Es esta una pregunta, que más de uno se hace, sobre todo cuando ya se tiene una avanzada edad.
Pero no pensemos que esta es una pregunta que solo se hacen los viejos, y empleo el término viejo porque lo soy, no me ofende y estoy satisfecho de serlo; sino que también se hacen esta pregunta personas en la madurez, y he conocido el caso de más de un adolescente, que mentalmente pensaba como un viejo sentado en un parque o en la mesa camilla de su casa esperando la muerte. Cuando la muerte no se la debe de esperar uno, porque ella llegará cuando Dios lo crea oportuno, y mientras tanto hay que vivir hasta el último momento trabajando en el amor a Dios, como si nunca nos fuésemos a morir, sin perjuicio, de que algunos deseen cuanto antes llegar a contemplar el rostro de Dios.
Si yo fuese sicólogo, cosa que no soy y sin tener en cuenta ninguna otra consideración de orden espiritual, creo que posiblemente diría, que esto es lo propio de un estado de depresión. Pero contemplando esto, desde un punto de vista espiritual, resulta que cuando nos faltan horizontes en la vida, cuando carecemos de ilusiones o cuando ya hemos probado todo y estamos hastiados, porque nada de lo que hemos probado nos ha satisfecho, ya que nada de lo que hay en esta vida puede satisfacer plenamente al hombre, es entonces cuando nos preguntamos: ¿Pero, qué hago yo aquí? A esta persona le falta la óptica espiritual, solo miran con los ojos de su cara y los del alma los tienen llenos de legañas, como casi todos nosotros.
Antes de seguir adelante con estas consideraciones, quiero contar una pequeña historia que viene al caso: Hace años a uno de mis hijos cuando tenía unos diez u once años de edad, se le murió su perro y como esta experiencia ya la he vivido personalmente, muchas veces a lo largo de mi vida, le di la única solución que es la que tiene el problema para mitigar el dolor de la muerte de su perro, y que consiste en aplicar el principio de que: Un clavo saca a otro clavo. Así que lo monté en el coche y lo llevé a un criadero de perros que conocía en la afueras de Madrid. Había allí una perra con sus cachorros recién destetados, de la raza que estábamos buscando. Mi hijo escogió el cachorro que más le gustaba y el dueño del criadero entró en la jaula para cogerlo y entregárselo a mi hijo. Él lo acogió amorosamente en su brazos y empezó a acariciarlo, el pobre cachorro, sin comprender nada de lo que estaba pasando y viendo que le separaban de su madre y hermanos, empezó a gimotear, y entonces el dueño del criadero que nos conocía y sabia del amor a los perros que había y hay en la familia, exclamó: ¡A este idiota de perro le acaba de tocar la lotería y todavía no se ha enterado!
Más o menos, esto es lo que nos pasa a los humanos, cuando nacemos y encima tenemos la suerte de hacerlo dentro de una familia, que se ocupa de bautizarnos y formarnos en el amor a Dios. Nos toca la lotería y no nos enteramos y lo que es peor, muchos se mueren sin enterarse. Ellos y todos hemos sido creados para una eterna felicidad, que jamás podremos alcanzar en esta vida y nos emperramos en buscarla aquí, incluso al precio de poner en evidencia o sacrificar la felicidad que nos espera. Nuestra vida consiste en tener que atravesar un puente que nos lleva de una orilla a la otra y somos tan absurdos que nos empeñamos en quedarnos a vivir en la mitad del puente e inclusive edificamos nuestra casa en mitad del puente. Nos ha tocado la lotería y no nos enteramos de nada; queremos resolverlo todo por nuestra cuenta sin contar para nada, con el tremendo amor que nos tiene el que nos creó.
No desarrollamos nuestra vida espiritual, y con las legañas que tenemos en los ojos del alma no vemos nada. No somos conscientes del amor que Dios nos tiene, y que todo, absolutamente todo lo que nos pasa está dispuesto o permitido por Él, con la finalidad de que obtengamos la mayor gloria posible en la eterna felicidad que nos espera. Aunque no lo comprendamos, si Él nos retiene aquí abajo es siempre para nuestro bien, lo mismo que también es para nuestro bien, el que nos llame antes de lo que nosotros quisiéramos, por razón del apego que tenemos a todo lo que tenemos aquí abajo en el puente que estamos atravesando.
¿Qué, qué haces tú aquí abajo? Pues algo muy fundamental para tu futura vida allí arriba, si es que quieres llegar allí. Cumples con la voluntad de Dios, y tú no eres quien para cuestionar lo acertado o desacertado de esa voluntad. Él siempre quiere lo mejor para todos y cada uno de nosotros, aunque no lo veamos ni lo comprendemos. Lo que nos pasa es que somos como el perro de mi hijo, somos tontos por no decir que somos retrasados mentales. A lo largo de mi vida he conocido unos cuantos listos, más bien pocos y ninguno de ellos se tenía por listo. También he conocido infinidad de tontos y cretinos y tampoco ninguno de ellos se tenía por tonto o cretino. En unos casos la humildad y en los más la soberbia, nos impide conocernos a nosotros mismos.
Nos tocó la lotería cuando fuimos creados, por Dios, nuestros padres respondiendo a un impulso divino concibieron nuestros cuerpos, pero para ser personas necesitábamos tener alma, y esta solo nos la insufló Dios con su aliento. En el Génesis podemos leer: “Entonces Yahvé Dios formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente” (Gn 2,7). A partir de ahí, siempre hemos sido protegidos y mimados por el amor de Dios a nosotros, un amor que hasta a los propios ángeles los tiene maravillados y se preguntan: ¿Pero que tienen los hombres para que Dios los ame de esa manera, hasta el punto de dar su vida humana por ellos?: “Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para todo el que crea en El no perezca, sino que tenga la vida eterna; pues Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para que juzgue al mundo, sino para que el mundo sea salvo por El” (Jn 3,16-17). Y nosotros, con excepción de unos pocos, muy pocos locos que van por el mundo locamente enamorados de Él, le correspondemos a su amor pegándole patadas en las espinillas.
Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.
Juan del Carmelo
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