lunes, 10 de mayo de 2010

EL SENTIDO DE LO SAGRADO


El sentido de lo sagrado es el venero que fundamenta la existencia de todo hombre, nuestra manera de mirar el mundo y la vida.

Quien más, quien menos, todos tenemos una imagen de la sociedad a la cual pertenecemos. A muchos, o por lo menos a algunos, nos duelen cosas que otros consideran normales.

A algunos no nos gustan nada los hechos concretos que se derivan de la cultura de la muerte, desde lo que pueda parecer más superficial como son las fiestas de Halloween hasta los temas del aborto y de la eutanasia. No nos gustan los contenidos de la mayoría de las noticias de los informativos, ni muchos programas de televisión. No vemos modelos de bien hacer prácticamente en ninguna esfera de la vida social y tampoco nos gusta cómo se gestionan algunos asuntos públicos que nos parecen fundamentales, entre ellos la educación. La familia está recibiendo un hachazo tras otro, día sí, día también. Los niños y los jóvenes, en general, no están siendo bien educados. Se suele decir que se han perdido los valores. Y es verdad, aunque no pasa de ser un lamento ineficaz porque a ese lamento no se corresponde una campaña de recuperación de lo que se dice que se ha perdido.

Al decir esto no estamos añorando ningún tiempo pasado. Añorar el pasado cuando se entiende que fue mejor es un ejercicio legítimo, ligado a la experiencia de lo vivido, pero en la práctica es un ejercicio estéril porque la vida se construye necesariamente hacia adelante. Por otra parte tampoco apostamos por la utopía, pensando que podemos construir el cielo en la tierra. En esta sociedad y en esta época, como en cualquiera otra, bien y mal andan mezclados y ni es bueno quedarse solo con lo oscuro, ni cabe imaginar un paraíso irrealmente feliz. Quedémonos con las posibilidades reales de arreglar mucho en un mundo que está extraordinariamente oscurecido por sombras muy negras.

Valga este ejemplo: Nuestra sociedad es como un árbol entre cuyos frutos aumentan los que están amargos y podridos: falta de autoridad, alcoholismo, violencia doméstica, abusos múltiples, pobreza, drogadicción, promiscuidad sexual, fracaso escolar, suicidios, explotaciones de todo tipo... Algunas de estas calamidades se airean y se fomentan abiertamente y otras se intentan tapar o enmendar, según convenga. Cuando se trata de enmendar, se proyectan soluciones, se idean proyectos y programas, se ponen en marcha nuevas especialidades universitarias, se forman expertos, se invierten cantidades ingentes de dinero, se hacen y se reforman leyes. Y pasa el tiempo y la enmienda no llega. Y pasan los años y no vemos signos de recuperación por ninguna parte. Nunca tantos medios sirvieron para tan poco.

Querer curar los frutos insanos es tarea hermosa y muy meritoria, a la que muchas personas están dedicando lo mejor de sí mismas, pero cada uno de esos frutos no es sino un síntoma de un problema que no está en ellos sino en las raíces. De nada sirve querer atajar, por ejemplo, los problemas del botellón juvenil cuando no hay una educación de años por detrás; de nada sirve querer parchear el fracaso escolar mientras seguimos socavando los cimientos y las estructuras de la familia; de nada sirve querer luchar contra la drogadicción cuando no hemos cultivado el sentido de la vida, etc., etc., etc. Tenemos el árbol enfermo de la raíz a la copa y no hacemos sino fumigar las hojas, y a lo sumo, podar alguna rama. Eso habrá que hacerlo si se ve que es bueno, pero cualquiera entiende que la solución ha de venir por el saneamiento de las raíces. Y eso no es tarea fácil. Las raíces, porque son raíces, no se ven, están hundidas bajo tierra pero tienen dos funciones que las hacen imprescindibles: sujetan el árbol y lo alimentan.

Vamos ahora con la que a mi juicio es la raíz principal de este árbol enfermo que es nuestra sociedad, es decir, ese todo anónimo del que formamos parte y que en definitiva, no son solo los otros, no es la gente, sino el cuerpo social al que pertenecemos por necesidad y del que, queramos o no, somos solidarios. Esa raíz es el sentido de lo sagrado.

