25 de diciembre, el mejor día del año para que sucedan los milagros.
En una iglesia vacía cerca del Círculo Polar Ártico, el cura vio a decenas de almas del Purgatorio sentadas en los bancos y sólo una de ellas habló y dijo: “En Navidad suceden las cosas más extrañas”. Así sucedió y es solo una historia más de las muchas e increíbles que por algún motivo ocurren en las horas de la Nochebuena a la Navidad, cuando celebramos que hace miles de años tuvo lugar la cosa más extraordinaria de todas las que han pasado.
Las cosas más extrañas.
Tañó doce veces la campana de la iglesia en la colina de San Clodoaldo, a orillas del Sena, a menos de una legua de París. Llevaba días nevando sobre los cuerpos semienterrados de los soldados franceses y prusianos muertos en el asedio que había comenzado el 19 de septiembre. Pero aquella noche del 24 de diciembre de 1870 no nevaba. El cielo negro y una luna nueva cubrían y helaban Suresnes. En cruel paradoja, el frío obligaba a los dos ejércitos a luchar si querían sobrevivir en aquel durísimo invierno en el que no solo morían los soldados de Napoleón III, sino el Segundo Imperio francés. La guerra, que había comenzado a propósito de unas querellas estériles sobre la posesión del vacante trono del molesto Reino de España, ponía a prusianos y franceses frente a frente y de estos rencores nacerían más tarde dos guerras mundiales… Pero en aquella noche fría, los hombres no sabían de rencores, sino de moverse para no morir; cargando, disparando y recargando sus rifles de cartuchos de papel mientras los cañones Krupp batían la línea francesa de trincheras.
En todo ese infierno helado, un pintor de reyes y concubinas se apoyaba en la dura tierra de su trinchera: el gran Henri Regnault, un hombre de apenas 27 años, Premio Roma de pintura; un enamorado de España. El artista, movilizado para la defensa de París, clavó su rifle chassepot en la nieve y sobre el retumbar de la salvas escuchó las doce campanadas de San Clodoaldo.
Cristianos, es medianoche.
El soldado que estaba a su derecha, un voluntario, un sufragista, se quitó su arma de la cara y gritó: “¡Compañero. Son las doce. Es Navidad!”. Regnault, el que pintó la sangre como nadie antes en su cuadro Ejecución sin juicio por los reyes moros de Granada, se levantó, salió de la trinchera, puso un pie en un saco terrero, se descubrió y cantó uno de los más hermosos villancicos jamás compuesto: el Canto de Navidad, música de Adolphe Adam para el poema “Cristianos, es medianoche” de Placide Cappeau, estrenado en la misa del gallo de 1847 y célebre en toda Francia aquella Nochebuena de 1870.
Henri Regnault, a pecho descubierto y con su voz alta y educada, fue acallando las balas a las que sucumbirá 26 días después, en la batalla-carnicería de Buzenval.
Medianoche, cristianos.
Es la hora solemne, en la que el Dios hecho hombre descendió entre nosotros… Cesaron los tiros y los cañonazos. Los alemanes, parapetados, escucharon. Durante cinco minutos, todo se detuvo. ¡Gente, en pie! Cantad vuestra liberación. Navidad, Navidad. El Redentor ha llegado.
Regnault vuelve a ponerse el sombrero y va regresando a la trinchera cuando de las filas alemanas se alza una voz que canta el villancico basado en el poema del austriaco Mohr y en la música de su compatriota Franz Gruber.
Noche de paz, noche de amor, todo duerme en derredor…
Escuchan los franceses. Todos los prusianos lo cantan como un solo ejército. Al terminar la última estrofa: Jesús, el Salvador, ha nacido, los alemanes callan. Durante un minuto, medianoche, cristianos, todo duerme en derredor… Hasta que un cañón eructa en la distancia y las balas vuelven a destrozar el aire.
Más de cien años después de la canción de Regnault, también fue Nochebuena en la Tierra, incluso en la que no querría que lo fuera, como en Cuba. Allí, a principios de los 90, en la cárcel de mujeres cerca de Guanabacoa, y según el relato legado por una exiliada del terror, las internas trabajaron durante semanas para montar un belén viviente tras conseguir la autorización para escenificar el nacimiento, cantar villancicos y nada más. Ni una palabra más. Entre las presas todo estaba claro... Disciplina, orden y no dar una excusa para que el privilegio fuera revocado.
La Virgen de azul de metileno.
