miércoles, 10 de marzo de 2010

EXCOMUNIÓN Y VIDA ETERNA


EXCOMUNIÓN Y VIDA ETERNA (I)

ECLESALIA, 01/03/10.- El planteamiento formulado en mi anterior escrito “¿No será que en la Iglesia no hay autoridad?” (ECLESALIA, 16/10/09), basta por sí solo para excluir universalmente la posibilidad de que la salvación eterna pueda ser vinculada por la Iglesia, ni por nadie, a atadura alguna de índole temporal y derogable. Sin embargo, no parece superfluo detenerse en la de la excomunión, dadas sus propias repercusiones.

Su carácter temporal quedó nuevamente de manifiesto con la desatadura, hizo en enero un año, de la que pesaba desde el 2 de julio de 1988 sobre los cuatro obispos lefebvrianos. Pero no me fijaré en ésta, por la polvareda que de hecho ha levantado; sino en otra, también incuestionablemente histórica, que ya carece de resonancias ocasionales y resulta más expresiva en relación a mi planteamiento. Hablo de la lanzada el 16de julio de 1054 contra el patriarca de Constantinopla, Miguel Cerulario, por el Cardenal Humberto, en nombre del papa León IX. En ella quedaron incluidos los patriarcados adheridos al anterior y muchas de las iglesias eslavas de oriente, que se sumaron a Miguel Cerulario ya antes de acabar el siglo XI. Aunque vigente desde entonces, quedó desatada por Paulo VI el 7 de diciembre de 1965, a la vez que el patriarca de Constantinopla Atenágoras, anulaba por su parte el anatema contra Roma, con que Miguel Cerulario había respondido en su día.

La excomunión y el anatema se afirman expulsión de la Iglesia; católicos y ortodoxos juzgamos dogma de fe que fuera de ella no hay salvación ninguna y ambos nos creemos la Iglesia verdadera. Siendo así, por pura coherencia lógica y sin más (salvo que se teja acomodaticiamente o a lo loco, no en serio y con simplicidad), tanto unos como otros deberíamos decir que resultaron condenados al infierno todos los del otro bando, fallecidos durante los nueve siglos que duró la excomunión mutua. No digo, y menos a estas alturas (como suele comentarse), que haya de tenerse por ejecutada esa condena; sino que es la conclusión lógicamente exigida sin escapatoria posible, a partir de los asertos que le sirven de base. Pero, ni ambos bandos podrían tener razón a la vez; ni, fuere cual fuese el que la tuviere, sería admisible en modo alguno la propia conclusión. Esto, por la imposibilidad evidenciada en mi anterior escrito, como recordé al empezar, de vincular la condenación eterna a atadura temporal, tal cual son la excomunión y el anatema. Por tanto, o se niega que éstos excluyen de la Iglesia, o se afirma que es falso lo de no haber salvación fuera de ella. Estas dos cosas tampoco pueden ser verdaderas a la vez.

No parece lo más razonable optar por lo último, por lo muy asentado que está dicho axioma en el testimonio de Pedro ante Anás y el sanhedrín: Jesucristo Nazareno, la piedra desechada por vosotros, es la piedra angular y no se da la salvación en ninguno otro, porque no existe bajo el cielo otro nombre, dado a los hombres, por el que hayamos de ser salvos (Hch 4,12). Lo atinado, entonces, será quedarse con lo primero: la excomunión y el anatema no excluyen de la Iglesia. Al menos de la que fuera de la cual no hay salvación, es decir, de la de Jesús; sino de otra. Pero, no hay más que las varias que se proclaman la verdadera de Jesús, a las cuales pertenecemos por lo menos socialmente, unos a una y otros a otra. En prevención de confusiones, las llamo aquí societarias, denominación compatible con su obvia pluralidad.

Aunque los autores de la recíproca excomunión recordada pretendieron mucho más; lo máximo que podían conseguir, fuera o no con abuso de poder, era expulsar, uno, de la iglesia católica romana; el otro, de la católica ortodoxa. Pero nunca y de ningún modo de la de Jesús; es decir, de la formada por cuantos, pese a nuestras diferencias, coincidimos en creer que Él es el Mesías, el Hijo del Dios viviente, la piedra angular de nuestra salvación. Esta fe bastó para que el propio Jesús declarase Pétros de su Iglesia a Simón Baryona (Mt 16,17), aunque éste ignorase, por lo menos en ese momento, muchas de las cosas del actual Catecismo Católico. Esta fe es la que entonces, ahora y siempre basta para ser de la Iglesia de Jesús (Hch 8,36-39; etc.).

Las iglesias societarias no pueden considerarse sino plasmaciones diversas de la misma y única Iglesia de Jesús, propias de este siglo, de las que Ella se liberará en la consumación del mundo, cuando Jesús nos tenga sentados en su trono, como Él ya lo está en el de su Padre (Ap 3,21). Ellas requieren de una adhesión explícita; mientras que a la de Jesús le basta la implícita, al menos la entrañada en el hacer el bien a los otros (Mt 25,34-40); y ésta, además, está desvinculada del tiempo, hasta tener cabida en ella los fallecidos antes de haber iglesias. Como José, el padre legal de Jesús; el ladrón que le invocó en la cruz; y tantísimos otros desde la creación del hombre (Ap 7,9-10).

