Es muy conocida la célebre frase de San Agustín, acerca de la inquietud humana. Escribió el gran santo y doctor de la Iglesia, que fue San Agustín: “Nos has hecho para Ti Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”. También San Pablo, en su epístola a los Filipenses en relación con el tema de la inquietud humana dice: “No os inquietéis por cosa alguna; antes bien, en toda ocasión, presentad a Dios vuestras peticiones, mediante la oración y la súplica, acompañadas de la acción de gracias. Y la paz de Dios, que supera todo conocimiento, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús”. (Flp 4,6-7).
La inquietud es un estado permanente de la persona, pero hemos de distinguir dos distintas clases de inquietudes, según sea la causa que genere esta. Así San Agustín, se refiere a la inquietud básica que nunca podremos calmar, hasta que contemplemos el rostro de Dios, pues estamos creados para Eso y hasta que no logremos Eso, estaremos siempre inquietos y desazonados. Y esto solo lo lograremos plenamente, cuando seamos capaces de superar la prueba de amor en razón de la cual aquí nos hallamos convocados y alcancemos el cielo. Mientras tanto solo podemos mitigar esta inquietud, acercándonos cada vez más a Dios, primeramente buscándolo, después amándole cada día más, y al final entregándonos a Él incondicionalmente, poniendo en sus manos el timón de la nave de nuestras vidas.
La inquietud a la que más bien se refiere San Pablo, es una inquietud de carácter más general que podríamos llamar de segunda categoría y que se genera en nosotros, por carecer de la seguridad que exhaustivamente buscamos, para no tener problemas en el desarrollo de nuestra vida. Los problemas de la vida generalmente tratamos de solventarlos apoyándonos solo en nuestras propias fuerzas y olvidándonos muchas veces la tremenda fuerza, de la palanca que puede mover el mundo, que no utilizamos y que se llama oración, y esta conducta de la persona, esta conducta nuestra, lo que hace es aumentarnos nuestra inquietud y hacernos perder un preciado bien que es la paz de Dios, de la que luego hablaremos.
Pero refiriéndonos a la inquietud que hemos calificado de básica, esta tiene una enorme importancia que generalmente nos pasa desapercibida, en nuestra actividad cotidiana. Esta inquietud hábilmente manejada por nuestro enemigo, nos hace creer que nuestro problemas se acaban si cambiamos. Y aquí está la palabra mágica que actúa de desazonador nuestro; siempre buscamos el cambio, incluso sin saber ni tener la certeza, de si este mejorará nuestra situación, inconscientemente buscamos el cambio por el cambio muchas veces con un optimismo suicida. Y como freno de esta ansia de cambio, nos olvidamos del viejo refrán que dice: Más vale malo conocido que bueno por conocer.
Continuamente queremos cambiar del lugar o ciudad donde vivimos, queremos cambiar de trabajo, queremos cambiar de actividad, creyendo tontamente que si cambiamos, nuestros problemas habrán acabado. Y en este cambio, lo peor es que muchas veces no nos limitamos solo a nosotros, sino que arrastramos a las que forman parte de nuestra vida. En definitiva muchas veces, no respetamos la voluntad del Señor, Él que es más listo que nosotros y sabe mejor que nosotros lo que más nos conviene, nos ha hecho nacer en un país, en una ciudad, en una familia, rodeados de un ambiente, y desde luego que hay veces, en las que Él mismo nos proporciona un cambio, sea por ejemplo, cuando nos surge una oportunidad de trabajo o de estudio en otra ciudad o país, pero no vayamos por la vida buscando siempre el cambio por el cambio, porque nunca encontraremos lo que nuestro corazón anhela, si no nos apoyamos en el Señor.
Este ansia de cambio que todos tenemos, generada por nuestra inquietud en no encontrar aquí abajo lo que solo se encuentra allá arriba, nos fuerza a querer cambiar de lugar donde residimos o estamos, del trabajo que tenemos, de las relaciones humanas que nos cansan, de la vida que llevamos, etc.. Nos creemos que cambiando todo mejorará. Nadie se libra en mayor o menor grado del ansia de cambio, pues a ello nos impulsa mucho la propia rutina de nuestras obligaciones familiares y laborales. Hasta los frailes, persona consagradas, muchos de ellos ansían cambiar de convento y el mismo Kempis dedica unos puntos en un capítulo a este tema.
Solo en la antítesis de la inquietud que es la quietud, se encuentra el remedio a este mal, porque tal como escribe un cartujo: “El arte de contemplar a Dios y contemplar las cosas divinas es tener calma”. La calma y la quietud forman parte de lo que denominamos la “paz de Dios”, a la cual ya le dedicamos una glosa publicada el 28 de enero de este año. Para encontrar la paz de Dios es necesaria la quietud la calma. El hermano marista sicólogo Pedro Finkler, escribe que: “Una cierta inmovilidad física intencionada y voluntaria favorece en gran manera la concentración de la personalidad, intensificando por tanto la comunicación profunda y mejorando la oración”.