Tiñeron telas y pañuelos con violeta de genciana, fabricaron camellos con palos de escoba y almohadas y hasta hubo superabundancia de ovejas de tantas presas como quisieron actuar... Durante aquellos días, el coro había ensayado en el patio, al abrigo de los guardas. Las sábanas teñidas del mismo malva que dominaba aquel belén servían para cualquier cosa: desde el telón hasta para rematar las colchonetas y las banquetas de plástico que serían las paredes del pesebre... Las estrellas eran de papel de estaño de las cajetillas y se cuenta que el ángel, por sobrenatural, tenía la orden de no enseñar demasiado las alas a las nerviosas guardesas de la prisión.
Los actores principales estaban elegidos: la negra Marcela era Baltasar con la sábana coloreada de amarillo bijol. Elisita era la Virgen con la túnica teñida de azul de metileno. Elena, de rojo mercurio cromo, sería Melchor. La niña Magda (verde de azul de metileno mezclado con bijol) solo podía ser Gaspar. Lo único que no sabían era quién o qué iba a ser el niño Jesús. Únicamente Paula, la presa al mando del retablillo, guardaba celosa la sorpresa.
El salón de la cárcel se abarrotó. Todas querían ver aquel esfuerzo. Se corrieron las cortinas de violeta de genciana y hubo un silencio absoluto. Durante un minuto, nada ocurrió. Entonces, Paula hizo una señal y el coro cantó un villancico. Justo después, Elisita, la Virgen, se puso de parto silencioso, sin un quejido. Todas las presas, todo el retablo, aguardaban el nacimiento de Jesús. ¿Qué sería? ¿Quién colocaría entre pajas un trozo de plástico modelado como un muñeco? Pero eso no fue lo que ocurrió.
Entre bambalinas, a una orden de Paula, Laura encendió una luz, la más brillante de todas, que alumbró la cuna. Entonces alguien gritó sin permiso: “¡Ha nacido la luz del mundo!” y todas las presas, las del belén y las del público, se pusieron a llorar... Las guardesas entraron y rodearon el teatro. El coro cantó su último villancico y al acabar hubo un silencio estremecedor que duró unos segundos hasta que entre los aplausos comenzaron los vivas a Cristo Rey. Las guardesas se agitaron, inquietas, pero se helaron cuando de entre las internas se elevó una voz que rezó: “Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre...”. Todas las presas, todas, se abrazaron a la oración prohibida ante la mirada estupefacta de las funcionarias, que nada se atrevieron a hacer.
Otro episodio de superación ocurrió en la terrible prisión castrista de Guanajay. Allí era costumbre clandestina que los presos celebraran la Nochebuena con un belén fabricado en precario con los más impensables recursos, como la pasta de macarrón, y los molinos tenían aspas construidas con cartón y latas. Incluso tenían la humanidad de darse regalos: una postal pintada a mano, un trozo de espejo, un pedazo de lápiz... Pero los comunistas castristas perseguían la actividad religiosa en las cárceles y destruyeron el belén... que fue reconstruido no solo por los católicos de Guanajay, sino por ateos y masones.
Almas en los bancos.
Hay una historia más lejana pero también, de alguna manera, española. Ocurrió en una parroquia de Alaska y así quedó escrita gracias al sacerdote jesuita leonés Segundo Llorente Villa, el misionero del Círculo Polar Ártico. El padre Llorente transcribió el testimonio de otro cura del que no sabemos el nombre, pero que el jesuita y luego congresista de los Estados Unidos dejó escrito que fue siempre un modelo de educación... y de cordura. Quizá fuera él mismo. Lo que aquel cura contó fue que al terminar la misa del gallo, cerró las puertas de la iglesia y se fue a dormir unas pocas horas. El despertador lo puso a las siete de la mañana para que le diera tiempo a recogerse una hora en la iglesia, él solo con Dios. Se levantó, se vistió y pasó por la sacristía. Allí apretó el interruptor que daba luz a la nave, abrió la puerta que comunicaba la sacristía con el altar y se quedó clavado, congelado en Alaska. Los bancos de la iglesia estaban llenos de gente, hombres y mujeres, ni un solo niño, que en completo silencio, sentados con decoro y sobriedad, miraban en dirección al sagrario. Cuando recuperó la voz, el sacerdote preguntó con voz trémula que quiénes eran y cómo habían entrado. Ninguna de aquellas personas se molestó en mirarle, ni siquiera cuando pasó junto a un grupo que en el mismo silencio sepulcral contemplaba el belén junto al sagrario. El sacerdote repitió: “¿Quiénes son?, ¿qué quieren?, ¿quién les ha dejado entrar?”. Solo entonces una mujer que estaba cerca de él dijo: “En Navidad pueden ocurrir las más extrañas cosas”. El sacerdote fue a la puerta y la encontró cerrada por dentro con la única llave que tenía en su bolsillo. Decidido a encontrar una respuesta, volvió para encararse con aquellos extraños, pero ya no había nadie.
