En la liturgia de la Eucaristía, hay un momento muy especial.
Después de la consagración, acabado el canon y antes de entrar en el rito de la comunión, el sacerdote, levanta al mismo tiempo la patena con el cuerpo del Señor y el cáliz con su divina sangre y entona en latín o en lengua vernácula, unas breves palabras que en latín dicen:
¡Per ipso, cum ipso et in ipso. Per ipsum, et cum ipso, et in ipso, est tibi Deo Patri omnipotenti, in unitate Spiritus Sancti, omnis honor et gloria per omnia saecula saeculorum. Amen!
Traducidas estas palabras, ellas dicen: “Por Él mismo, con Él mismo, y en Él mismo” y continua el sacerdote diciendo: “Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos de los siglos. Amén”. Para mí estas breves palabras tuvieron desde mi juventud, un tremendo significado, pues ellas para mí, expresan la voluntad de entrega, que tiene la persona que oye la misa y se identifica con el sacerdote, en ese sublime momento. Esta voluntad de entrega se realiza simbólicamente en estas tres fases, expresadas por las tres preposiciones. Veamos.
“Por Él”, pues nada de lo que hagamos en este mundo, carece de valor a sus ojos, si es que no lo realizamos en función de nuestro amor a Él. En esta vida, nos guste o no nos guste estamos aquí convocados y obligados a trabajar en razón del mandato divino: “Comerás el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas al suelo, pues de él fuiste sacado. Porque polvo eres y en polvo te convertirás”. (Gn 3,19). La obligación de trabajar nos alcanza a todos, aunque haya algunos que su único trabajo consiste en estudiar la forma de no trabajar, cosa que nadie alcanza a pesar de lo mucho que se trabaje sobre ella. Pues bien, ya que tenemos que trabajar, tonto somos si no aprovechamos este trabajo sea el que sea, y hagámoslo en razón del amor a Dios para aprovecharlo. Toda actividad humana, realizada al margen del amor a Dios, espiritualmente hablando es tiempo perdido. Hagámoslo todo por Él, en razón del amor debido a Él.
“Con Él”, si no estamos con Él nunca llegaremos al Padre, porque ya sabemos que Él, es nuestro único camino para llegar al Padre. Son varias las manifestaciones que tenemos en los Evangelios en referencia a esta cuestión. Así el Señor nos dejó dicho: “A Dios nadie le vio jamás; Dios unigénito que está en el seno del Padre, ese le ha dado a conocer”. (Jn 1,18). También el Evangelio de San Mateo, podemos leer: "Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiere revelárselo”. (Mt 11,27). Y asimismo en el Evangelio de San Juan, además de lo leído anteriormente podemos leer: “Yo soy la puerta; el que por mi entrare se salvará, y entrará y saldrá y hallará pasto”. (Jn 10,9). No hay duda alguna, si queremos salvarnos y alcanzar la felicidad eterna, hemos de estar con Él, porque fuera de Él no hay posibilidad alguna de salvación.
“En Él”, es un algo mucho más importante y trascendente que el “por Él” o el “con Él”. Estar en el Él, es haber pasado las dos fases anteriores y haberse entregado ya plenamente a Él, sin reserva material ni mental de ninguna clase. Es participar ya de su gloria en este mundo, tener aquí abajo, el goce de un pequeño anticipo de la gloria que nos espera. Es el completo de la doxología que examinamos, pues ella, es un camino simbólico de llegar a la plenitud del amor a Dios. Estar en Él, es eso, es la plenitud alcanzada ya del amor a Dios, sin esperar a ser llamados para ir a la casa del Padre, alcanzada en esta vida. Solo la gozosa persona que alcanza esta meta, es la que puede decirnos o explicarnos algo.
Pero hemos de tener en cuenta, para comprender al Señor y tratar de entenderle, que Él parte de parámetros muy distintos de los nuestros. De entrada nosotros dada nuestra corta inteligencia sentimos la necesidad de uniformar todo, personas, actitudes conductas, etc… para poder comprender y dominar las razones, porque solo uniformando nuestra mente puede abarcar más. Él carece de estas limitaciones nuestras y ama la individualidad. Nos hizo a todos distintos unos de otros, en nuestros cuerpos, en nuestras caras, en todo lo que se refiere a nuestra configuración material, pero también, nos hizo igualmente diferentes en relación a nuestras almas, no existen dos almas gemelas, todas son diferentes y por ello a cada una le aplica normas de conducta y entendimiento desiguales y es por ello, que las experiencias espirituales, que nos pueden contar santos, santas, teólogos, o exégetas, solo tienen un valor relativo pues siempre son específicamente relativas a las experiencias del que las cuenta. El valor de todo lo que podamos leer sobre esta materia, es solo meramente genérico, pero nunca específico para aplicárnoslo a nosotros mismos, desde la A, hasta la Z.
Por otro lado, también hay que tener presente, que el Señor vive en la eternidad donde todo es al mismo tiempo, presente, pasado, y futuro, y en consecuencia todo está siempre presente en su mente, Él no tiene puesto como nosotros el dogal del tiempo que nosotros tenemos puesto. El concepto tiempo no funciona la mente divina. Nosotros, todos los que vivimos en esta época, todos los que somos contemporáneos, estamos acostumbrados al principio, de que a una acción corresponde de inmediato una reacción, y si esta no se produce enseguida pensamos que algo ha fallado. En los temas de carácter espiritual, en los que intervención divina es indudable, muchas veces nos desesperamos pues no vemos la esperada reacción a nuestra acción, y es que en los temas del Señor, hay que tener mucha paciencia y humildad.
La paciencia es otro factor a tener presente en nuestras relaciones con Dios. Y ello entre otras razones, porque nunca podremos llegar a alcanzar la paciencia que Él mismo tiene con nosotros. Henry Nouwen escribía diciendo: “La disciplina de la paciencia se practica en la oración y en la acción. A primera vista, puede resultar extraño que se vincule la oración con la disciplina de la paciencia. Pero no hay que detenerse a pensar mucho, para caer en la cuenta de que la impaciencia nos aleja de la oración”. La paciencia en el silencio y en la soledad, nos llevará siempre a la presencia de Dios, porque tal como afirman los eremitas, será entonces cuando el silencio se nos convertirá en la Palabra divina. En resumen tal como escribía San Alfonso María Ligorio: “Hay que llevar con paciencia, la lentitud de nuestra perfección, poniendo siempre de nuestra parte todo lo que podamos poner, para ir avanzando”.
En nuestra voluntad de entrega, hemos de tener en cuenta muchos factores entre los cuales hemos señalado estos tres. Esperemos continuar en otra glosa con este tema.
Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.
Juan del Carmelo
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