Jacques Philippe, en su libro “La Paz interior”, escribe: “El hombre que se enfrenta a Dios, que más o menos conscientemente le huye, o huye de alguna de sus llamadas o exigencias, no podrá vivir en paz. Cuando un hombre está cerca de Dios ama a su Señor y desea servirle, la estrategia habitual del demonio consiste en hacerle perder la paz del corazón, mientras que, por el contrario, Dios acude en su ayuda para devolvérsela. Pero esta ley cambia radicalmente para una persona cuyo corazón está lejos de Dios, que vive en medio de la indiferencia y el mal: el demonio tratará de tranquilizarla, de mantenerla en una falsa quietud, mientras que el Señor, que desea su salvación y su conversión, agitará e inquietará su conciencia para tratar de inducirla al arrepentimiento”.
El demonio sabe perfectamente, que Dios solo mora en el alma que está y vive en su paz y esta paz, es la que le permite realizar grandes servicios al Señor en detrimento del demonio. Por ello una de las estrategias más habituales del demonio para alejar un alma de Dios y retrasar su progreso espiritual, y consiste en intentar hacer perderle la paz interior, utilizar la inquietud del ser humano como medio idóneo a sus fines.
Con frecuencia la lucha ascética del que quiere vivir entregado al Señor, consiste precisamente en defender la paz interior contra el demonio nuestro enemigo, que se esfuerza por arrebatárnosla. Porque él pone en juego todos sus esfuerzos para arrancar la paz de nuestro corazón, porque sabe que Dios solo mora en la paz, y en la paz realiza cosas grandes, usando como instrumento suyo, la persona que vive en su amor, en su gracia y en su paz.
Henry Nouwen, nos asegura que: “Es el descanso de la fe, que nos permite seguir viviendo con un corazón alegre y tranquilo aun cuando las revoluciones y las guerras sigan desbaratando el ritmo de nuestra vida diaria. Este descanso divino lo conocen cuantos viven en el espíritu de Jesús, cuyas vidas no se caracterizan precisamente por la ociosidad, la pasividad o la resignación, sino que, por el contrario, se distinguen por la acción creativa a favor de la paz y la justicia. Pero esa acción es fruto del descanso de Dios en sus corazones y está libre, por tanto, de la obsesión y de la compulsividad y es rica en seguridad y confianza”.
Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.
La inquietud es un estado permanente de la persona, pero hemos de distinguir dos distintas clases de inquietudes, según sea la causa que genere esta. Así San Agustín, se refiere a la inquietud básica que nunca podremos calmar, hasta que contemplemos el rostro de Dios, pues estamos creados para Eso y hasta que no logremos Eso, estaremos siempre inquietos y desazonados. Y esto solo lo lograremos plenamente, cuando seamos capaces de superar la prueba de amor en razón de la cual aquí nos hallamos convocados y alcancemos el cielo. Mientras tanto solo podemos mitigar esta inquietud, acercándonos cada vez más a Dios, primeramente buscándolo, después amándole cada día más, y al final entregándonos a Él incondicionalmente, poniendo en sus manos el timón de la nave de nuestras vidas.
La inquietud a la que más bien se refiere San Pablo, es una inquietud de carácter más general que podríamos llamar de segunda categoría y que se genera en nosotros, por carecer de la seguridad que exhaustivamente buscamos, para no tener problemas en el desarrollo de nuestra vida. Los problemas de la vida generalmente tratamos de solventarlos apoyándonos solo en nuestras propias fuerzas y olvidándonos muchas veces la tremenda fuerza, de la palanca que puede mover el mundo, que no utilizamos y que se llama oración, y esta conducta de la persona, esta conducta nuestra, lo que hace es aumentarnos nuestra inquietud y hacernos perder un preciado bien que es la paz de Dios, de la que luego hablaremos.
Pero refiriéndonos a la inquietud que hemos calificado de básica, esta tiene una enorme importancia que generalmente nos pasa desapercibida, en nuestra actividad cotidiana. Esta inquietud hábilmente manejada por nuestro enemigo, nos hace creer que nuestro problemas se acaban si cambiamos. Y aquí está la palabra mágica que actúa de desazonador nuestro; siempre buscamos el cambio, incluso sin saber ni tener la certeza, de si este mejorará nuestra situación, inconscientemente buscamos el cambio por el cambio muchas veces con un optimismo suicida. Y como freno de esta ansia de cambio, nos olvidamos del viejo refrán que dice: Más vale malo conocido que bueno por conocer.
