miércoles, 5 de mayo de 2010

II: LA "CONTRADICCIÓN DE LOS BUENOS"


Es una de las contradicciones más desconcertantes que pueden sufrir los hombres de Dios.

¡Mala señal!
La llamada "contradicción de los buenos" es una de las contradicciones más desconcertantes que pueden sufrir los hombres de Dios, porque proviene del interior de la propia Iglesia y la llevan a cabo personas de fe, convencidas habitualmente de la bondad de sus actuaciones.

Produce la confusión de personas bienintencionadas, con frecuencia miembros de la Jerarquía eclesiástica. "Ellos no les parece que van contra Dios - escribía Santa Teresa - porque tienen de su parte los prelados".

Pero no por desconcertante esta contradicción deja de ser habitual, sobre todo en los comienzos de las instituciones eclesiásticas, del tipo que sean.

Milcent recuerda que cuando Juana Jugan tenía recogidas sólo doce ancianas, "al lado de muchas simpatías, tuvieron ya entonces algunas críticas muy acerbas".

Esas críticas procedían habitualmente de personas piadosas. "Contradicción de buenos, hijas - comentaba san Enrique de Ossó -. ¡Una obra sin contradicción, mala señal!" Apuntaba el Fundador de la Compañía de santa Teresa de Jesús que la mayoría de las instituciones de la Iglesia han padecido, de un modo u otro, esta contradicción. "Uno de los mayores trabajos era el que había padecido que es contradicción de buenos", decía san Pedro de Alcántara de santa Teresa de Jesús.

Un ejemplo de "contradicción de buenos" es el que protagonizó Manuel Santaella, el buen sacerdote que tanto hizo sufrir a santa María Micaela, porque se creyó durante algún tiempo las numerosas falsedades que se contaban de la Santa.

"Se creyó las calumnias que se dijeron de mí - escribía la Santa -, me trató muy mal en una ocasión y le perdoné. Cuando se desengañó de que era falso lo que se decía de mí, sentía no poder resarcirme los perjuicios y disgustos".

Santa Micaela alude en su Autobiografía a muchos de estos detractores, que con frecuencia se arrepentían: "Fui a las arrepentidas al ver qué querían - escribe aludiendo a Sor Regis, una religiosa que la difamó duramente durante una época -: pedirme perdón, en la plaza pública para reparar tantas calumnias y perjuicios causados; les dije que yo todo lo había sufrido por Dios".

Pidiendo perdón por tener razón.
No le fue fácil a santa Teresa, como recuerda en el Libro de la Vida y el Libro de las Fundaciones, llevar a cabo la reforma carmelitana. Le llovieron insultos, penalidades y contradicciones de todo tipo.

"Yo digo a vuestra reverencia - le escribía a la M. María de San José, de Sevilla, el 22 de octubre de 1577 - que pasa aquí en la Encarnación una cosa que creo que no se ha visto otra de la manera. Por orden del Tostado vino aquí el provincial de los calzados a hacer la elección, ha hoy quince días; y traía grandes censuras y descomuniones para las que me diesen a mí voto".

"Y con todo esto a ellas no se les dio nada, sino como si no las dijeran cosa votaron por mí cincuenta y cinco monjas, y a cada voto que daban al provincial, las descomulgaba y maldecía y con el puño machucaba los votos y les daba golpes y los quemaba. Y déjolas descomulgadas ha hoy quince días y sin oír misa ni entrar en el coro, aun cuando no se dice el oficio divino, y que no las hable nadie, ni los confesores ni sus mismos padres".

"Y lo que más cae en gracia es que otro día después de esta elección machucada volvió el provincial a llamarlas que viniesen a hacer elección, y ellas respondieron que no tenían para qué hacer más elección, que ya la habían hecho. Y de que esto vio, tornólas a descomulgar y llamó a las que habían quedado, que eran cuarenta y cuatro, y sacó otra priora y envió al Tostado por confirmación".

"Ya la tienen confirmada y las demás están fuertes y dicen que no la quieren obedecer sino por vicaria. Los letrados dicen que no están descomulgadas y que los frailes van contra el concilio en hacer la priora que han hecho con menos votos. (...) No sé en que parará".

