El deseo divino es que vivamos el presente.
El pasado jamás nos retornará, por mucho que pensemos en él nunca volverá, lo hemos perdido ya no lo tenemos, solo conservamos el recuerdo. Del futuro hay que ser conscientes de que nunca lo adivinaremos, nunca sabremos qué es lo que va a pasar, ni si lo que venga, nos beneficiará o nos perjudicará, pensando no lo vamos averiguar y solo hay que confiar en el Señor y estar seguros de que lo que pase, sea lo que sea, siempre será lo que más nos convendrá aunque ni ahora ni entonces lo comprendamos, porque el Señor siempre quiere lo mejor para nosotros. Lo que ocurre, es que lo que Él entiende como lo mejor, la mayoría de las veces nosotros no lo vemos así. El Señor lo que quiere de nosotros es que confiemos en Él y que vivamos el presente siempre con alegría.
Nunca debemos de permitir que la tristeza del pasado o el miedo que nos pueda crear el futuro, nos estropee la alegría de vivir el presente, pues el Señor nos quiere siempre alegres y si somos creyentes sobrados motivos tenemos para ello. ¿Acaso no es suficiente el saber que somos hijos de Él? ¿Que nos ama con verdadera locura a todos y con especial predilección a ti lector y a mí, que escribo estas líneas? ¿Es que acaso Él no nos está esperando, para recibirnos cuando nos llame y darnos unos goces, que desde aquí abajo nunca podremos imaginar? El profeta Nehemías nos dice: “Nunca os aflijáis, porque la alegría en Dios es vuestra fortaleza” (Neh 8,10). Por su parte el profeta Joel nos dice: “No Temas, suelo, jubila y regocíjate, porque Yahvé hace grandezas. No temáis, bestias del campo, porque ya reverdecen los pastizales del desierto, los árboles producen su fruto, la higuera y la vid dan su riqueza. ¡Hijos de Sión, jubilad, alegraos en Yahvé vuestro Dios! Porque Él os da la lluvia de otoño, con justa medida, y hace caer para vosotros aguacero de otoño y primavera como antaño. Las eras se llenarán de trigo puro, de mosto y aceite virgen los lagares rebosarán. Yo os compensaré de los años en que os devoraron la langosta y el pulgón, el saltón y la oruga, mi gran ejército, que contra vosotros envié. Comeréis en abundancia hasta hartaros, y alabaréis el nombre de Yahvé vuestro Dios, que hizo con vosotros maravillas. ¡Mi pueblo no será confundido jamás! Y sabréis que en medio de Israel estoy yo, ¡Yo, Yahvé, vuestro Dios, y no hay otro! ¡Y mi pueblo no será confundido jamás!” (Jl 2,21-27).
El obispo Sheen señala que: “La alegría consiste en la deliciosa sensación de que se ha alcanzado un bien y gozado de las perspectivas de la ventaja que ello puede producirnos. Puede haber alegrías naturales y alegrías espirituales”. Pero son la espirituales las auténticas, porque lo espiritual es eterno mientras que lo material es caduco. La alegría no es una virtud, declara Santo Tomás, sino el acto, el fruto de una virtud, y es muy importante saber esto, pues significa que a la alegría no se llega directamente. La alegría y la felicidad no se derivan de las cosas que conseguimos o de las personas que conocemos, sino que la crea el alma misma cuando nos olvidamos del propio ego. El ego es siempre insaciable si no está dirigido. Ni indulgencias ni honores aquietan sus anhelos. Siempre pide más música o vino más fuerte en los banquetes de homenaje. O los titulares grandes en los periódicos. La plena dicha solo es comprendida por aquellos que se han negado algunos placeres legítimos para obtener alegrías más tarde. El cardenal Ratzinger a estos efectos y en referencia al ego y a la alegría, escribía: “El combate contra el propio egoísmo -”Negación de sí mismo"- conduce a una alegría interior inmensa y lleva a la resurrección”.
Si nos detenemos a pensar y nos fijamos sosegadamente, repararemos en que el origen de nuestras tristezas no está en nuestra vida espiritual, no es allí donde se encuentra, sino en la vida corporal y material. La vida espiritual centrada en el amor a Dios, nos fortalece en el combate con nuestras preocupaciones materiales y en la medida en que más amemos a Dios, mayor será nuestra alegría, y por ende nuestra fortaleza para ese combate. San Pablo nos recomendaba reiteradamente: "Alegraos siempre en el Señor; de nuevo os digo: alegraos” (Flp 4,4). Los problemas, las contradicciones, los agobios de nuestra cruz en este mundo no le fueron ajenos a ningún santo, es más se diría que Dios más de una vez se ensañó con ellos, aumentándoles el tamaño y el peso de su cruz, pero de ninguno de ellos se puede decir que fuese un santo triste. La alegría es una constante en la vida de santidad, porque el que camina firmemente en esa senda sabe muy bien que lo que le espera es mucho mejor que lo que ahora tiene. Dios nos quiere contentos y felices, porque resulta imposible estar unidos a Él y no participar de su inmensa alegría. Dios es amor y solo amor, tal como reiteradamente nos señala San Juan y en la esencia del amor se encuentra la alegría y es para la alegría, para estar alegres es para lo que nos ha creado Dios.
El Santo cura de Ars, decía que: “Siempre florece la primavera en el alma unida a Dios”. Y el alma que está unida a Dios ora y cuando ora la alegría de Dios se le mete en su vida de oración. Y esto es así, porque tal como escribía Jean Lafrance: “La paz y la alegría son señales de la acción de Dios en ti. Si gozas de una paz duradera, y de una verdadera alegría, puedes decir que los proyectos que acompañan a tus sentimientos interiores son queridos por Dios, pues el Espíritu Santo obra siempre en la alegría la paz y la dulzura. Si por el contrario, estas triste, desanimado e inquieto puedes suponer que el proyecto formado está inspirado probablemente por la carne o por el espíritu del mal”. También en este mismo sentido Henry Nouwen escribía: “La alegría es uno de los signos más convincentes de que trabajamos en el Espíritu de Jesús. Jesús siempre promete alegría, como la de una madre después de dar a luz (Jn 16,21); una alegría que nadie puede arrebatarnos (Jn 16,22); una alegría que no es de este mundo sino que es participación en la alegría divina; una alegría que es completa (Jn 15,11)”.
Si perseveramos en la oración diaria, día a día nos iremos identificando más con Cristo y alcanzaremos una auténtica oración de entrega a Él, que al final nos conducirá a la alegría de ser y sentirnos hijos de Dios. Si sentimos ese goce y alegría en la oración, se generará entonces en nosotros un ardiente deseo, de amar más a Dios, de quererse uno abrasar en el fuego de su amor.
La alegría espiritual, no la que es producto de de la diversión y los goces mundanos, es un estado del alma y está muy relacionada con la virtud de la Esperanza. La alegría es en la persona que por este mundo camina, una consecuencia de la esperanza. Si se tiene esperanza se está alegre; donde no hay esperanza hay desesperanza, y donde hay desesperanza, hay tristeza. Y es además un don de Dios., porque toda alegría se recibe de Dios. Cuando se la desea, es necesario buscar la identificación con el Señor por medio de la oración, por ello en nuestras oraciones no hemos de dejar de pedirle a Él este don que es un signo de estar enamorados de Él.
Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.
Juan del Carmelo
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