miércoles, 1 de diciembre de 2010

LA VIRTUD DE LA HUMILDAD


Ocurre que se da la impresión de que la virtud de la humildad ya no es de este tiempo.

El alma del hombre siente una irresistible inclinación a alcanzar un elevado ideal, un algo superior y elevado, por eso el hombre aspira a grandezas. Para alcanzar ese ideal existen dos caminos, el de la soberbia, que siguieron los ángeles rebeldes, Adán, algunos filósofos paganos, y tantos y tantísimos hombres, que cayeron en un estado miserable por dejarse arrastrar por el orgullo, comidos por la ambición de elevarse sobre los demás; y el de la humildad, por el que el hombre, como María y como Cristo, es ensalzado por Dios: "Porque miró la humillación de su esclava". "Dios ensalza a los humildes y abate a los soberbios". "El que se humilla será ensalzado, el que se ensalza, será abatido".

Santo Tomás estudia la humildad en la 2-2, 161, y dice: "La humildad significa cierto laudable rebajamiento de sí mismo, por convencimiento interior". La humildad es una virtud derivada de la templanza por la que el hombre tiene facilidad para moderar el apetito desordenado de la propia excelencia, porque recibe luces para entender su pequeñez y su miseria, principalmente con relación a Dios. Por eso para santa Teresa "la humildad es andar en verdad; que lo es muy grande no tener cosa buena de nosotros, sino la miseria y ser nada; y quien esto no entiende anda en mentira".

Fundamentos.
Los fundamentos de la humildad son la verdad y la justicia. La gloria de todo lo bueno que tiene el hombre, pertenece a Dios. Así dice San Bernardo: "Con un conocimiento verdaderísimo de sí el hombre se desprecia a sí mismo".

Pero la humildad no viene a negar cualidades verdaderas, sino a hacer fructificar los talentos (Mt 25, 14). Así como la fe es el fundamento positivo de la vida cristiana porque establece el contacto inicial con Dios, la humildad remueve los impedimentos de la vida divina en el hombre, que son la soberbia y la vanagloria que obstaculizan la gracia, dice Santo Tomás en la 2-2 161, 5. Por eso es el fundamento del edificio, "todo este edificio va fundamentado en humildad" nos dirá santa Teresa. La Humildad, que es el cimiento de todo el edificio, como escribió santa Teresa en las Moradas Séptimas 4, 9.

La humildad en la práctica.
«Sed humildes unos con otros» (1 Pe 5). Excelente manera de practicar la humildad se nos ofrece al tener que recibir la corrección. Hay que estar abiertos a la corrección fraterna. Que se nos puedan decir nuestras faltas sin que nos enfademos ni nos defendamos, sin que tratemos de justificarnos. Agradeciendo la corrección como una colaboración que nos prestan para mejorarnos. Quien bien te quiere, llorar te hará. Pero es más fácil que busquemos la compañía de los que nos adulan con su palabra o con su silencio en el que queremos interpretar su afecto hacia nosotros, su damos la razón y su dejarnos hacer lo que nosotros pretendemos. Es bueno que nos juntemos con quienes nos puedan enseñar. Será perjudicial que no queramos más que enseñar nosotros. Porque nos cerraríamos y pronto nos quedaríamos pobres, al no ensanchar más los horizontes.

Aprender de todos y manifestar que estamos aprendiendo. Confesar que aquello no lo habíamos entendido hasta hoy. Aceptar nuestra limitación no nos humilla sino que nos ennoblece. Pocas veces se está dispuesto a querer aparecer como ignorante en una materia y es propio de almas inmaduras querer dar la impresión de que se lo saben todo, y de que aquello ellos ya lo sabían. Y con ello, la sencillez: «Llaneza, muchacho, que toda afectación es mala», dice don Quijote a Sancho. Sencillez en el hablar, sencillez en el escribir, naturalidad en el trato, como en familia, como entre hermanos educados y amantes.

No sólo en palabras.
Pero la humildad va más allá de las palabras. No consiste ciertamente en hacer profesión de nuestra inutilidad, quedándonos por dentro la conciencia engañada por un deseo de no vernos tal y como realmente somos. Humildad ante Dios es un reconocimiento de la realidad de nuestro ser, de nuestra vida y de nuestros actos. Pero le cuesta a la naturaleza aceptarse tal cual es ansiosa, como está, de ser más de lo que se es.

Para ello y precisamente para ello, hay que empezar partiendo de ese ser y de ese carácter y de esa condición. Todo lo que no sea descender hasta ese bajo fondo, será poner parches y no llegar nunca a la eficacia de la evolución del carácter. Pero para las personas orgullosas por pasión dominante, es extremadamente difícil la corrección. Razón de más para que acepten la humillación.