Aquello "paró" en una contradicción que alborotó a toda Castilla. "Son tantas las cosas - escribía la Santa - y las diligencias que ha habido para desacreditamos, en especial al Padre Gracián y a mí (que es adonde dan los golpes) - le escribía a D. Teutonio de Braganza, Arzobispo de Evora - y digo a vuestra señoría que son tantos los testimonios quede este hombre se han dicho, y los memoriales que han dado al rey y tan pesados (y de estos monasterios de descalzas) que le espantaría a vuestra señoría, si lo supiese, de cómo se pudo inventar tanta malicia".

El nuncio Sega la calificó de "fémina inquieta y andariega, desobediente y contumaz" y dijo “que los monasterios que he hecho - le comentaba la Santa al P. Hernández - ha sido sin licencia del Papa ni del general, mire vuestra merced qué mayor perdición ni mala cristiandad podía ser".

Era tal el clima de animadversión que cuando la Santa quiso fundar el convento de San José, tanto el clero como otras órdenes religiosas comenzaron a atacarla violentamente: "sacerdotes, monjas y frailes - escribe Marcelle Auclair en su biografía de la Santa - se sentían amenazados por este tipo de iniciativas, sobre todo en tiempos de necesidad y pobreza crecientes. ¿No había ya en Ávila conventos más que suficientes para tener que repartir las limosnas todavía con otros?"

"En la iglesia de Santo Tomás, un predicador la tomó con ella durante un sermón y se puso a tronar contra ciertas monjas que ‘si salían de sus monasterios a fundar nuevas órdenes era para sus libertades’, añadiendo otras palabras tan pesadas que doña Juana (su hermana) estaba afrentada y haciendo propósitos de irse".

Y esto no fue más que una anécdota en el conjunto de contradicciones - "cuchilladas las llamaba la Santa -, y trabajos que acompañaron la vida de Teresa de Ávila.

"La Madre - escribe Auclair - observaba con sus calumniadores una línea de conducta digna y prudente; juzgaba que no convenía dejarse atacar, salvo cuando era posible ignorar los insultos. Ocultaba, pues, a sus adversarios, siempre que podía, que conocía sus malas artes. Pero el Rector de la Compañía había arremetido directamente contra ella y no quiso sacrificar su dignidad de una hija de Nuestra Señora, aunque pidiendo perdón humildemente por tener razón".

"Jamás creeré - escribía la Santa - que por cosas muy graves permitirá Su Majestad que su Compañía vaya contra la Orden de su Madre, pues la tomó por medio para repararla y renovarla, cuanto más por cosa tan leve. (...) De este Rey somos todos vasallos".

Nueve meses de prisión.
A raíz de parecidas incomprensiones san Juan de la Cruz fue llevado, a mediados de diciembre de 1576, con los ojos vendados, hasta un convento toledano de los carmelitas calzados.

Allí fue juzgado, declarado rebelde y contumaz por defender la reforma carmelitana y condenado primero a una cárcel conventual y más tarde a una que se creó especialmente para él: un antiguo retrete de seis pies de ancho y diez de largo, sin ventana, empotrado en la pared, que tenía, por todo mobiliario, unas tablas y dos mantas viejas.

En ese lugar inhumano soportó los fríos invernales de Toledo y los calores del verano. "Todos nueve meses - escribe santa Teresa - estuvo en una carcelilla que no cabía bien, cuan chico es, y en todos ellos no se mudó la túnica, con haber estado a la muerte". Y concluía la Santa: "tengo una envidia grandísima".

Las penalidades que envidiaba santa Teresa - con esa lógica singular de las almas santas - eran aquellos padecimientos que sufrió su "medio fraile" - como le llamaba con humor, por su baja estatura -, durmiendo en el suelo, entre insultos, amenazas y castigos, sin higiene alguna, con un cubo pestilente para sus necesidades que le producía náuseas, enfermo, despreciado e insultado por todos.
Como fruto de aquella estancia, san Juan de la Cruz nos dejó, aparte de su perdón para los que le encarcelaron, su Cántico espiritual y las canciones de su Noche obscura, dos hitos de la lírica universal.

Ninguna Cruz, ¡qué cruz!
Algunos santos manifestaron su desconcierto –junto con su aceptación rendida a la Voluntad de Dios- ante estas pruebas, provocadas precisamente por hombres de Iglesia. "¿Es posible que se trate así a un sacerdote en un seminario?", se preguntaba san Luis María Grignion de Monfort al recordar el trato que recibió en París por parte de algunos eclesiásticos.

Esa exclamación no era una queja, sino la sorpresa de un hombre de Dios, que no entendía cómo un sacerdote como él podía, haberle tratado de aquella manera.

