Cuando aquella familia llegó a la puerta de la iglesia, nada hacía prever la futura reacción del padre.
De entrada él se quedó ahí, a la puerta, a la espera. Pasaron madre e hijo. El chico se acercó el primero al confesionario. “Dile a tu padre que venga”. Dijo el sacerdote. Y allá salió, en busca de su padre. “Dice que vayas”. Y para sorpresa de todos el padre se encaminó hacía el confesionario del padre Pío hecho un mar de lágrimas. Nadie entendió nada. “¿Habrá ocurrido algo extraordinario que no hayamos visto?” se decían cuantos contemplaron la anécdota sin comprender tanta lágrima. Luego casi lloran todos. Supieron que el hijo, antes de ver al padre Pío, era sordomudo.
Es una de entre las anécdotas que cuenta, cierto que con más gracia, Zavala en su encantador libro “Padre Pío”, haciendo hincapié en que el tal milagro no sólo devolvió habla y oído al hijo, sino que arrancó del ateismo a un padre terco pero amante de los suyos.
Lo decía el capuchino. “No se va en carroza al Paraíso. Las almas no se compran con dinero; al Reino de los Cielos se sube a través del sendero de la oración y del sufrimiento”. Bien que sabía lo que decía, pues ese era el precio que pagaba por las almas. “El Señor, en efecto, me presenta muchas veces a personas que yo no he visto jamás ni tampoco he oído habla con el único fin de que rece por ellas, y no se da el caso de que Él no escuche mis suplicas”. Y se ve también que pagaba el precio por ellas sin necesidad de regateo. Cuánto pedía le era concedido.
Es un hecho sorprendente que se ve nítidamente con la vida del padre Pío. El santo recibe los sufrimientos debidos por los pecados ajenos. Él los soporta y Dios se los evita a quien justamente debía padecerlos. En la economía de la salvación muchas veces esos sufrimientos son queridos por Dios como medio para la conversión. Lo dice santo Tomás de Aquino, cómo cuando Dios ve que de ningún modo el alma escucha sus llamadas, se sirve de enfermedades, sufrimientos, fracasos, catástrofes, para que por tales medios, el alma se vuelva a su Creador. Pero el padre Pío rompía esa cadena. Tomando el santo el sufrimiento, se lo evitaba al culpable: “Sí se trata de castigar a los hombres, ¡castígame a mí!”. La expresión paulina de “completo en mí lo que queda de la Pasión de Cristo” adquiere un nuevo sentido, porque el santo completa en él lo que tocaría a muchos otros, evitándoselo.
Cuando esos 144 teólogos alemanes han elevado su carta “crítica” con el sacerdocio tradicional, no piden algo baladí, quieren evitar santos. Esto quieren: el sacerdote casado, el sacerdote mujer, el sacerdote a la carta de una sociedad incapaz del heroísmo. Pero justo por esa incapacidad del heroísmo es más necesario el santo, porque deberá cargar él con los heroísmos que los demás no cargamos. El santo evita el castigo de Dios, lo detiene, porque lo sufre en sí mismo. Y sufriéndolo en su carne, en su espíritu, alcanza la Misericordia de Dios para los hombres.
Da la impresión de que los pasos dados por tantos críticos con la Iglesia (de dentro y de fuera) pretenden establecer “la institucionalización del bienestar de vida” en la Iglesia, la formalización de lo “posible”, no de lo mejor. Es un paso sencillo que logra evitar el encaminamiento del santo. Pero, sin un santo que soporte sobre sí los pecados del mundo, ¿quién detendrá los frutos de nuestros actos?, ¿quién asumirá sobre sí el mal debido dando una nueva oportunidad al culpable?
Esa carta de los tales 144 teólogos trata de minar, positivamente, la última fortaleza de la Iglesia: la santidad. Por ello no entiendo el argumentario “pragmático” en defensa del celibato sacerdotal que se está escuchando últimamente. No hay razones prácticas para su mantenimiento. Dicen que con familia perderían su “disponibilidad” por las necesidades familiares. Pero con familia bien que podría haber más candidatos dispuestos al sacerdocio para cubrir esas “necesidades”. No, la razón es más poderosa: el celibato ha hecho un gran bien al mundo porque ha sido camino de santidad. Y en la santidad, el hombre se ha visto libre de males porque otro, el santo, los cargaba sobre sí, y abría el cauce de la admirable misericordia de lo Alto. Cuanto más perverso es el mundo más necesario es el santo, de lo contrario el cúmulo de pecados que arrastra desde el pasado acabará rompiendo los diques que evitan su derramamiento.
“Haré más ruido muerto que vivo”, decía el padre Pío. También lo decía santa Teresita. Es un consuelo. Aunque las estructuras del mundo traten de evitar la vía rápida por la que vuela el santo, tenemos intercesores poderosos en el Cielo, que rompen esas cadenas del infierno, del sufrimiento, del mal en una palabra, aún actualmente.
César Uribarri
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