Reparar.
Carácter altivo, genio fuerte, temperamento violento. Fallan. Caen. Se dan cuenta, cuando se dan, según la conciencia más o menos afinada, según el talento con exigencia de matizar y delicadeza.

Quieren arreglarlo. Se lo pide su conciencia y no viven en paz, ni pueden llevar presencia de Dios, ni pueden hacer oración.

Y llega el momento de la gracia. Y desean de veras arreglarlo. Pero desean arreglarlo, es decir, deshacer el entuerto, con el mínimo esfuerzo. Pondrán una sonrisa. Dirigirán la palabra suavizada. Dirán algo que pueda poner vaselina al chirriante arranque de genio... Pero no les vale. Porque se puede tratar de su formación. Y eso no sería formación, porque dejaría el mismo mal, pero encubierto. Podría servir para una política de convivencia fría y aparentemente pacífica. Pero no sirve para la virtud. Para la virtud, para adquirir la verdadera humildad, es necesaria una reparación clara. Una confesión sincera. Un reconocimiento de ese carácter. Mira, perdona, yo soy el primero en lamentarlo. Y no quiero ser así. Pero no puedo. Has de ayudarme. Un reconocimiento sencillo y humilde glorifica más a Dios y restablece la armonía social, y la eleva a mayor altura que la que tenía antes del destemplado arranque de genio. A eso hay que llegar. No debe el hombre creer fácilmente que es mejor de lo que es. Ni debe tener miedo de reconocer su limitación: A veces es sólo eso lo que hace falta. Que él lo vea. Y lo manifieste con llaneza. Ganará más puntos. Y se hará amable a Dios ya los hombres.

Crecimiento en la oración.
Y ese despego es necesario para que se desarrolle la vida de oración. Porque cuando se oye hablar de apegos y de desapegos inmediatamente las personas piensan en apegos a algo que está fuera de sí. No. El apego mayor, el que tarda más en desaparecer, es el apego al yo inferior. Más. Los apegos a lo exterior tienen su raíz en quien goza, o teme, que es el yo inferior. Ese despego del yo ha de venir como fruto de una sincera y desnuda oración. A la vez que potenciará la misma oración. Porque el desapego es limpieza y son los limpios de corazón los que ven a Dios (Mt 5, 8). Además, por ser la humildad el fundamento de todas las virtudes, y porque sin ella no puede darse verdadera vida cristiana, ha de ser deseada por todo discípulo de Cristo que quiera imitar las virtudes de su Maestro y dar al mundo un testimonio de vida convincente.

Conocimiento propio.
Para conseguir esta virtud, tan rara en el mundo, donde abunda la soberbia de la vida, es indispensable que se reflexione a menudo en lo que somos en el orden natural y en el sobrenatural. En aquél, miseria, ceniza, nada. En éste, pecadores e inclinados al mal y merecedores del eterno castigo. Frecuentemente nos manda la Iglesia recitar: «Humillémonos ante el Señor». «Reconozcamos nuestros pecados». Si pensamos en nuestros pecados nos humillaremos de verdad. Esta humildad transformará nuestras relaciones sociales al hacemos más comprensivos con los defectos de nuestro prójimo si pensamos que Dios nos ha perdonado tanto a nosotros (Mt 18,21-34). Esta humildad no nos dejará ver la paja en el ojo ajeno sino que nos centrará en la viga que tenemos atravesada en el nuestro (Mt 7,3). El reconocimiento verdaderísimo de nuestra vida conseguirá que nos veamos despreciables y viles a nuestros propios ojos. Esto nos llevará a confiar en Dios y a orar siempre para que fortalezca nuestra debilidad.

La humildad es también para hoy.
Pero hoy ocurre que se da la impresión de que la virtud de la humildad ya no es de este tiempo. La Iglesia antigua enseñó y vivió equivocadamente la virtud de la humildad. Pero en la Iglesia moderna ya no hay por qué ni enseñar ni vivir la humildad. Hoy la humildad se ha convertido en la propia estima. En nombre de un respeto sagrado a la personalidad, de un arrumbamiento fatal de todo lo que sea respeto, reverencia, sumisión..., se ataca desfavorablemente de palabra y de obra la virtud cristianísima de la humildad. ¡Cuántas asambleas, reuniones, conciliábulos, convocados, por otra parte, en el nombre de Cristo, han fallado por su base y han hecho daño y lo siguen haciendo, por la falta de humildad!...

Pero el Concilio no ha dicho eso.
Pero el Concilio no ha dicho eso. Ni siquiera ha soslayado el tema, como no queriendo tomar cartas en el asunto. Ha afirmado categóricamente la necesidad de que los cristianos vivan en humildad a ejemplo de Cristo. Oigamos lo que nos dice en la Constitución Dogmática sobre la Iglesia: «La Iglesia, enriquecida con los dones de su Fundador, observando sus preceptos de caridad, de humildad y de abnegación, recibe la misión de anunciar el Reino de Cristo y de Dios, de establecerlo en medio de todas las gentes, y constituye en la tierra el germen y el principio de este Reino» (Ibid. 5.)