Recordemos la historia. San Luís María había llegado a París, después de un fatigoso viaje a pie, pidiendo limosna, como era su costumbre, en el mes de julio de 1702, después de que las calumnias lo hubieran expulsado, por segunda vez consecutiva, de un Hospital de Poitiers.

Las murmuraciones fueron más veloces que el Santo en llegar a la capital, donde "sus heroicidades - como comenta el biógrafo - estaban consideradas como extravagancias". Apenas se presentó ante M. Brenier, Superior del Seminario, éste, temeroso de que la presencia del Santo fuera a comprometer su reputación, le despidió, delante de todos, con cajas destempladas.

Se quedó en el más completo desamparo, sin dinero, sin vivienda y con los pies llagados. No sabía dónde ir. Fue a visitar a un viejo amigo suyo, Leschassier, que se encontraba en compañía de otros eclesiásticos. La acogida no fue más cordial. Leschassier le recibió - escribe Blain, condiscípulo del Santo - "con gesto helado y desdeñoso, y le despidió altaneramente, sin querer hablarle ni oírle. Yo, que me hallaba presente, me sentí cortado y sufrí no poco ante la humillación que estaba viendo. En cuanto a él, la recibió con su dulzura y modestia acostumbrada".

Su segundo viaje a París, en otoño de 1703, no fue más halagador, como se deduce de una carta que escribió a María Luisa Trichet, el 24 de octubre de 1703, en la que le pedía oraciones: "Otra razón por la que insisto en que la alcanzaré (la divina Sabiduría) - comentaba san Luis María - son las persecuciones de que he sido ya objeto y las que de continuo me llegan día y noche".

Las tribulaciones se sucedieron sin cesar a lo largo de su vida, y la mayoría provinieron de eclesiásticos. Algunos sacerdotes jansenistas le denunciaron al Obispo de Saint Maló, también de tendencia jansenista, que le prohibió que predicara en toda la diócesis.

Tuvo que marcharse a la diócesis de Nantes, donde ni siquiera sus logros apostólicos como misionero lograron detener la campaña de bulos y patrañas contra su persona, que el Santo juzgaba siempre desde una óptica sobrenatural: Que se me calumnie, que se me ridiculice, que se haga jirones mi reputación, que se llegue a encarcelarme! ¡Qué preciosos dones!".

Por esa razón, cuando en alguna misión apostólica, como en la de Vertou, le faltaba la murmuración, llegaba a inquietarse: Esto va demasiado bien! La misión no será fructuosa. Ninguna cruz, ¡qué gran cruz!".

Durante la misión de Ponteacheau no tendría ocasión de inquietarse. Había emprendido la construcción de un gran Calvario. Era una obra gigantesca, en la que trabajaron quinientos obreros venidos de toda Europa: y ya se alzaba sobre el monte un gran cono sobre el que se pondría una gran Cruz y las estatuas de la Virgen, de San Juan y de la Magdalena. Al cabo de quince meses de duro trabajo la construcción estaba casi acabada.

Pero el día anterior a su inauguración llegó un aviso del Obispado en el que se negaba la bendición. Ante una actitud tan incomprensible fue a visitar al Prelado, que le explicó que unos antiguos enemigos suyos le habían denunciado ante el mariscal comandante de Bretaña, acusándole de que estaba levantando una especie de fortaleza en la que podían atrincherarse los ingleses en caso de desembarco.

El Obispo no le dijo lo más grave: que la acusación había llegado hasta el Rey Luis XIV, y éste había dado la orden de demoler todo el conjunto. Además, el Obispo le prohibió ejercer su ministerio en toda la diócesis. Poco tiempo después el Santo se enteró de la noticia de la demolición.

Ante esta situación, el Santo se retiró a hacer unos Ejercicios espirituales con el Padre Prefontaine. Éste recordaba, al cabo del tiempo, que su calma y su serenidad "y aun la alegría que se reflejaba en su rostro, a pesar de un golpe para él tan aplastante, me lo hicieron mirar entonces como a un santo". Pero no era ésta la opinión general. Incluso personas como Leschassier, que cambiaron de actitud, no llegaron a desterrar del todo sus prejuicios sobre el Santo: "El Sr. Grignion es muy humilde, muy pobre, muy mortificado, muy recogido – comentaba - y a pesar de todo, me cuesta creer que tenga buen espíritu".

