Cuando Augusto transforma la República romana en Imperio intuye que debe conseguir el apoyo de la Religión para darle más solidez.
No es lo mismo que una legión luche por su emperador si éste es un simple mortal que si es un dios. En un contexto de politeísmo, los constructores ideológicos del Imperio sólo veían ventajas en divinizar al emperador; serviría para que todos los pueblos sometidos por Roma tuvieran un nexo religioso común y que el poder político se viera apoyado por el sentimiento religioso. El Imperio, pensaron, sería así mucho más fuerte. Total, nadie creía que Calígula o Nerón fueran dioses; lo que importaba era la contribución a la solidez del Estado, con un gesto como el de poner incienso en el altar del emperador. Hecho esto, podías seguir adorando a tus dioses o a ninguno.
Los cristianos, como es sabido, se negaron. Defendieron su fidelidad al Imperio y lo probaron entrando en el ejército o en la administración, por ejemplo. Pero rechazaron incluso la apariencia de adoración a alguien a quien consideraban un mortal, por muy elevado que fuera su cargo. Fueron vistos, entonces, como peligrosos para la supervivencia del Estado, y fueron perseguidos a muerte durante casi tres siglos.
¿No les suena esto a algo? Hoy el sistema se derrumba, como entonces el Imperio. Los ideólogos de ahora han copiado a los de antaño y han pensado que la Religión debe contribuir para que no se hunda todo. Han creado el “Nuevo Orden Mundial”, una de cuyas piezas es el sincretismo religioso, que permitirá que la Religión esté al servicio del poder político y no le critique. Para ello necesitan que la Iglesia deje de considerarse la religión verdadera. La “Dominus Iesus” de Ratzinger significó el “no” de los católicos a ese proyecto. De ahí viene todo. Por eso le odian. Pero, como entonces, venceremos.
Santiago Martin
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