Continuamente queremos cambiar del lugar o ciudad donde vivimos, queremos cambiar de trabajo, queremos cambiar de actividad, creyendo tontamente que si cambiamos, nuestros problemas habrán acabado. Y en este cambio, lo peor es que muchas veces no nos limitamos solo a nosotros, sino que arrastramos a las que forman parte de nuestra vida. En definitiva muchas veces, no respetamos la voluntad del Señor, Él que es más listo que nosotros y sabe mejor que nosotros lo que más nos conviene, nos ha hecho nacer en un país, en una ciudad, en una familia, rodeados de un ambiente, y desde luego que hay veces, en las que Él mismo nos proporciona un cambio, sea por ejemplo, cuando nos surge una oportunidad de trabajo o de estudio en otra ciudad o país, pero no vayamos por la vida buscando siempre el cambio por el cambio, porque nunca encontraremos lo que nuestro corazón anhela, si no nos apoyamos en el Señor.
Este ansia de cambio que todos tenemos, generada por nuestra inquietud en no encontrar aquí abajo lo que solo se encuentra allá arriba, nos fuerza a querer cambiar de lugar donde residimos o estamos, del trabajo que tenemos, de las relaciones humanas que nos cansan, de la vida que llevamos, etc.. Nos creemos que cambiando todo mejorará. Nadie se libra en mayor o menor grado del ansia de cambio, pues a ello nos impulsa mucho la propia rutina de nuestras obligaciones familiares y laborales. Hasta los frailes, persona consagradas, muchos de ellos ansían cambiar de convento y el mismo Kempis dedica unos puntos en un capítulo a este tema.
Solo en la antítesis de la inquietud que es la quietud, se encuentra el remedio a este mal, porque tal como escribe un cartujo: “El arte de contemplar a Dios y contemplar las cosas divinas es tener calma”. La calma y la quietud forman parte de lo que denominamos la “paz de Dios”, a la cual ya le dedicamos una glosa publicada el 28 de enero de este año. Para encontrar la paz de Dios es necesaria la quietud la calma. El hermano marista sicólogo Pedro Finkler, escribe que: “Una cierta inmovilidad física intencionada y voluntaria favorece en gran manera la concentración de la personalidad, intensificando por tanto la comunicación profunda y mejorando la oración”.
Jacques Philippe, en su libro “La Paz interior”, escribe: “El hombre que se enfrenta a Dios, que más o menos conscientemente le huye, o huye de alguna de sus llamadas o exigencias, no podrá vivir en paz. Cuando un hombre está cerca de Dios ama a su Señor y desea servirle, la estrategia habitual del demonio consiste en hacerle perder la paz del corazón, mientras que, por el contrario, Dios acude en su ayuda para devolvérsela. Pero esta ley cambia radicalmente para una persona cuyo corazón está lejos de Dios, que vive en medio de la indiferencia y el mal: el demonio tratará de tranquilizarla, de mantenerla en una falsa quietud, mientras que el Señor, que desea su salvación y su conversión, agitará e inquietará su conciencia para tratar de inducirla al arrepentimiento”.
El demonio sabe perfectamente, que Dios solo mora en el alma que está y vive en su paz y esta paz, es la que le permite realizar grandes servicios al Señor en detrimento del demonio. Por ello una de las estrategias más habituales del demonio para alejar un alma de Dios y retrasar su progreso espiritual, y consiste en intentar hacer perderle la paz interior, utilizar la inquietud del ser humano como medio idóneo a sus fines.
Con frecuencia la lucha ascética del que quiere vivir entregado al Señor, consiste precisamente en defender la paz interior contra el demonio nuestro enemigo, que se esfuerza por arrebatárnosla. Porque él pone en juego todos sus esfuerzos para arrancar la paz de nuestro corazón, porque sabe que Dios solo mora en la paz, y en la paz realiza cosas grandes, usando como instrumento suyo, la persona que vive en su amor, en su gracia y en su paz.
Henry Nouwen, nos asegura que: “Es el descanso de la fe, que nos permite seguir viviendo con un corazón alegre y tranquilo aun cuando las revoluciones y las guerras sigan desbaratando el ritmo de nuestra vida diaria. Este descanso divino lo conocen cuantos viven en el espíritu de Jesús, cuyas vidas no se caracterizan precisamente por la ociosidad, la pasividad o la resignación, sino que, por el contrario, se distinguen por la acción creativa a favor de la paz y la justicia. Pero esa acción es fruto del descanso de Dios en sus corazones y está libre, por tanto, de la obsesión y de la compulsividad y es rica en seguridad y confianza”.
Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.
Juan del Carmelo
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