Santa María Micaela. Con casi todo el clero madrileño en contra.
Hace dos siglos santa Micaela, la Fundadora de las Esclavas del Santísimo Sacramento y de la Caridad, tuvo que enfrentarse con la hostilidad del clero madrileño casi en su conjunto. Esto le producía un intenso desasosiego espiritual. "Como el Clero, en general – escribe -, desaprobaba mi obra, y éstos eran los de más fama por su piedad y posición, no sólo me hacía daño con la gente de fuera, sino yo no sabía qué pensar y me hería el corazón de un modo cruel a lo sumo; y en verdad me hacía pasar las horas al pie del altar desecha en llanto: - Señor, si no te sirvo a ti, ¿a quién sirvo en una vida tan amarga y llena de continuos sacrificios? -¡A mí sí, a mí!, sirves - sentía yo en el fondo de mi alma como un bálsamo que curaba mi dolor".

"La mayor parte del Clero de Madrid le era hostil - cuenta un testigo presencial - y los que menos la ofendían la creían ilusa; otros, la calificaban de beata hipócrita".
Esa hostilidad contra la Santa se manifestó de muchos modos y llegó hasta la agresión física: en una ocasión un sacerdote llegó a abofetearla.

Esto sucedió a primeros de agosto de 1849, como relata un testigo presencial, Juan García Rodríguez. El biógrafo Barrios Moneo - siguiendo la costumbre usual - no cita el nombre del ofensor, aunque en otras biografías ya aparece. Santa Micaela le insistía para que confesara a una enferma, a lo que este sacerdote se negó, diciéndole, como consigna un relato redactado antes de su beatificación:
-"Todo esto sucede porque no hay quien la domine
-Domíneme usted si quiere, le contestó la Venerable.
Y entonces el sacerdote le dio una bofetada, recibida la cual dijo la Venerable de un manera suave:
-“¿Está Vd. contento?”
-Sí, señora - contestó él.
-Pues yo, satisfecha; confiéseme usted"
Durante años este mismo clérigo la insultó en público comparándola con otras religiosas:
-"¿A quién queréis seguir - preguntó a las colegialas de la Institución que regía la Santa -: a estas religiosas, unas santas que se desviven por vosotras o a la Vizcondesa de Jorbalán, que es un miembro podrido de la sociedad?".

Tiempo más tarde, la Fundadora tuvo una actuación decisiva en la vida de este sacerdote: impidió que huyese a Francia con una mujer y lo libró de los tribunales eclesiásticos. Una mujer audaz.

¿De qué acusaron a santa Micaela? De las cuestiones más peregrinas: decían que se iba por las noches a bailar de incógnito y que comulgaba ¡todos los días! Y por si fuera poco, que rezaba arrodillada en la tarima del altar (!).

Otro sacerdote la difamaba - recuerda su primer biógrafo, Vicente de la Fuente - "en lo relativo a su conducta y vida privada del modo más infame, suponiendo - ¡vergüenza da decirlo! - que traficaba con sus acogidas. Y no fue lo peor que se inventara tan grosera calumnia sino que se creyera por personas que debieran saber que se peca creyendo ligeramente tales calumnias".

Los pocos sacerdotes que la defendían recibían duras criticas: "culpaban al párroco - comenta De la Fuente - de ser demasiado condescendiente con aquella mujer de vida relajada".

Además esos sacerdotes, como se apunta en la biografía Mujer Audaz, "la pondrán en gravísimos apuros de conciencia, que torturarán su corazón, impedirán el desarrollo normal de su Obra apostólica, retraerán vocaciones, ahuyentarán limosnas y avivarán el rescoldo de muchas aviesas intenciones y calumnias. Todo, si no con malicia, sí con ligereza excesiva por seguir, a veces, el aire de nobles y piadosas señoras, resquemadas en su orgullo y vanidad".

Las calumnias tardaron en olvidarse, y el ambiente de animadversión que se creó contra la Santa la acompañó prácticamente a lo largo de toda su vida y se hizo presente incluso durante su Proceso de Beatificación. Influyó hasta en el Papa Benedicto XV, que estuvo a punto de retirar su Causa, que fue muy controvertida, lo mismo que la del Padre Claret.

Revolucionario, loco, hereje.
San Juan Bosco evoca en sus Memorias del Oratorio un elenco de contradicciones contra el Oratorio y su propia persona. Algunas provenían de eclesiásticos. "Unos calificaban a don Bosco - escribe el Santo en tercera persona - de revolucionario, otros lo tomaban por loco o hereje".

