Esta exclamación la realizó Santa Teresa de Lisieux, en su libro “Historia de un alma”.
Cuenta esta Santa, también conocida por su nombre de advocación carmelita descalza, Santa Teresa del Niño Jesús y Doctora de la Iglesia, que andaba ella obsesionada con ser mártir de Cristo. Ella ambicionaba ocupar todas las vocaciones y en esa tesitura, se puso a leer las epístolas paulinas. Concretamente en los capítulos doce y trece de la primera carta a los Corintios, la santa leyó que todos formamos parte del Cuerpo de Cristo, y el que está llamado a ser brazo, no puede ser al mismo tiempo ojo del cuerpo. También leyó, que: “Ciertamente, hay diversidad de dones, pero todos proceden del mismo Espíritu. Hay diversidad de ministerios, pero un solo Señor. Hay diversidad de actividades, pero es el mismo Dios el que realiza todo en todos. Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo”. (1Co 12,4-6). No le satisfizo plenamente, estos pensamientos e ideas y siguió leyendo. Nos dice la santa que encontró una consoladora exhortación en la frase: “Ambicionad los carismas mejores. Y aún os voy a mostrar un camino excepcional”. (1Co 12,31).
Comprendió Santa Teresa que la Iglesia tiene un cuerpo resultante de la unión de varios miembros y que el nexo de unión de este cuerpo lo constituye el amor, que solo el amor es el que impulsa a obrar a los miembros de la Iglesia. Y sigue diciendo la santa: “El amor encierra todas las vocaciones”. El amor es el todo, lo abarca todo, lo llena todo, lo mismo los tiempos que los lugares, para ella el amor es eterno. Por esto ella exclamó gozosa. ¡Mi vocación es el amor!
Y así es, y cada uno de nosotros deberíamos de preguntarnos: ¿Cuál es mi vocación? ¿Soy feliz en ella? Tenemos que considerar que existen dos clases de vocaciones: Una es la referente al orden material, al trabajo que realizamos en esta vida. La segunda es la de orden espiritual. Si examinamos la primera veremos que ella es mucho más compleja que la segunda y es que todo lo referente al orden del espíritu, y esencialmente al Señor, se caracteriza por la simplicidad. Somos nosotros los que somos los reyes de lo complejo, porque el pecado auspiciado por el maligno, todo lo enreda.
En la vocación de orden material, son pocos los que se encuentran felices porque trabajan en un algo que les gusta, y si ello es así, jamás lo será durante todo el transcurso de su vida terrenal, por la sencilla razón de que somos criaturas inconstantes, eternamente insatisfechas y ello fue lo que le hizo exclamar a San Agustín: “Señor, estamos hechos para Ti, y mi corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”. Jamás podremos ser plenamente felices en esta vida, quizás tengamos momentos o épocas más dulces que otras que nos amargan, y ello es porque estamos hechos para gozar de una eterna felicidad que desconocemos.
Solo sabemos que existe, otra clase de felicidad plena que desconocemos en que consiste porque nuestra razón y los sentidos de nuestra alma nos lo dicen, pero ningún ser viviente la ha experimentado jamás y nos la han explicado. Existen almas muy queridas de Señor que en determinados momentos, Él les ha querido entreabrir muy ligeramente la cortina que nos cierra la visión de lo que nos espera, y así tenemos las palabras de San Pablo que escribió: “Sé de un hombre en Cristo, el cual hace catorce años, si en el cuerpo o fuera del cuerpo no lo sé, Dios lo sabe, fue arrebatado hasta el tercer cielo. Y sé que este hombre, en el cuerpo o fuera del cuerpo del cuerpo no lo sé, Dios lo sabe, fue arrebatado al paraíso y oyó palabras inefables que el hombre no puede pronunciar”. (2Co 12,2). Y estas palabras de San Pablo, que dan complementadas, por aquellas otras que también les dirigió a los Corintios pero en la primera epístola y que dicen: “Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni la mente del hombre, pudo imaginar, cuales cosas tiene Dios preparadas para los que le aman”. (1Co 2,9).
Es la vocación de orden espiritual, la que realmente nos debe de preocupar, porque ella a diferencia de la material o terrena, que es efímera, ella es eterna y lo que es aún más importante, sin límite alguno en su crecimiento. Y esta vocación es la del amor. El P. Suarez escribe diciendo: “El descubrimiento de la vocación personal es el momento más importante de toda existencia de una persona. Hace que todo cambie sin cambiar nada… Nadie ha vivido tan alegremente como los santos; nadie, tampoco, ha gozado más de la vida, que entonces se torna apasionante como un bello poema o una grandiosa sinfonía. Todos los sucesos y acontecimientos ocupan ahora su verdadero sitio: entendemos a donde quiere conducirnos el Señor, y nos sentimos como arrollados por ese encargo que se nos confía”. Y al mencionar el término “vocación”, que nadie entienda que me estoy refiriendo a la vocación religiosa, sino, esté uno casado o soltero, a la personal relación que cada uno debemos de descubrir en referencia a nuestra actitud y amor hacia Dios.
Escribe Thomás Merton diciendo: “Para mí, ser santo significa ser yo mismo. Por eso el problema de la santidad y de la salvación es, en realidad el problema de llegar a saber quién soy yo y descubrir mi verdadero ser. Los árboles y los animales no tienen problema. Dios los ha creado tal como son sin consultarles, y ellos están plenamente satisfechos. Pero en nuestro caso es diferente. Dios nos deja libres para ser lo que queramos ser. Podemos ser nosotros mismos o no, según deseemos. Somos libres, para ser reales o irreales. Podemos ser verdaderos o falsos: la elección es nuestra… Nuestra vocación no consiste simplemente en ser, sino en trabajar junto con Dios en la creación de nuestra vida, nuestra identidad, nuestro destino. Esto significa que no debemos de existir pasivamente, sino en participar activamente en Su libertad creadora, en nuestra vida y en la vida de los otros, eligiendo la verdad. O mejor dicho, somos llamados incluso a compartir con Dios la obra de crear la verdad de nuestra identidad”. Y esto es así, ya que santificarse quiere decir deificar, divinizar. Ser santificado es ser transformado en Dios por el mismo Dios. Ya que a esto hemos sido convocados, a ser personas únicas transformadas en Dios por el mismo Dios. Tal como Nemeck F. K. y Coombs M. T. acertadamente nos lo explican.
Para el gran teólogo dominico del Angelicum de Roma, Garrigou-Lagrange: “Los santos son seres tomados por Dios poseídos por Él. Se ha señalado muchas veces, que: la santidad aparece bajo tres formas bastantes distintas, que corresponden a tres gracias predominantes, y que tienden acercarse, como caminos que, conducen a la cima de la montaña, responden a tres grandes deberes para con Dios: conocerle. Amarle y servirle”. Y yo invito a todo, a que reflexionemos si tratamos de conocerle, tratamos de amarle, y tratamos de servirle. Cualquier camino es bueno y Él nos quiere ver situado en uno de ellos, escojámosle y entreguémonos con ardor en su recorrido.
Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.
Juan del Carmelo
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