No es pérdida de tiempo preguntarnos si estamos en un camino correcto.
Comer o estudiar, dormir o leer, caminar o quedarnos en casa, llamar por teléfono o escribir un mensaje electrónico, dar un consejo a un amigo o dedicar unos momentos a la oración: cada uno de nuestros actos nacen del interior del alma, de los deseos, sueños, temores, esperanzas que albergamos en el corazón.
Detrás de cada uno de los cientos de actos que ejecutamos cada día, hay un deseo de conquistar algo bueno, de acercarnos a una meta, provisional o definitiva, que nos aparte del dolor y nos conduzca hacia la felicidad.
Para algunas corrientes psicológicas, nuestras acciones obedecen simplemente a leyes que regulan el sistema nervioso, las hormonas y otras dimensiones de nuestro sistema biológico, hasta el punto de que estamos determinados a realizar algunos actos y a dejar de lado otros.
Otras teorías, de tipo sociológico, consideran que es la sociedad (familia, lugar de trabajo, estado, administraciones públicas) quien, a través de presiones más o menos explícitas, y con leyes escritas o con normas consuetudinarias, orienta lo que hacemos, lo que compramos, lo que vemos, lo que amamos.
Hay quienes han pensado que ni las estructuras biológicas ni las presiones sociales son suficientes para explicar nuestras opciones, sino que todo depende pura y simplemente de nuestra libertad absoluta, hasta el punto de que podríamos, en cualquier momento, odiar lo que antes amábamos y amar lo que antes odiábamos. Nuestras acciones, en esta perspectiva libertaria, serían totalmente indeterminadas e imprevisibles, según los movimientos profundos y los deseos cambiantes de los corazones de cada uno.
Platón y Aristóteles, y con ellos otros filósofos del pasado y del presente, encontraron la causa decisiva de nuestros actos en el diálogo que se establece entre la inteligencia y la voluntad, sin olvidar que también los influjos externos tienen su importancia y llegan a condicionar en mayor o menor medida nuestras decisiones.
Con el pensamiento, vemos, analizamos, juzgamos el mundo en el que vivimos, las personas que nos rodean, los mismos movimientos interiores de nuestra alma y de nuestro cuerpo. Con la voluntad, que dialoga y escucha al pensamiento, tomamos decisiones, según lo que creemos que es bueno, que es útil, que es provechoso, que nos ayuda, que ayuda a los demás.
Es cierto también, recordaban Platón y Aristóteles, que existen en nosotros movimientos pulsionales, pasiones y sentimientos, que llegan a ofuscar nuestra inteligencia y a debilitar nuestra voluntad, o que encadenan nuestro corazón a apegos y dependencias (alcohol, sexo, droga, dinero, caprichos de todo tipo) hasta el punto de limitar enormemente las posibilidades de un pensamiento equilibrado y de una voluntad madura y fuerte.
Nuestras acciones nacen, por lo que vemos, desde muchas presiones, entre muchos conflictos internos o externos, con la ayuda (o las trabas) que ejercen otros sobre nosotros.
En este día voy a realizar actividades de diverso tipo. ¿Por qué las realizo? ¿Qué busco en cada acción que escojo? ¿O tengo que reconocer que a veces me dejo esclavizar por presiones sociales, complejos personales, recuerdos que me llenan de temores? ¿Soy capaz de construir la propia vida desde esperanzas buenas y sobre ideas bien fundadas?
La mirada sobre las propias acciones ayuda a comprender hacia dónde vamos, qué es lo que amamos, con qué pensamientos decidimos cada uno de nuestros pasos.
No es pérdida de tiempo preguntarnos si estamos en un camino correcto, si avanzamos hacia metas realmente valiosas, si conocemos el bien verdadero, el único que sacia los corazones y que nunca termina.
Para los cristianos, ese bien no es un objeto, no es un espectáculo, no es una experiencia pasajera. Ese bien se llama Dios, y es una Persona, un Padre y un Amigo Salvador. Por Él vale la pena empezar cada día con la ilusión de sembrarlo de actos buenos, de vivir con la mirada y el corazón dirigidos hacia Dios y hacia los hermanos.
Autor: P. Fernando Pascua
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