Un capellán lo denunció al municipio y lo dejó literalmente en la calle "con una turba de jóvenes que seguía mis pasos por donde quiera que fuese, y yo no contaba con un palmo de terreno donde poderlos reunir". Y la marquesa de Barolo, que tanto la había ayudado, y que había promovido un Refugio para necesitados, le puso en un grave dilema, como recordaba en sus Memorias del Oratorio:
-"En fin, o deja usted la obra de sus muchachos o la del Refugio. Piénselo y ya me responderá
-Mi respuesta está pensada. Usted tiene dinero y encontrará fácilmente cuantos sacerdotes quiera para sus obras. No ocurre lo mismo con mis pobres chicos. Si ahora yo me retiro todo se vendrá abajo; por lo tanto, seguiré haciendo lo que pueda en el Refugio, aunque cese oficialmente en el cargo, pero me daré de lleno al cuidado de mis muchachos abandonados.
-“¿Y de qué va a vivir usted?”
-Dios me ayudó siempre y me ayudará también en lo sucesivo
-Pero usted no tiene salud, y su cabeza no le rige; se engolfará en deudas, vendrá a mí, y yo le aseguro desde ahora que no le he de dar ni un céntimo para sus chicos"
Ante el dilema "acepté el despido - escribiría el Santo - abandonándome a lo que Dios quisiera de mí. Entretanto se imponía cada vez más el rumor de que don Bosco se había vuelto loco. Mis amigos estaban pesarosos; otros reían, el Arzobispo dejaba hacer, don Cafasso me aconsejaba contemporizar, el teólogo Borel callaba. Así es que todos mis colaboradores me dejaron solo con mis cuatrocientos muchachos".

La respuesta de san José Benito Cottolengo.
Algo parecido le sucedió a san José Benito Cottolengo al que insultaban por la calle, llamándolo iluso, imprudente, incapaz y sacacuartos. "La Cruz acompaña y distingue a las obras de Dios", escribe el biógrafo. A Cottolengo, añade, "no le faltaron las más amargas pruebas. Fueron, ante todo, las desaprobaciones de sus superiores y de sus compañeros de la Colegiata, impresionados por el desarrollo imprevisto de la Obra".

La autoridad eclesiástica le clausuró la labor apostólica que había emprendido: y le obligaron a desalojar a los enfermos que cuidaba en el pequeño Hospital de Turín, en el que trabajaban las religiosas de la Congregación que había fundado.

San José Benito aceptó la decisión con la paz habitual en los hombres santos y respondió también al modo de los santos. Cuando se cernió la amenaza del cólera sobre Turín, más que protestar o recordarles a todos lo injustos que habían sido con él en el pasado, se puso a su disposición, junto con sus religiosas, para ayudar a los atacados en los lazaretos de la ciudad...

Un pleito doloroso.
San Enrique de Ossó, Fundador de la Compañía de Santa Teresa, supo también de pleitos dolorosos con otras instituciones de la Iglesia, con motivo de la construcción en Tortosa de un noviciado de la Compañía, cuando ésta contaba sólo con cinco años de existencia.

El 12 de octubre de 1879 - cuenta el Cardenal González Martín - tomaban oficialmente posesión del noviciado la M. Saturnina Jassá y un grupo de novicias venidas de Tarragona. El edificio estaba aún a medio construir. Pues bien, al día siguiente, 13, unas religiosas presentaban en el provisorato de Tortosa un recurso en el que pedían protección y justicia por los graves perjuicios que, según decían, les acarreaba la construcción del colegio-noviciado, muy próximo a su convento y en solares que pertenecían a ellas, por lo cual los reclamaban.

Pronto se supo que junto a esas religiosas "aparecían, incomprensiblemente hostiles a D. Enrique, tres sacerdotes (...) que habían sido hasta entonces incondicionales amigos suyos y devotos del Fundador de la Compañía".

El provisor y Vicario General de Tortosa contestó al recurso reconociendo la buena fe del Santo, pero le mandó derribar a sus expensas el edificio antes de que pasaran tres años y devolverle el terreno a las Religiosas, tal y como estaba.

El Santo intentó llegar a un acuerdo amistoso, sin éxito, y se vio forzado a comenzar un largo pleito que duró quince años.

