Morir es comenzar a vivir de otra manera. Es el segundo nacimiento del hombre.
Vaya memez, dirán algunos. Bueno, pues que digan. Ya lo podrán ver en su momento. Morir es vivir en plenitud. Morir es coger al vuelo la vida y aliviarse de tanta incrédula concurrencia, de tanta banalidad rabiosa, de tanta ilustre apariencia. Morir es comprender por fin tu existencia, el sentido último que tantas veces se te escapaba por las costuras del dolor. Morir es abismarse en el conocimiento supremo, en la verdad desnuda. Morir es coger las dudas por los cuernos y encontrarte frente por frente con el rostro de Dios.
Pero el miedo nos oprime. Por nada del mundo queremos abandonar la inercia de una vida más o menos acostumbrada a sus cómodos límites. Y yo menos que nadie, que conste. El tiempo, bendita ilusión, nos arropa con sus horas, sus días, y sus desengaños. Cuesta creer que llegado el momento será uno el que se muera. Ni pensarlo queremos. Quita, quita. Rechazamos su realidad en una insensata inopia, en un constante e inmóvil movimiento. Algunos quieren su muerte a la carta. Por ejemplo de repente y cuando estén dormidos. Sin sufrir y en una bendita inconsciencia. O lo que es lo mismo, que sea continuación de lo que ha sido su propia vida: un sueño mortal, una anestesia espiritual de gran calibre.
La muerte es un trago duro para todos, pero llegado el momento ves que hay personas que responden con especial gallardía al envite. Personas que saben que van a morir en breve, y reaccionan en coherencia con lo que ha sido su vida. Abren los ojos y las manos de par en par, más que nunca. Personas que avizoran la eternidad en la luz que germina entre sus dedos. Y sonríen, adelantándose a su propia resurrección. Y, si pueden, siguen trabajando hasta el final por los demás. Con el cuerpo desecho y la mordiente de un alma enamorada. Cada gesto suyo redime del abatimiento a todos aquellos que están a su alrededor, en una lúcida sabiduría sobrenatural.
Morir requiere un largo aprendizaje, que no se mide en el tiempo. Es el requiebro de cada instante de nuestra vida. Cada pequeño detalle cuenta. Nada es baladí. A nuestra alma se asoman paisajes, anhelos, alegrías, humillaciones, súplicas... La muerte - como la vida - es, fundamentalmente, un acto de piedad, una plegaria. La desesperación no cabe en aquellos que han hecho del amor su arquitectura interior. Un amor que es familia. Un amor que se abraza a las lágrimas con admirable premura y emoción. Un amor que no agoniza jamás y que se queda entre nosotros, vigilante, pendiente de aquellos que, más que nunca, siguen necesitados de él. De su compañía, de su mirada, de su ejemplo.
Guillermo Urbizu
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