Después de muchos años y meditaciones, esos padres jesuitas concluyeron que aquellos penitentes de esa parroquia en Alaska no se habían marchado, sino que eran almas del Purgatorio que seguían allí, que no eran visibles, pero que por alguna razón debían estar frente al sagrario y por alguna muy buena razón, quizá para que se contara, se dejaron ver por Navidad.
El pudín y la trinchera.
Tampoco el soldado inglés Frederick Heath, en el frente de batalla de la Primera Guerra Mundial, veía mucho desde la posición en la que estaba de guardia. Según escribió en un carta a su familia: “Las sombras fantasmagóricas se habían adueñado de las trincheras en aquella Nochebuena que se había cerrado pronto”. Heath escribe que su única preocupación en aquel momento era el frío, con su abrigo cuarteado y las manos llenas de escarcha. Afuera solo se oía el bramido lejano de los cañones franceses que castigaban a los alemanes en otro sector.
Salvo ese rumor, el silencio de la noche solo lo rompía la orden de algún oficial o el sonido de las carreras de los enlaces que se movían a toda prisa de puesto a puesto. En un momento, la luz de una bengala iluminó una posición alemana. Heath se frotó los ojos, que ya se habían acostumbrado a la oscuridad. A diez metros de aquella bengala, se encendió otra, y a diez metros, otra, y a diez metros, otra... A la misma velocidad que los alemanes encendían bengalas, los gritos de alerta de los centinelas ingleses recorrían la trinchera. ¿Qué querían hacer los alemanes? Alerta.
El soldado Heath gritó las órdenes como el resto y apuntó con la mirilla de su fusil en dirección a las líneas alemanas. El frente se había iluminado como una verbena de Tipperary.
De repente, una voz alemana gritó: “¡Soldado inglés, soldado inglés! ¡Feliz Navidad! ¡Feliz Navidad!”. Heath se sobresaltó y corrió el cerrojo de su fusil. Aquella voz animada estaba muy cerca. Entonces, el teutón volvió a gritar: “¡Soldado inglés!, ¡sal fuera! ¡Ven con nosotros!”. Los oficiales británicos ordenaron aguantar en la posición en completo silencio. La palabra “trampa” y “emboscada” corrió en un susurro a lo largo de las trincheras. Nadie dormía esperando el ataque.
Los ingleses cargaron sus fusiles mientras los alemanes gritaban y cantaban villancicos... Entre el humo del magnesio de las bengalas se vio a los alemanes levantarse de sus parapetos y salir a tierra de nadie. El soldado Heath recuerda que aunque el enemigo alemán era como una bandada de patos de feria, indefenso, agrupado e iluminado por sus propias bengalas, ni un solo inglés disparó. Los alemanes llegaron hasta la mitad del camino y rogaron a los ingleses que salieran. Los ingleses se miraban unos a otros, perplejos, expectantes... disciplinados.
Entonces, un oficial y dos soldados salieron de las trincheras británicas y fueron al encuentro de los alemanes. Tras el primer saludo, todos los ingleses salieron de sus agujeros. Los soldados cambiaron cigarrillos y hasta las abotonaduras de los abrigos: una corona real plateada a cambio de las doradas armas imperiales. Pero el regalo más apreciado, recuerda Heath, fue el pudin inglés de Navidad que los hambrientos alemanes devoraron primero con la mirada, y que luego, al probarlo, “les convirtió en amigos nuestros para siempre... Y tengo para mí que si hubiéramos tenido suficientes púdines, la Brigada 158 de Westfalia en pleno se habría rendido allí mismo de buen grado”.
La noche pasó entre risas, pasteles, cigarrillos y villancicos y cada uno volvió a su trinchera al salir el sol. Durante el resto del día de Navidad no hubo un solo disparo en aquel sector y sí protestas de amistad eterna. Y por la noche, ya el día 26 de diciembre de 1914, los ingleses dispararon a mansalva mientras los alemanes respondían con igual fiereza.
Hasta ahí el relato que el soldado Frederick Heath hace de aquella tregua jamás declarada. Años después, un grupo de historiadores quiso recuperar las cartas que los soldados escribieron aquel día a sus familias y conocieron que la tregua de Navidad jamás declarada por Estado Mayor alguno (pero sí muy rezada por el papa Benedicto XV, que había rogado a los contendientes que callaran las armas mientras los ángeles cantaban), había sido general. Una cosa extraña en el frente occidental de la guerra.
José Antonio Fúster/Alba
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