nos gustaría que alguien nos dejara ciertos y seguros de cuál es nuestra misión! Nos sorprendemos a nosotros mismos esperando que algún sabio nos dicte exactamente lo que deberíamos hacer en la vida. ¡Sería tan fácil, pensamos, que nuestros padres nos trazasen el camino a seguir; que nuestro director espiritual nos revelase la voluntad de Dios sobre nosotros; que una inspiración repentina acabase con todas nuestras vacilaciones! La misión no se deja descubrir de esa maneras. Es fruto de un trabajo hecho de reflexión, de soledad, y también de miedo a engañarnos. Aunque dichoso el que haya encontrado en su camino una persona sabia, capaz de sostenerlo en su búsqueda y de confirmar sus intuiciones acerca de su misión.

Una cosa es cierta nuestro centro, o el Dios íntimo, es la fuente de nuestras llamadas. El corazón de nuestra personalidad es el reflejo de Dios en nosotros. Hacer la voluntad de Dios es la respuesta personal de cada individuo al proyecto de Dios. Como cada ser humano es único, manifestará y encarnará el proyecto de Dios. Como cada ser humano es único, manifestará y encarnará el proyecto Dios según lo que él es, de una manera totalmente específica.
Luis Lopez.Cozar

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