Hemos perdido el sentido de lo sagrado y esa pérdida no es una pérdida cualquiera, sino el venero que fundamenta la existencia de todo hombre, nuestra manera de mirar el mundo y la vida, nuestra capacidad para entender, o no entender, lo que es el hombre - uno mismo y cada uno de los que nos rodean -, lo que es la naturaleza, lo que son las cosas, lo que es la realidad, en definitiva. En esta pérdida del sentido de lo sagrado concurren varias causas, algunas de las cuales se explican bien desde el ateísmo que ha tomado cuerpo en la historia reciente. Puede que cada uno de nosotros, individualmente no seamos ateos, pero somos hijos de nuestro tiempo y en esta época que nos toca vivir, la influencia del ateísmo es patente. Nuestras raíces culturales son cristianas, pero socialmente a Dios le hacemos escaso hueco o ninguno. Puede que no seamos laicistas, pero la sociedad de la que formamos parte sí lo es.

La cuestión no es ni simple ni reciente. Porque no es simple se pueden adoptar diversos enfoques; porque no es cosa de ahora hay que mirar hacia atrás en el tiempo. En este artículo nos vamos a quedar con tres hitos de la Historia Contemporánea. Estos hitos nos pueden orientar en esta reflexión porque ayudan a ver cuál ha sido el camino recorrido.

1. El primero nos lleva a la Revolución Francesa de 1789, hecho trascendental para la historia no solo de Francia sino de toda Europa. Nuestra cultura contemporánea es hija del liberalismo que recorrió el continente entero durante el siglo XIX y este lo es a su vez de la Revolución de 1789. En esta revolución ocurrió algo que marcó un punto de inflexión en la Historia: la muerte en la guillotina del rey francés Luis XVI. No era la primera vez que moría un rey de forma trágica, porque la Historia está llena de regicidios, pero sí era la primera vez que un pueblo entero cortaba la cabeza a su soberano tras haberle sometido a la farsa de un juicio con apariencia de legalidad. Hasta entonces la persona del Rey de cualquier país tenía carácter sagrado. En el caso de Francia era costumbre heredada de la Antigüedad que el rey fuera ungido por el arzobispo de Reims, lo que confería al monarca un halo de sacralidad que todo el mundo aceptaba. No era un dios, pero su persona sí tenía carácter sagrado. De ahí que se le tributara una profunda obediencia y sumisión, que se le diera tratamiento de Señor y Majestad y que se le reverenciara con inclinaciones como no se hacía con ningún otro hombre.

Cuando los facinerosos de la revolución llevan al monarca francés a la guillotina no matan solo a la persona de Luis XVI, sino que hacen añicos el aura sagrada de la realeza. Estos revolucionarios no son ateos, pero son impíos, se han atrevido a quebrar lo sagrado. La autoridad seguirá existiendo por pura necesidad social, pero será autoridad de quita y pon; ha perdido su carácter de intocable. El paso siguiente será hacer lo mismo, aunque ahora no se hará con el Rey a quien ven, sino con Dios a quien no ven. Y se hizo.

2. El segundo dato tomado de la Historia reciente nos retrotrae a los últimos ciento cincuenta años. El marxismo, que se había ido incubando a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX, comenzó a dar sus primeros frutos en los primeros años del siglo XX, siendo la Revolución Rusa el ejemplo más significativo. Socialistas y comunistas son herederos de la misma línea sacrílega e irreverente iniciada en la Revolución Francesa. Ahora, además de destronar al rey, se destrona también al hecho religioso. Se predica el ateísmo oficialmente y se prohíbe la práctica de la fe con todo tipo de amenazas y castigos, incluidas la cárcel, la deportación y la muerte. Mientras las ideas comunistas triunfan por las armas en Europa del Este, en China y en algunos países de África y de América, estas mismas ideas se hacen con la cultura de lo que llamamos occidente. Allí se arrebataron el poder político; aquí los centros neurálgicos de la cultura: las Universidades, la prensa, el mundo del arte, el cine y los medios de comunicación.
A finales del siglo XX el comunismo que había ocupado el poder político cae estrepitosamente, presa de sus propios errores, pero el que ha ocupado los centros del pensamiento y de la cultura sigue en pie. Ese no ha caído, aunque en los últimos años ha mutado y ha cambiado su ámbito de lucha. Si antaño centraba sus proclamas en los problemas del mundo obrero, ahora lo hace en la ecología, el feminismo y la homosexualidad. Ha abandonado el discurso de la justicia y la reclamación de los derechos sociales para sustituirlo por otro que exige nuevos derechos, como los fríos derechos de los animales o los más recientes derechos sexuales y reproductivos. Para ello ha cambiado de color, pasando de ser la izquierda roja a ser la izquierda verde, morada o rosa. Pero este cambio de color y de proclamas no ha movido un milímetro sus objetivos últimos que siguen siendo los mismos y que pueden resumirse en uno solo, distraer la atención del hombre de su mirada última: Dios Padre, Creador y Providente, razón primera y última de nuestro destino. Por eso la izquierda de ahora, a pesar de los cambios de color, de escenario y de objetivos inmediatos, destila la misma impiedad y el mismo ateísmo que cuando se presentaba roja, y arremete con la misma saña contra la Iglesia, que denuncia sus errores y engaños. Hace poco más de un siglo esos errores se centraban en el mundo obrero y en la lucha de clases, hoy en conceptos más amplios como son el matrimonio, la sexualidad y la dignidad de la persona.

