La verdad es real aunque en ocasiones no se vea y no la inventamos y si la inventamos nos engañamos...
Por más que algunos se empeñen en lo contrario, el sentido común enseña que la verdad es la coincidencia de lo expresado con la realidad. Más o menos así lo afirmaba Aristóteles diciendo que la única verdad es la realidad. Es cierto que esa realidad puede ser tangible, captable por los sentidos, o no. Por ejemplo, son reales nuestros sentimientos, las pasiones, los sufrimientos, etc. Todos nuestros pensamientos tienen una realidad aunque no se vean, los conceptos acuñados expresan la entidad de algo. Si se varía su significado, es necesario advertirlo para saber de qué hablamos pues, de no ser así, es imposible entenderse.
Nuestros hombres públicos gozan en ocasiones de escasa credibilidad porque, en sobradas ocasiones, lo que dicen no responde a la realidad o entran en el galimatías de lo ininteligible - tal vez deliberadamente - porque vacían el contenido de determinados vocablos, hacen regates al léxico común, se van por las ramas o, en aras de lo correcto políticamente, incurren en incongruencias o desatinos. O sencillamente mienten, sin caer en la cuenta de que nosotros no fabricamos la verdad, ni la poseemos, sino que, más bien, la verdad nos posee a nosotros. Ser poseídos por la irrealidad es engañarse y conducir a otros al engaño.
El respeto a la persona humana implica el respeto a los derechos derivados de su dignidad, entre otros, el de conocer la verdad en temas que le atañen como son generalmente todos los manejados por las autoridades públicas. Esos derechos son anteriores a la misma sociedad y fundan la legitimidad moral de la autoridad que, si los menosprecia o no los vive rectamente, minan su misma legitimidad. Es más, la mentira del político, por encima de la del ciudadano de a pie, destruye la confianza recíproca y hace muy difícil la vida social.
La verdad o veracidad -dice el Catecismo de la Iglesia Católica- es la virtud que consiste en mostrarse veraz en los propios actos y en decir verdad en sus palabras, evitando la duplicidad, la simulación y la hipocresía. Parece algo admisible por todos. La RAE llama veraz al que dice, usa o profesa siempre la verdad. Esa virtud es parte de la justicia que da al ciudadano algo debido. Si cualquier hombre debe honestamente la manifestación de la verdad a otro, en la medida en que tiene derecho, es obvio que esa honradez corresponde particularmente a quien rige la cosa pública.
Cuando asistimos entre el pasmo y la indiferencia a determinadas discusiones de nuestros políticos, y la verdad queda muy lejos de lo expresado en sus gestos o palabras, podemos apreciar una sensación de impotencia grande porque, como se suele decir, parece que están en "otra guerra", en unos juegos florales o dedicándose a guardar su puesto en lugar de velar por el bien común, que no se puede cuidar sino con referencia a la persona humana: es preciso entenderlo como "el conjunto de aquellas condiciones de la vida social que permiten a los grupos y a cada uno de sus miembros conseguir más plena y fácilmente su propia perfección", como afirmó el último Concilio. El bien común afecta a la vida de todos, y necesita ajustarse a las reglas de la razón, lo que, como decía Plutarco, es la verdadera libertad.
Autor: Pablo Cabellos Llorente
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