Decía el párroco del Santo Cristo de la Misericordia en la misa de esta tarde que si hicieran un ranking de santos, San Francisco se llevaría la palma, pues nadie ha inspirado a más gente, órdenes, y movimientos varios que el “poverello" de Asís.
Me acordé entonces de un libro que nunca me cansaré de leer y releer, “El suicidio de San Francisco”, de Santiago Martín.
Aún siendo una novela sobre el momento en que el hijo de Bernardone recibió los estigmas de la pasión y no una vida detallada, se puede decir que el libro es una de las escasísimas hagiografías que nos cuenta el proceso de santidad de un santo, en vez de alabar a tontas y a locas sus mil virtudes y milagros desde la cuna materna hasta la muerte.
Dice Santiago Martín en el prólogo:
“Nos encontramos ante un hombre corriente, como cualquiera de nosotros, que, enfermo, ve llegar el final de sus días y tiene entre las manos el fracaso de su obra. Ese hombre resuelve su problema por la vía de la unión con Dios. Supera la desesperación, la depresión, haciendo uso de las armas de que disponía, armas que son asequibles a todos: la oración, la confianza, la fe, el amor. Y ahí reside precisamente lo mejor de su ejemplo, “lo que nos era hurtado mediante muchas de las biografías precedentes”: que se puede vencer el sufrimiento, la angustia, las ganas de morir e incluso de quitarse la vida, con ayuda de Dios y con confianza en Dios”.
¿Se imaginan un San Francisco abatido, deprimido, derrotado y desesperanzado?
Eso es lo que describe magistralmente Santiago Martín, intentando reconstruir en su novela lo que Francisco hubo de penar, depuesto de la dirección de su orden y viendo cómo otros estropeaban lo que Dios le había inspirado.
Mi pasaje preferido es cuando por fin Jesús se encuentra cara a cara con el de Asís, en el monte Averna, y le conmina a que suelte lo que lleve dentro, a que le hable como a un amigo de lo que le pesa en su corazón, de lo que tiene que echarle en cara a Dios.
Y es entonces cuando San Francisco alivia su corazón, y su amargura, y su depresión; y es ahí donde el Señor le pide la santidad, pues esa tristeza y ese hundimiento vienen de algo que no le había entregado a Dios.
Y es que, bajo el pretexto de la santidad, la humildad y la aceptación, pocas veces luchamos con Dios lo suficiente. Estoy seguro de que si fuéramos más hijos y más amigos de Dios, tendríamos que dejarnos de beateríos y decirle que a veces no le entendemos, sobre todo cuando más escuecen los embates de la vida.
Eso hace Francisco en la novela, con mucha reticencia al principio, y el resto de la historia la sabemos, pues Jesucristo le concede identificarse con El mediante las llagas de su pasión, en lo que es la cumbre espiritual de un hombre tan hondamente derrotado que no le queda más remedio que la humildad de acogerse a Dios.
Hasta el santo que reconstruía la Iglesia, que vivía la perfecta alegría de dejarse apalear y menospreciar por amor de Dios, que predicaba en paños menores y se lanzaba a la nieve desnudo para mortificar sus pasiones, necesitó de un momento de bajón y de caída antes de que Dios le aupara a la santidad definitivamente.
Y es que la santidad no es otra que vivir, morir y resucitar con Cristo, que a fin de cuentas es lo que nos sirve para la vida eterna, y lo demás son tonterías, por muy beatas que suenen…
Por eso yo me quedo con el San Francisco que pinta Santiago Martín en su libro, porque me parece un santo genuino, de carne y hueso, y no de yeso y de cartón como los que nos hemos acostumbrado a ver en las hornacinas de las iglesias.
Gracias Francisco por ser una luz para tantos y una estela a seguir…ojalá siga siempre habiendo pobres como tú en la Iglesia, capaces de creerse de Dios todo y nada de ellos mismos…
P.S. Una curiosidad, decían el otro día en la fiesta de San Pio de Pietrelcina que era el único sacerdote que había recibido los estigmas de la pasión. San Francisco de Asís era diácono, muy a su pesar pero lo era. Dado que los diáconos son parte del orden sacerdotal, habría que concluir que él fue el primero, antes que el Padre Pío…
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