lunes, 18 de octubre de 2010

MI SUFRIMIENTO, GLORIFICA AL SEÑOR


El comprender la razón justificativa del porqué del sufrimiento, es un algo que no está al alcance de todo el mundo. Y sin embargo es esta una cuestión que todo el mundo se plantea.

Pero antes de entrar de lleno en este tema, hemos de aclarar la terminología que empleamos. Para ello tenemos que ver, que el dolor es el origen o la fuente donde nace, tanto el sufrimiento como la mortificación. Sin dolor no hay sufrimiento ni mortificación. Tanto el sufrimiento como la mortificación, tienen su fuente de generación en el dolor; se sufre porque se tiene dolor; una persona se mortifica, porque busca el dolor. El sufrimiento producido por el dolor se puede aceptar o no, porque su origen es involuntario, mientras que el dolor producido por la mortificación es un dolor siempre aceptado, porque su origen es voluntario. Por lo tanto, la mortificación es el dolor producido y aceptado por la persona humana, mientras que el sufrimiento se produce por un dolor de origen involuntario, que puede ser aceptado o no.

Al ser humano, muchas veces lo que más difícil le suele resultar, es comprender y sobre todo aceptar, no tanto el dolor en sí, que le produce el sufrimiento, como no saber su porqué. El dolor en sí mismo, causa a veces menos sufrimiento que el hecho de no entender su sentido. No hay peor prueba que la de la inteligencia cuando ésta se topa con los porqués sin respuesta. Un ejemplo claro de esto, lo tenemos en las medicinas que el doctor nos receta, necesitamos saber por qué hemos de ingerirlas y los efectos que ellas tendrán. No obstante hay que reconocer que hay personas que su fe en el doctor es tan grande que ni pregunta ni parpadean y se toman sin rechistar las medicina y a pies juntillas cumplen todas las indicaciones que el doctor les recomienda. Para la mortificación o para el sufrimiento voluntariamente aceptado, también se necesita fe. Fe en el Señor, en saber que su sufrimiento buscado, es decir, su mortificación, tiene una gozosa justificación, cual es la de ofrecérsela al Señor, como prueba de amor, aunque Él no la haya solicitado.

La Madre Angélica escribe diciendo que: Si buscas en el mundo la respuesta a la cuestión de porque sufrimos, volverás con las manos vacías. El mundo no puede darte ninguna razón para nuestro sufrimiento. Por ello nos contentamos compadeciéndonos de nosotros mismos, dando puñetazos contra las paredes o desahogándonos con nuestros vecinos. Como colectivo, no llevamos muy bien nuestro sufrimiento”. Levantar los ojos y mirar hacia Cristo crucificado es la única respuesta que tenemos los que creemos en el Señor, a la cuestión del porqué del sufrimiento. De espaldas al amor del Señor, es imposible comprender el misterio del sufrimiento, porque solo en los sufrimientos del Señor en la cruz podemos encontrar la respuesta que buscamos.

La única respuesta que el Señor ha dado al misterio del sufrimiento es su solidaridad inquebrantable con los hombres que aman a Dios. Y ese es también el camino que nos ha mostrado a nosotros, porque el Señor no tiene otras miras sobre el hombre, que un proyecto de amor y de salvación. Ahora bien, y aquí reside el misterio, este proyecto del Señor no elimina directa ni totalmente el sufrimiento. Lo asume para transformarlo en vida y en victoria. Así recogen esta idea tres textos paulinos con singular concordancia: Porque ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo. Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así que, ya vivamos ya muramos, del Señor somos. Porque Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de muertos y vivos”. (Rm 14,7-9). Nosotros somos portadores del sufrimiento y de la muerte a la que nadie escapa y por ello escribe San Pablo: “Llevamos siempre en nuestros cuerpos por todas partes el morir de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo. Pues, aunque vivimos, nos vemos continuamente entregados a la muerte por causa de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal”. (2Cor 4,10-11). En el tercer texto nos dice San Pablo: Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia”. (Col 1,24). Expresado de otra forma, se nos dice que el que sufre en unión con el Señor no solo recibe su fuerza, sino que completa lo que todavía le falta a la pasión del Señor. Sufrir con Cristo encierra, pues, una fuerza creadora y corredentora, tal como afirma el cardenal Danneels.