No disponemos de espacio para mencionar todos los extremos de ese pleito, en el que cada parte litigante creía contar con poderosas razones. Lo que interesa en nuestro caso, más que analizar posturas y dictaminar responsabilidades, es resaltar que durante ese período el Fundador utilizó todos los medios jurídicos a su alcance, sin perder la serenidad, sin culpar ni desprestigiar a nadie.

Cuando marchó a Roma, estaba preocupado de que durante esa estancia pudiesen despertarse entre sus hijas espirituales alguna aversión contra los que les causaban aquellas dificultades, y les escribió diciendo: "Hijas, no queráis ofender a Dios, nuestro Padre. Todos son unos santos. Todos queremos luchar sobre la verdad. La buena fe no se ha de perder".

A esas contradicciones se sumó el Entredicho en el que se puso el edificio en 1884, por el que se prohibía celebrar la Santa Misa y tener a Jesús Sacramentado en la capilla. "Para un instituto religioso que apenas ha empezado a vivir - comenta el biógrafo - el golpe era equivalente a la explosión de una mina en sus cimientos".

El entredicho.
Aquel entredicho dañó la imagen de toda la fundación y la del propio Fundador. "La fama del Fundador - escribe el biógrafo -, su dignidad sacerdotal, su propio honor humano, quedaban expuestos a los más peligrosos comentarios. ¿Era un hombre de Dios o era sencillamente un ambicioso? Si lo primero, ¿por qué la autoridad eclesiástica lanzaba contra él tan duro castigo? Si lo segundo, ¿a qué pensar en futuros proyectos de extensión y arraigo de la tan ponderada Compañía? (...) ¿Y qué pensarían de todo aquello las familias que habían entregado sus hijas a D. Enrique para aquella obra que él llamaba santa?".

Sin embargo, el Santo no se desalentó. Durante aquel período las vocaciones vinieron, más numerosas todavía, y poco a poco las relaciones y los equívocos se fueron aclarando. Al fin, el 22 de abril de 1885, el Tribunal metropolitano de Tarragona dictó sentencia favorable y declaró nulo y sin efecto el Decreto de Entredicho.

Olvidamos demasiado pronto...
Un jesuita, José Antonio Ezcurdia, al comparar las tribulaciones de san Josemaría Escrivá y san Ignacio, escribía en el Diario Vasco de San Sebastián, en mayo de 1992, que ni el uno ni el otro vivieron en tiempos fáciles y "de ahí que las contradicciones, contestaciones y persecuciones jalonaran sus vidas y sus respectivas fundaciones, novedosas ambas para sus coetáneos. Olvidamos demasiado pronto, porque se difuminan en la lejanía de la Historia, los procesos sufridos por Ignacio en Alcalá, en Salamanca, en París, en Venecia, en Roma... y el impacto que, sin duda, produjeron en sus desconcertados seguidores. Quien lo recuerde comprenderá que el fenómeno se haya repetido con don Josemaría y su quehacer".

La lección de Guadix.
Un amigo de san Josemaría, san Pedro Poveda, padeció graves contradicciones. En la Cuaresma de 1902, cuando tenía 28 años, había predicado una misión en las cuevas que rodeaban la ciudad de Guadix, en la provincia de Granada, habitadas en su gran mayoría por gitanos indigentes. Esas cuevas eran un lugar de abandono y miseria casi secular, donde los niños crecían sin instrucción ni enseñanza de ningún tipo.

Ante esa situación, el Santo, sin abandonar otras actividades sacerdotales, comenzó a desarrollar allí una gran labor apostólica y pastoral. En muy poco tiempo puso en marcha las Escuelas del Sagrado Corazón, a las que asistían cuatrocientos niños, y a pesar de los escasos medios con los que contaba, se preocupó de que tuvieran los métodos pedagógicos más renovados; y fundó la Hermandad de Santa Teresa de Jesús.

Logró además interesar de tal modo en aquel proyecto a las autoridades públicas y a los centros culturales, que, dos años más tarde, en 1904, fue nombrado hijo predilecto de la ciudad. El sentimiento general era de agradecimiento, de gratitud... y de envidia.

