Cuando en la Santa Misa se dicen estas palabras es difícil no conmoverse. Sientes lo que de verdad eres y sientes la gracia de Dios, que llega siempre en tu auxilio.
No se trata de un regodeo morboso, ni de absurdos complejos. Se trata de lo fatal que uno corresponde a la infinita ternura del amor de Dios. Porque he pecado mucho. De un día para otro, en un santiamén de soberbia, de pereza o de mal genio. He pecado. Y mucho. Objetivamente. Pensabas que no iba a suceder tan pronto, pensabas que el último impulso piadoso o el bienaventurado propósito de estar más pendiente del Cielo, te iba a llevar más lejos y más alto. Pero no. Has caído cuando pensabas que ya te sostenías solo, que ya podías, que por fin diminuía el acoso o la tentación. Y apenas salido del confesionario, con el alma así de alegre, ya te tropiezas con la primera fantasía o con esa discusión donde pierdes el oremus. Porque la realidad es tozuda. Eres tan sólo un pobre hombre que sueña, un pobre hombre que dice rezar y que no reza (o que reza de esas maneras), un hombre que no se abandona en Dios como debiera. El amor requiere más amor, y más esfuerzo. Un amor más decidido y más humilde. El amor a Dios necesita una mayor perseverancia en la oración y más intensidad de corazón. Entrega y desprendimiento. ¡Y aún así te extrañas! ¡Cuánto pensamiento desdichado! ¡Cuántas palabras desquiciadas o curiosas o faltas de caridad! ¡Cuántas obras a medio hacer, chapuceras, sin la entraña de Dios en su afán y motivo! ¡Cuántos actos de mi vida reacios a mi propia fe cristiana, incoherentes, desperdigados en caprichos y saltimbanquis apetitos! Y todo ese cúmulo de omisiones y de buenas intenciones que es lo que peor llevo, lo que más me duele cuando me pongo delante de Dios y veo Su tristeza. Otra vez. Otra vez a entregarle un corazón que es un desahucio. Un corazón donde cada latido es tan egoísta. Cada latido una espina y un desgarro. Lo digo en voz alta, de nuevo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, ya no soy digno de llamarme hijo tuyo”. En san Lucas, creo que en el capítulo 15. Pero soy hijo de Dios, a pesar de tanto desamor por mi parte, de tanta recalcitrante omisión, palabra, pensamiento u obra desmañada. Basta con mirar a Cristo en Su Cruz. (¿Dónde está mi crucifijo?). Esa Cruz es el abrazo del Padre en el Hijo por el Espíritu. Esa Cruz que me hace una constante transfusión de Vida. He pecado, sí, he pecado. Y busco la absolución de Cristo. Por enésima vez. Busco Su abrazo, Su gracia, Su pecho. Como Juan. Ese pecho donde está la felicidad de todos los hombres. Ese pecho que es el génesis del universo, y el maná y la resurrección y el perdón y el Evangelio. Voy corriendo Padre. Voy…
Guillermo Urbizu
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