En una alocución pronunciada el 24 de marzo de 1979, dijo el Papa Juan Pablo II: El sufrimiento es también una realidad misteriosa y desconcertante. Pues bien, nosotros cristianos, mirando a Jesús crucificado encontramos la fuerza para aceptar este misterio. El cristiano sabe que después del pecado original, la historia humana es siempre un riesgo; pero sabe también que Dios mismo ha querido entrar en nuestro dolor, experimentar nuestra angustia, pasar por la agonía del espíritu y el desgarramiento del cuerpo. La fe en Cristo no suprime el sufrimiento, pero lo ilumina, lo eleva, lo purifica lo sublima, lo vuelve válido para la eternidad”. La alocución, no puede ser más esclarecedora.

También Juan Pablo II en su encíclica Veritatis splendor, se refiere al valor testimonial que tiene el sacrificio, y a la obligación que tiene el cristiano de ofrecer un testimonio de coherencia, al decir que: Si el martirio es el testimonio culminante de la verdad moral, al que relativamente pocos son llamados, existe no obstante un testimonio de coherencia que todos los cristianos deben estar dispuestos a dar cada día, incluso a costa de sufrimientos y de grandes sacrificios”.

El sufrimiento es un duro privilegio que Dios, regala a algunas almas escogidas por Él y para Él. Si hemos sido escogidos por Él, no nos podemos negar al sufrimiento, porque negarnos al sufrimiento, sería negarnos al amor de Dios y si nos negamos al amor, negamos a Cristo. No hay que olvidar que el valor expiatorio del sufrimiento en el alma humana, nace del amor. El valor del sufrimiento, a los ojos divinos, radica esencialmente en el amor. Este para ser válido ha de ser soportado en el amor a Dios, es decir en comunión con el mismo Dios, que aceptó nuestra humana condición y se sometió por los todos los hombres, al sufrimiento de la muerte en la cruz.

No somos lo suficientemente conscientes, de que los sufrimientos y las adversidades nos convienen, ni comprendemos ni queremos aceptar, que este es una realidad, que nos glorifica, en cuanto nos hace partícipe de los sufrimientos divinos en la cruz. Todo nos viene de Dios y nada de lo que Él nos envía o permite es para nuestro mal. El abad Vital Lehodey, escribe: La adversidad es una mina de oro de donde se pueden sacar las más sublimes virtudes y méritos inagotables”. Y Luis de Blosio hace siglos, también escribía: Recibe con amor, como si fuesen regalos que Dios te envía con mucha estima, todas las adversidades, ya vengan del cielo, o de los elementos, o del demonio”. Porque el sufrimiento humano, tiene el valor de ser una forma de compartir con Cristo sus sufrimientos, ya que si queremos resucitar con Cristo, previamente hemos de vivir con Cristo, tomando cada uno su cruz y siguiéndolo: “…, si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga”. (Mt 16,24).

El sufrimiento bien llevado es una fuente de nuevas gracias para el alma escogida. Santa Teresa de Lisieux, manifestaba: Un sufrimiento bien sufrido merece la gracia de un sufrimiento más. Es decir, la santa carmelita de Lisieux, estaba ansiosa de recibir sufrimientos y aunque nos parezca asombroso, hay almas en las que su amor al Señor es de tal tamaño, que suspiran por recibir sufrimientos para poder compartirlos con Él. Para el hermano Marista Pedro Finkler, el sufrimiento soportado por amor a Dios puede ser incluso más meritorio y más útil para la salvación del mundo, que lo puedan ser las inefables alegrías de una profunda vida de oración contemplativa.

Pidamos a Dios, que nos haga comprender que nuestros sufrimientos son signos inequívocos de su amor a nosotros, porque es sabido que el camino hacia Dios pasa por el sufrimiento, tal como nos viene a decir San Pablo, en su segunda epístola a Timoteo: El camino de la perfección pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual. (2Tm 4,5),

Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.
Juan del Carmelo

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