Se repitió la historia. "Terminadas las obras y cuando más prometía aquella fundación del Sagrado Corazón de Jesús, surgieron los disgustos que pudieron poner fin a mi vida. Jamás pensé en salir de Guadix - contaba san Pedro Poveda en sus Notas autobiográficas -. Soñé siempre que se me enterraba bajo el altar de las Cuevas; pero no sucedió así. El nombramiento de hijo adoptivo predilecto, y el poner mi nombre a la calle de Zapaterías, fueron la explosión de un estado latente, que hacía tiempo venía dominando... La serie completa de circunstancias que se dieron la mano para favorecer el plan de frailes, sacerdotes y seglares que, so pretexto de bien, obraron desprovistos de caridad, es imposible de referir. Hubo momentos en que todo se concertó contra mí".

Mi salud se quebrantó para siempre; y el amargor de aquella vida rodeada de asechanzas, lo tengo aún en el paladar. Padecí por espacio de unos cuatro años horribles escrúpulos. Sobre todo dos de ellos fueron para perder la cabeza. No obstante, yo miro con amor los años aquellos de desolación... Sobre todo desde el 16 de julio de 1904, ya fue un perpetuo sufrimiento. No pasó día sin tener que lamentar algo".

Mi decisión de partir fue tomada, después de pensarlo mucho, y poniendo la mira en el bien de los demás y en el mío propio. Propuse todo cuanto creí ser lo mejor para librar al prójimo de inculpaciones, pero no se me hizo caso. Había quizá empeño en destrozarme, y cuando vieron que marché y no podían saciar su odio, si era odio lo que tenían, sonó la explosión sin caridad ninguna".

La lección de Guadix debió servirme más de lo que me sirvió; pero no me enseñaron poco aquellos días de incomparables amarguras.

Con el apoyo de la Santa Sede.
No puede concluirse de los ejemplos anteriores que, por el hecho de que muchos santos hayan sido criticados dentro del seno de la propia Iglesia, sus figuras hayan sido como unos islotes de pureza dentro de una marea corrompida. Nada más falso. Hemos citado unos ejemplos concretos, espigados entre muchos, no para mostrar la falibilidad de determinados miembros de la Iglesia - que actuaron por lo general con buena voluntad, pensando que agradaban a Dios -, sino para resaltar la actitud de los santos frente a las incomprensiones de los propios miembros de la Iglesia.

Por otra parte, no hay que olvidar que también los propios santos, movidos por su buena voluntad y por su celo apostólico, se equivocaron en ocasiones y conocieron las limitaciones propias de la condición humana.

Dios se sirvió de todas esas debilidades humanas de unos y otros - confusiones, faltas de entendimiento fruto de una mala información de los hechos, etc. - para mostrar más claramente el carácter sobrenatural de sus empeños apostólicos.

Un breve repaso a la historia de la Iglesia nos muestra que los miembros de la Jerarquía han apoyado habitualmente las propuestas innovadoras de muchos santos que chocaban fuertemente con la mentalidad de la época, y que lo hicieron en muchos casos con una sorprendente decisión y fortaleza.

Se podrían citar numerosos ejemplos, como el aliento de Pablo V a san José de Calasanz en la Fundación de las Escuelas Pías 51, o las palabras acogedoras de Pío IX a san Juan Bosco en los comienzos de la Sociedad Salesiana. Pero bastará a nuestro propósito recordar el decidido impulso que dio la Jerarquía al nacimiento de dos grandes instituciones de la Iglesia: los dominicos y los franciscanos.

Santo Domingo.
La primera fundación dominicana, como comunidad de derecho diocesana totalmente consagrada a la predicación en los términos de la diócesis de Toulouse, data del año 1215. En ese mismo año santo Domingo acompañó a su Obispo, Fulco, al IV Concilio de Letrán, celebrado a fines de ese mismo año. Allí presentó su obra incipiente al Papa Inocencio III, que lo estimuló, desde el primer momento, a esa tarea. "De vuelta a Toulouse - escribe Garganta - recibió la iglesia de San Román, y su comunidad quedó constituida en casa de canónigos regulares con la misión peculiar de predicadores diocesanos".

Al año siguiente, el 22 de diciembre de 1216, Honorio III confirmó la fundación de San Román. "Un rápido proceso institucional - prosigue Garganta -, jalonado por una copiosa serie de Bulas papales, transformó la obra tolosana de San Román, tan limitada, en una Orden religiosa de carácter universal, de Derecho pontificio (...). Muy pronto esta nueva familia religiosa comenzó a llamarse oficialmente Orden de los frailes predicadores".

