Las relaciones humanas, están siempre condicionadas en razón de la conducta propia y de la conducta del los demás.
Siempre pensamos que la nuestra, es la conducta correcta, incluso aunque esta no lo sea, y si no lo es, nos la auto justificamos enseguida dándonos nuestras propias razones, que creemos son monolíticas para proceder como procedemos, porque nuestra falta de humildad no nos permite otro panorama. Y lo que es peor en este proceder, es que llegamos a la conclusión de que los demás actúan como nosotros actuamos. Viene aquí a cuento, el viejo refrán español que dice: “Se cree el ladrón, que todos son de su misma condición”. Hemos de reconocer que aunque nos creamos buenos, los hay siempre mucho mejores que nosotros y aunque nos creamos que amamos al Señor, los hay a nuestro alrededor otros muchos desconocidos, que lo aman mucho más que nosotros, aunque nosotros pensemos que somos el que más le amamos y subestimemos a los demás por juzgarlo conforme a lo que los ojos de nuestra cara nos muestran.
Leí una vez una historia, no sé si real o imaginaria, pero desde luego es posible que haya sucedido y también merece la pena pensar que posiblemente nos podía haber sucedido a nosotros, o al menos a mí. La historia comienza así: Una vez una joven tenía que tomar un avión para realizar un largo viaje, tomó con anticipación el correspondiente billete en una agencia de viajes y cuando llegó el día del vuelo, también con anticipación, se presentó en el aeropuerto, facturó su equipaje quedándose con el bolso de mano, paso el control de policía equipajes y como tenía tiempo fue a comprarse unas revistas para el vuelo, al paso que vio junto a las revistas unos apetitosos paquetes de galletas, así que además de las revistas también compró un paquete de galletas, pagó la compra y fue a sentarse al lado de la sala de embarque para esperar que llamasen a su vuelo. Cuando se sentó dejó a su lado el bolso, las revistas y el paquete de galletas más allá del cual, estaba sentado un señor enfrascado en la lectura de un libro, que no le prestó atención. Ella cogió una revista y también se puso a leer.
Cuando llevaba unos minutos ojeando la revista, se acordó de las galletas, cogió el paquete lo abrió y tomo una dejando el paquete abierto donde estaba, entre ella y el señor del libro. Entonces el señor del libro alargó la mano y sin mirar cogió otra galleta del paquete. Ante este gesto nuestra amiga se sintió irritada por este comportamiento, pero como era tímida de naturaleza, no dijo nada, contentándose con pensar: ¡Que cara más dura! A partir de este momento, cada vez que ella cogía una galleta, el señor del libro hacia lo mismo. Ella se iba enfadando cada vez más, pues como todo ser humano tenía una capacidad de auto encendido. Todos la tenemos, unos saltan por pequeñeces, otros aguantan mucho, pero la procesión va por dentro, y casi estos últimos son peores, pues cuando saltan después de mucho aguantar lo hacen con más furia.
Cuando solo quedaba una galleta, pensó: ¿Y ahora qué va a hacer este imbécil? El hombre cogió la última galleta, la partió en dos y le dio la mitad a ella. ¡Bueno, esto ya era el colmo! y no pudiendo aguantar más su enfado, en un arranque de genio, cogió sus revistas y sus cosas y salió disparada hacia la sala de embarque. Embarcó en seguida, con el malestar de haberse tragado la ofensa de la que se sentía víctima, y molesta consigo misma, por no haber tenido el arranque de cantarle las cuarenta a ese caradura.
Enfrascada en el mal humor, que le proporcionaban los recuerdos de su timidez, casi no se dio cuenta de que el avión había despegado ya y estaba en el aire, así que una vez que se soltó de cinturón de seguridad, cogió su bolso para seguir con la lectura de las revistas y olvidarse del tema que la había puesto de tan mal humor. Pero al abrir el bolso y sacar las revistas, vio con gran sorpresa que su paquete de galletas estaba intacto dentro del bolso. Las galletas que había estado comiendo eran de otro paquete propiedad de aquel señor, que no le había dicho nada cuando se estaba comiendo sus galletas. No comprendía como se había podido equivocar..., pero realmente se había equivocado. Había olvidado que guardó su paquete de galletas en su bolso. ¡Y ahora se sentía tan mal! Aquel señor, que ya no era aquel imbécil, había compartido con ella sus galletas sin ningún problema, sin rencor, sin explicaciones de ningún tipo..., mientras que ella se había enfadado tanto, pensando que había tenido que compartir sus galletas con él.... y lo peor es que ya no tenía ninguna posibilidad de dar explicaciones ni de pedir excusas.
Nuestra amiga viajera, adoleció de dos defectos: El primero fue el de precipitarse a juzgar sin más, sin pensar nada más que en ella misma, ni pensar en los demás. En general juzgamos a los demás sin pararnos a considerar las razones que los demás tienen para proceder como proceden en sus conductas, lo único que tenemos en cuenta es lo que a nosotros nos molesta de esa conducta. En el Kempis podemos leer: “El hombre apasionado convierte el bien en mal y es propenso a creer siempre a la ligera en lo malo. El hombre bueno y pacífico, trata de mirar las cosas desde el mejor ángulo”. La disposición interior del alma de una persona, determina siempre el juicio sobre las cosas o sobre los demás. Es decir, lo ya dicho antes, pensamos de nuestro prójimo, según lo que somos nosotros mismos, o en otras palabras, se cree el ladrón que todos son de su misma condición. Si Dios nos juzgase a nosotros en la forma que nosotros juzgamos, no quedaríamos nadie disponible para alcanzar el cielo.
El segundo fallo de nuestra amiga se refiere a la falta de paciencia. La paciencia es la capacidad que tenemos o al menos debemos de tener para padecer y soportar los males que recibamos. Desde un punto de vista práctico, San Agustín nos la describe así: “Es aquella virtud por la que toleramos los males, con igualdad de ánimo, también para abandonar con ánimo igual los bienes presentes porque alcanzaremos otros mejores”. Paciencia para I. Larrañaga, significa, saber tomar conciencia de que la naturaleza humana, es así. Hay que comenzar por aceptarla, tal cual es, para no asustarse cuando los resultados no sean proporcionales a los esfuerzos o cuando los efectos hayan sido extrañamente imprevisibles.
La paciencia nos pide vivir cada momento de nuestra vida en su plenitud, estar completamente presentes para cada uno de nuestros momentos, saborear el aquí y el ahora, estar donde estamos. Cuando estamos impacientes, tratamos de escaparnos de donde estamos. Nos comportamos, como si lo real, fuera a suceder mañana, más tarde o en otro lugar. Seamos pacientes y confiemos que el tesoro que buscamos, está escondido debajo del suelo que estamos pisando, nos dice Henry Nouwen. Como consecuencia de su inmensa paciencia, Dios nunca tiene prisa y siempre actúa lentamente, tanto en la espera de que nos convirtamos, como para atender nuestras peticiones, si es que está dispuesto a concedérnoslas, porque crea, que ellas serán provechosas para nuestra futura felicidad.
Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.
Juan del Carmelo
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