lunes, 7 de junio de 2010

¿QUÉ TIENES PARA OFRECERLE A DIOS?


No sólo de lo que nos sobre, sino de aquello que nos cuesta, de lo que no tenemos en abundancia.

Nuestro tiempo, nuestra inteligencia, nuestro esfuerzo, nuestros talentos, nuestro dinero, nuestra salud y vitalidad, nuestro amor. ¿Acaso algo de esto es nuestro? No, nada, absolutamente nada. Todo es de Dios, proviene de Dios. Nosotros mismos no somos nada, sin Dios. No perduramos un instante sin Su Voluntad de que sigamos vivos. Pongámoslo en claro, si Dios no contuviera la acción del mal sobre nosotros bajo la forma de enfermedad y penurias de todo tipo, pues nada seríamos. Todo lo que tenemos pertenece a Dios, que es el Creador y Único dueño de todo lo que vemos, de todo lo que somos.

De este modo, la pregunta en realidad debiera ser ¿Qué tienes para devolverle a Dios? Porque de El provienen todas las Gracias, materiales y espirituales, todo lo bueno que somos o tenemos. Cuando desarrollamos un talento, con esfuerzo, no hacemos más que sacar a la luz algo que Dios puso en nosotros mismos, como potencial. Cuando tenemos éxito laboral o profesional, y acumulamos dinero y bienes, gozamos de la Gracia de Dios que recompensa de éste modo el trabajo digno, bien hecho, con honestidad. Cuando caminamos y vivimos lozanamente, con salud y vitalidad, gozamos de la bondad del Señor que quiere que seamos parte de la maravillosa obra que El creó, en armonía y perfección.

Y sin embargo, qué miserables que somos. Empezando con nuestro tiempo: lo desperdiciamos en mil cosas vanas, como reuniones sociales, o simple distracción frente a un televisor o una revista. Y cuando dedicamos un minuto a nuestro Jesús, nos sentimos como si El hubiera arrancado una parte importante de nuestra vida. Medimos cada minuto que dedicamos a Dios, ya sea a través de la caridad y ayuda a los demás, como a la oración, o a estudiar y crecer en el conocimiento de Sus cosas. Y humanamente nos ufanamos de lo hecho, queremos crédito y reconocimiento, como si Jesús no mereciera le donemos toda nuestra vida, en agradecimiento por tanto amor recibido.

También somos miserables con nuestro dinero: lo malgastamos en mil cosas vanas, ropas, salidas, cigarrillos, artefactos electrónicos de la más moderna y reciente tecnología, adornos y construcciones pasajeras. Mientras tanto, si ponemos un peso en la caridad lo miramos como si fuera un millón. ¡Cómo voy a poner tanto! No medimos con la misma vara el dinero que derrochamos, que el que donamos al Señor y a Sus hermanos, los que lo necesitan. Cuando viene a nuestra alma la idea de hacer alguna obra de caridad, estalla la pregunta en nuestro interior: ¿cómo voy a gastar tanto? Las dudas afloran de inmediato: mi esposo jamás justificaría que regale este dinero, mientras compramos ropas y zapatos carísimos sin musitar, o gastamos nuestro dinero en costosos cortes o teñidos de cabello. O también: mi esposa pensará que estoy loco si derrocho este dinero en obras de caridad, mientras fumamos como sapos o compramos finos zapatos o ropas sport. ¡Que grandes miserias anidan en nuestra alma!

Y nuestro esfuerzo: no somos capaces de dedicar nuestro sudor a ayudar a tantos niños necesitados, pero sí a nuestros propios hijos, por los que damos todo. Para unos si, para otros no. Un regalo de Navidad, un juguete, es para nuestros hijos la obligación de que sea lo mejor. Para otros niños pobres y humildes, con algo hecho o comprado así nomás, es suficiente. ¿Qué saben estos niños, de todos modos, de lo que es bueno, de lo que es perfecto o costoso? Ponernos a trabajar, para dar algo bueno a los demás, parece tiempo y esfuerzo desperdiciado. ¿Cómo voy a perderme tantas horas, o noches hasta tarde, si estoy tan ocupado u ocupada? Quizás pienso esto, mientras contamino mi alma mirando televisión o caminando por decimonovena vez por el corredor del mismo shopping mall.

¿Qué puedo devolverle al Señor, de todo lo que Él me ha dado? Esa es la pregunta. No sólo de lo que nos sobre, sino de aquello que nos cuesta, de lo que no tenemos en abundancia. Nos debiera dar vergüenza el tener tanto pero tanto, comparado con otros, y disfrutarlo sin más. Sin pensar en agradecer, en devolver, en compartir. ¡Qué egoístas que somos! El Señor sufre con nuestros corazones que están tan cerrados. Miremos hacia arriba, hacia el Cielo, y veamos Sus Ojos húmedos, que suplicantes nos piden: Dame tu amor, dáselo a los que no tienen, comparte Mis Gracias, sé un ejemplo de Mi infinita Bondad, Mi entrega, Mi Misericordia. ¿Acaso no ves cómo te amo?
Autor: Oscar Schmidt

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