Observando fielmente sus preceptos de humildad... Toda la Iglesia ha recibido de Cristo mandato de practicar la humildad y esto, como espontáneamente, como floración nueva de su Reino. No se puede construir la Iglesia sin humildad, porque sin humildad no hay espíritu "de Cristo, y los que no tienen el Espíritu de Cristo no son suyos (Rm 8,9). Su labor en la Iglesia será siempre infecunda. Un poco de movimiento exterior, un mucho parecer que hacen y acontecen, pero en realidad, no hacen nada. O hacen algo peor que nada, que es creer que hacen y que su acción es imprescindible. San Pablo tenía un miedo horroroso a los tales y así amonesta severamente a Timoteo que no elija a nadie para gobernar la Iglesia que sea neófito: «No neófito, no sea que, hinchado, venga a incurrir en el juicio del diablo» (1Tim 3,6). Es fácil y corriente que la inexperiencia, y la larga práctica de la virtud de que carece el recién converso, le ensoberbezca, le hipersensibilicen a cualquier aire de contradicción y tenga que sufrir por ello, él primero, y la Iglesia después, unas consecuencias que no se dieran de no haberle dado el espaldarazo del primer plano.

Sentir con Cristo.
Sigue el Concilio diciéndonos en qué estima tiene la virtud insigne de la humildad: «La Iglesia considera también la amonestación del Apóstol, quien, animando a los fieles a la práctica de la caridad, les exhorta a que sientan en sí lo que se debe sentir en Cristo Jesús, que se anonadó a sí mismo tomando la forma de esclavo..., hecho obediente hasta la muerte y por nosotros se hizo pobre, siendo rico. y como este testimonio e imitación de la caridad y humildad de Cristo habrá siempre discípulos dispuestos a darlo, se alegra la Madre Iglesia de encontrar en su seno a muchos, hombres y mujeres, que sigan más de cerca el anonadamiento del Salvador y la pongan en más clara evidencia, aceptando la pobreza con la libertad de los hijos de Dios y renunciando a su propia voluntad; pues esos se someten al hombre por Dios en materia de perfección, más allá de lo que están obligados por el precepto, para asemejarse más a Cristo obediente (42). Unida a la humildad nace la pobreza y la obediencia en las orientaciones conciliares.

El padre Lacordaire.
Y sin humildad, desengañémonos, no haremos nada. Grabemos bien esta convicción en nuestro espíritu para vivirla como necesidad vital de crecimiento en el mundo del espíritu, pues, según Lacordaire, es imposible llegar a nada en el cielo ni en la tierra sin la humillación y el dolor. De él declara Monseñor Bougaud que cuando él era joven sacerdote y el P. Lacordaire estaba en el apogeo de su gloria, le pidió que lo confesara. Ésta es la relación bajo juramento de Mons. Bougaud: «Voy, me dijo, a Toulouse con esperanza de fundar allí una casa de la Orden. Mil obstáculos se oponen, y será milagro que no fracase, Pero tengo un medio que ya me ha dado buenos resultados, y es inclinar al cielo humillándome. Por eso vengo a rogarle se digne oír, no ya mi confesión semanal (me confesé hace ocho días), sino la confesión de todos los pecados de mi vida desde la primera infancia». Comenzó y no faltaré al sigilo diciendo que me hizo relación de toda su existencia, declaración de todas sus culpas de niño, adolescente, sacerdote, religioso, con humildad arrepentimiento y fervor enteramente extraordinarios… Terminada la confesión, sin pedirme permiso, el Padre se postró a mis pies y los besó repetidas veces, llamándose miserable y declarándose merecedor de todo vituperio... Sacó unas disciplinas de fuertes correas y me pidió le diese cien golpes de disciplina. Ante mi resistencia, ¿me lo niega, Padre, hijo mío Aquella mirada, el acento puesto en las palabras nunca se me borrarán de la memoria. Tomé pues las disciplinas ya ello ¿por qué no? ¿Porqué impedir a aquel grande hombre ser aún más grande, humillándose voluntariamente? El P. Lacordaire era muy nervioso y muy sensible a los quince o veinte golpes, comenzó a exhalar un gemido profundo y dulce que duró hasta el fin…

Acabado este sangriento ministerio, se levantó, se echa mi cuello, me cubrió de caricias y de abrazos y, el seguida, desligando mis labios del sagrado sigilo de 1 confesión, me autorizó para recordarle sus culpas, decirlas a quien quisiere; y especialmente, cuando le encontrase, para echárselas en cara y tratarle cual merecí esto es con la disciplina, declarándome que me daba absoluto derecho de humillarle y castigarle siempre que yo quisiera» (Lacordaire, P. Chocarne, Ed. Difusión, Tucumán -Buenos Aires). El edificio de la vida espiritual todo ha de ir fundado en humildad. Por eso mientras más cercanos a Dios por la oración, más perfecta ha de ser esta virtud, y si no, va todo perdido. Todo el cimiento de la oración va fundado en humildad, y mientras más se abaja un alma y se empequeñece en la oración, más la ensalza Dios (Santa Teresa, «Moradas Séptimas», 4, 9.).