Dos años más tarde, santo Domingo obtuvo del Papa nuevas Bulas que alentaron la naciente institución apostólica, con el apoyo de ilustres eclesiásticos de la Curia Romana, como el Cardenal Hugolino, el futuro Papa Gregorio IX. Y durante la expansión de la Orden el Papa Honorio III le dio un apoyo fervoroso y constante.

Una muestra de ello es que en 1220 escribió a diversos monjes, pertenecientes a distintas instituciones de la Iglesia, indicándoles que se pusieran a las órdenes del Santo para llevar a cabo una gran campaña de predicación en la Italia Septentrional. Otro ejemplo plástico de ese aprecio papal fue la entrega de la iglesia de San Sixto en Roma a los dominicos y posteriormente de la de Santa Sabina, en el Aventino, que sigue siendo la sede del Maestro General de la Orden de Predicadores.

Santo Domingo falleció el 6 de agosto de 1221, y fue canonizado por el Papa Gregorio IX trece años, más tarde, el 3 de julio de 1234.

El Cardenal Hugolino apoyó decididamente también a otra Orden naciente, la franciscana, que tuvo en sus comienzos un desarrollo rapidísimo. El mismo Papa, que tanto alentaría a santo Domingo en su tarea predicadora, aprobó verbalmente en 1209 la "forma evangélica de vida" franciscana, o Regla primera, cuando se la expuso el propio san Francisco, acompañado de los primeros doce discípulos. Así nació la Orden de los Frailes o Hermanos menores.

Catorce años más tarde, el 29 de noviembre de 1223, el Papa aprobaría la segunda Regla elaborada por san Francisco, en la que tanto intervino el propio Cardenal Hugolino, aunque sin violentar nunca la originalidad de la institución. San Francisco falleció el 3 de Octubre de 1226 y fue canonizado dos años más tarde, el 16 de julio de 1228.

Estos dos ejemplos, entre los numerosísimos que podríamos citar, muestran el decidido y pronto apoyo de la Jerarquía, que supo descubrir desde los inicios el soplo del Espíritu que se manifestaba en esas nuevas iniciativas apostólicas.

La pronta canonización de los Fundadores de esos nuevos caminos de espiritualidad - en algunos casos llevadas a cabo en fechas muy cercanas a su muerte, como la de san Francisco - muestra, además del reconocimiento de la santidad de esos hombres y mujeres por parte de toda la comunidad cristiana, el respaldo hacia sus apostolados por parte de la Jerarquía. El ejemplo reciente de la beatificación de la Madre Teresa no hace sino confirmarlo.

"Sus respectivas canonizaciones - escribe Illanes, refiriéndose a san Francisco y santo Tomás - no implicaron ciertamente, ni una sanción a la totalidad de sus acciones ni la atribución de un carácter absolutamente normativo a sus figuras - se puede ser cristiano sin inspirarse en San Francisco de Asís o sin comprometerse con la teología de Tomás de Aquino -, pero sí mostraron que el temple del alma que manifestaron y el camino que trazaron eran un temple y un camino que un cristiano podía, con segura conciencia, hacer suyos, y, de ese modo, potenciaron la fuerza que de ellos emanaba o, al menos, facilitaron su irradiación, como documenta ampliamente la historia, en los casos antes citados, y en otros muchos más".

Esta actitud de comprensión y aliento de la Jerarquía y de los miembros de la Iglesia define el marco en el que hay que encuadrar los sucesos de incomprensión a los que nos hemos referido con anterioridad -que son excepciones dentro de una conducta general-, y definen también el contexto en el que hay que situar las contradicciones a las que nos referiremos en capítulos sucesivos.

Muchos detractores rectificaron.
Muchos de sus detractores rectificaron en su actitud frente a los santos, con el paso del tiempo, ya mejor informados.

Vicente de la Fuente, que tanto hizo sufrir a santa Micaela, quiso escribir tras su muerte la vida de la Fundadora "en reparación de las ofensas propaladas contra la misma". "Yo mismo que esto escribo - confesaba en su biografía - oí estas difamaciones y lo que es peor, les di crédito, siendo Secretario de la Congregación de la Doctrina cristiana".

Otros detractores fueron reconociendo la santidad de los que criticaban anteriormente de un modo gradual, como el Padre Leschassier, que tan duramente había tratado a san Luis María Grignion de Montfort. Empezó admitiendo sus dudas sobre su "buen espíritu" y, tras su muerte, se atrevió a decir: "Ya ven ustedes que yo no entiendo de Santos".
José Miguel Cejas

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