3. El tercero es exclusivamente nuestro y nos lleva a 1978, año de la aprobación de la Constitución actualmente vigente. Nosotros, hijos de una España, cristiana por raíces y católica por vocación durante muchos siglos, nos opusimos a que nuestra Constitución reconociera a Dios como fundamento de nuestra convivencia. No es que se nos pasara por alto, es que decidimos abiertamente prescindir de ello.

Llevados del prurito de la modernidad y ansiosos de adaptación a los nuevos tiempos, abandonamos nuestra rica primogenitura para cambiarla por un plato de lentejas: el plácet de quienes exigían la renuncia a Dios como fundamento de nuestra convivencia y de nuestras leyes. Movidos por la nobilísima intención de cerrar las heridas de las dos Españas, caímos en la trampa que nos tendió el laicismo militante, rabiosamente ateo y antiteo; el mismo que hoy se muestra violento e inflexible, obsesionado por eliminar todo signo cristiano de la vida pública (clase de religión, crucifijos, Navidad, funerales de Estado, etc.), exigió entonces la omisión del nombre de Dios. La única diferencia es que ahora se presenta violento, crecido y arrogante, en son de guerra y entonces lo hizo suavemente, de manera taimada y en son de paz. Pero el objetivo era el mismo: borrar a Dios. Hubos voces, muy escasas, ciertamente, pero las hubo, que nos hicieron ver lo que nos jugábamos en ese momento y nos alertaron del riesgo que corríamos con tal ausencia de fundamentos en la Constitución. Hoy se demuestra que fueron voces proféticas ya que previeron con acierto lo que nos está ocurriendo, pero en su momento cayó sobre ellas todo el desprecio y todo el rechazo. La voz que sonó más fuerte fue la de D. Marcelo González, en ese momento Arzobispo de Toledo y Cardenal Primado, y por eso cosechó un sinnúmero de descalificaciones y reproches. Se le acusó de retrógrado y antidemócrata. Y no lo era. El tiempo demostró que no lo era y muchos de los que en los años de la transición enlodaron su figura, le prodigaron después reconocimientos y homenajes. A don Marcelo se le hizo justicia, pero sus advertencias fueron desoídas.

Hasta aquí un breve resumen de lo que nos ofrece la Historia. Vamos ahora con el tiempo actual.

Ni entonces ni ahora hay que hurgar en la Historia para disparar el dedo acusador contra nadie; aquí no se trata de acusar, pero conviene conocer la verdad de lo acontecido en el pasado para no errar en el diagnóstico de lo que nos ocurre en el presente. Hay un dicho de sabiduría popular según el cual no hay nada que esté tan mal que no pueda empeorar aún más. Por ser de sabiduría popular en parte encierra verdad y en parte yerra. Porque también todo puede mejorarse. La situación actual es la de un pueblo en el cual un inmenso sector de población ha vuelto la espalda a Dios, y, en consecuencia, vive sin sentido de lo sagrado. Ese pueblo somos nosotros. Aún podemos ir a peor, pero algunos nos resistimos a vivir sin hacer nada para que esto cambie. Aquí ni está todo hecho ni está todo perdido; al contrario, está casi todo por hacer y es mucho lo que se puede ganar. Hay muchas vidas rotas que tienen arreglo y muchas otras que hay que construir de nueva planta. Es mucho lo que hay que sanar y mucho lo que hay que educar. Pero tiene que hacerse desde la verdad, cimentando en donde se debe: en el Dios Único y verdadero que se da a conocer en Cristo y que la Iglesia ofrece a pesar de tantas zancadillas desde fuera y de tantos tropiezos desde dentro.

Al escribir esto no me mueve un sentimiento de piedad devota. Esta no es mi verdad y estas no son mis ideas; lo escrito pertenece a una verdad que, por ser objetiva, se sostiene por sí misma. No es verdad porque lo afirme yo ni porque lo afirme otro; es verdad porque lo afirma el mismo Cristo: Sin mí no podéis hacer nada(Jn 15, 5). Yo la he personalizado desde mi visión del momento actual, eso sí, y se me ha dado el privilegio inmerecido de publicarla.
Autor: Estanislao Martín Rincón

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