Dios abate a los soberbios y exalta a los humildes.
Si las almas no se determinan bien de veras a adquirir la virtud de la humildad, no hayan miedo que aprovechen mucho. Dios no las subirá mucho porque sabe que no hay cimientos, y exaltadas, la caída sería más ruidosa (Santa Teresa Moradas séptimas).

Y con ser tan necesaria esta virtud es la más difícil de alcanzar y la que más brilla por su ausencia incluso entre las gentes piadosas. ¡Cuesta tanto el desprendimiento de lo que más amamos, de nuestra voluntad, de los puntos de vista o criterios propios...!

¡Es tan arduo morir en nuestra más secreta intimidad! Aparecer ante los demás como humildes es relativamente fácil. Serlo de veras, matar el amor propio, enterrarlo bien enterrado muchos metros bajo la tierra, sobrepuja las humanas posibilidades. «Non oritur in terra nostra». La humildad no crece en nuestra tierra - dijo san Juan Berckmans.

Pedir la humildad.
Es necesario que pidamos a Dios este don tan principal, esta tan sublime gracia de la virtud egregia de la humildad. De Él viene todo lo bueno, y de Él nos ha de venir la humildad, y Él la concede a los que se la piden humilde y confiadamente. El Beato Dom Columba Marmión solía pedirla rezando estas preces humildes y que tanta paz dejan al que piadosamente las saborea:

Jesús, dulce y humilde de corazón, óyenos.
Jesús, dulce y humilde de corazón, escúchanos.
Del deseo de ser estimados, líbranos, Jesús.
Del deseo de ser amados, líbranos, Jesús.
Del deseo de ser buscados, líbranos, Jesús.
Del deseo de ser alabados, líbranos, Jesús.
Del deseo de ser honrados, líbranos, Jesús.
Del deseo de ser preferidos, líbranos, Jesús.
Del deseo de ser consultados, líbranos, Jesús.
Del deseo de ser aprobados, líbranos, Jesús.
Del deseo de ser halagados, líbranos, Jesús.
Del temor de ser humillados, líbranos, Jesús.
Del temor de ser despreciados, líbranos, Jesús.
Del temor de ser rechazados, líbranos, Jesús.
Del temor de ser calumniados, líbranos, Jesús.
Del temor de ser olvidados, líbranos, Jesús.
Del temor de ser ridiculizados, líbranos, Jesús.
Del temor de ser burlados, líbranos, Jesús.
Del temor de ser injuriados, líbranos, Jesús.
Oh María, Madre de los humildes, rogad por nosotros.
San José, protector de las almas humildes, rogad por nosotros.
San Miguel, que fuiste el primero en abatir el orgullo, rogad por nosotros.
Todos los justos, santificados por la humildad, rogad por nosotros.
¡Oh Jesús!, cuya primera enseñanza ha sido ésta: Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón, enseñadnos a ser humildes de corazón como Vos.

Cristo humilde.
Fortalecerá el deseo de ser humildes la amorosa Contemplación de Cristo humilde antes de nacer, en su nacimiento, en su vida oculta de Nazaret. Él es un pobre aldeano, un obrero manual, sin estudios en Academias ni Universidades, sin dejar traslucir un solo rayo de su divinidad. La humildad de Jesús en su vida pública. Escoge sus discípulos entre los más ignorantes y rudos; pescadores y un publicano. Busca y prefiere a los pobres, a los pecadores, a los afligidos, a los niños... Vive pobremente, predica con sencillez, enseña con ejemplos populares al alcance de la inteligencia del pues «Cristo no hizo alarde de su categoría de Dios. Tomó condición de esclavo pasando por uno de tantos» (Flp 2, 7). ¡Qué ridículos los pobrecitos hombres! Las condecoraciones, los halagos. Y, ¡pobre del que venga a quitárnoslo! Hemos de meditar mucho en la actitud de Cristo humillado. ¿Un Cristo escupido y tú te exaltas? Eso un contrasentido. La religión es humildad, amor, serio de los hombres hasta la cruz. También María, nos ayudará con su ejemplo y con su plegaria de Madre a conseguir la perfección de esta joya la humildad. (De mi libro CAMINOS DE LUZ).
Autor: Jesús Martí Ballester

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