La distinción y a la vez identidad, que así se afirma, entre Iglesia de Jesús e iglesias societarias podría compararse con lo que sucede en la Eucaristía. No hay quien desconozca que el Cristo presente en todas es exactamente el mismo, aunque para ello tenga Él que multiplicar su presencia continuamente por toda nuestra geografía. Es más, aunque se trate de las ortodoxas, las anglicanas, las coptas o cualesquiera otras que sean tan eucaristías como las católicas, nunca faltará en ellas la presencia del mismo Jesús, a pesar de las diferencias rituales, ligüísticas e incluso doctrinales, que las distinguen de las nuestras y entre sí.

De igual modo, las diferencias societarias no impiden ser Iglesia de Jesús a ninguna unidad de creyentes en su condición de Salvador único, de Mesías e Hijo de Dios vivo; sino que Ella se da en todas por encima y por detrás de dichas diferencias, las cuales, aunque pueden deteriorar la respectiva aptitud para trasladar al mundo con nitidez el mensaje de Dios, no destruyen su íntimo ser Iglesia de Jesús. Lo mismo que el hombre no deja de ser hombre, ni nadie puede privarle de serlo o excluirlo del conjunto unitario de la humanidad, por más numerosas y más serias anomalías que padezca.
EXCOMUNIÓN Y VIDA ETERNA (II)

ECLESALIA, 09/03/10.- De la iglesia societaria de la que seamos miembros, sí que se nos puede excomulgar de hecho. Esto podrá traernos inconvenientes serios; pero nunca acarrearnos la condenación eterna. Primero, por ser como tengo repetido, de índole temporal la excomunión y, luego, porque quienes creemos en la piedra angular, escogida y preciosa, puesta por Dios, no podemos quedar confundidos (1Pe 2,6). De manera que nadie puede separarnos del linaje escogido, del sacerdocio regio, de la nación santa, del pueblo de su patrimonio (1Pe 2,9). O, lo que es igual, nadie puede expulsarnos de la Iglesia de Jesús, como no hay quien pueda apartarnos del amor de Dios (Rom 8,38-39).

Digo de hecho, porque ha sucedido y puede seguir sucediendo, a pesar de no parecer atadura harmonizable con la misión encomendada por Dios a sus colaboradores en este mundo. Me refiero a la pergeñable por lo menos, a través de parábolas muy conocidas.

La salvación no ha dejado, en efecto, de parecerse al banquete de bodas del hijo de un Rey. Éste es el que invita, sin que pueda haber otro que lo pueda hacer. ¡Suyo es el banquete! Los hombres y sus asociaciones, no pasan de siervos suyos, enviados por Él a las encrucijadas y caminos de la vida para convocar a cuantos hallaren. Es lo que se limitaron a hacer los siervos aquellos, sin distinguir entre malos y buenos. La expulsión del que no dio razón de no llevar traje de boda, fue el Rey quien la ordenó (Mt 22,8-13). De igual modo se puede decir que la tarea de los pescadores de hombres es echar al mundo la gran red que arrastra toda clase de peces; no ponerse a separar los malos de los buenos. Ésta es tarea a realizar cuando la red sea sacada a la orilla, en la consumación del mundo (Mt 13,47-50). Lo mismo puede decirse en relación a la parábola de la cizaña.

No parece por ello que sea misión de nadie en la tierra excluir a nadie de la invitación del Rey, ni de la red, ni del sembrado. Es que esto no lo hizo ni el propio Jesús (Jn 6,37), ni siquiera con Judas; sino que éste fue el que él solo se apartó. Y a todos los demás no les impidió irse; sino que dejó libertad hasta a los Doce para que se fueran (Jn 6,67-68). Y respetó la voluntad de quienes no quisieron acogerle (Mt 8,34-9,1), sin aceptar por ello condena para nadie en el presente (Lc 9,53-56), sino sólo en el último día: la que cada uno se hubiere infligido a sí mismo al no creer en su palabra (Jn 12,47-48).

Pues entonces, ¿cómo pueden considerarse la excomunión y el anatema competencia evangélica de la autoridad eclesiástica, aun cuando a ésta se la afirme puesta por el Amo al frente de su casa? ¿No debería ella comportarse más bien como despensero (traducción también literal del oikonómos usado en la parábola: Lc 12,42), puesto para repartir a su tiempo la ración de trigo a los demás? ¿Es que por ser despensero o, como suele decirse, administrador, se deja de ser tan carne y tan hombre como el resto (Hch 14,15); tan siervo como los demás (lo reitera la propia parábola: vv. 43.45.46.47); tan inútil como todos (Lc 17,10)? ¿Podrá, quien tiene recibido del Padre el encargo de velar por los de su casa en este mundo, echar fuera de ella a alguno de sus hermanos, tan hijo del amor de Dios como él? ¿Es que el enviado por Jesús (Jn 20,21) puede hacer lo que ni siquiera fue misión que el Padre le encomendara a Él mismo al enviarle al mundo (Jn 3,17)?

Las excomuniones producidas es imposible entenderlas todas publicación o puesta en luz de autoexclusiones implicadas en conductas personales. Son muchas las que se han debido a disentir de pronunciamientos derogables, y ahora ya derogados en gran número; no a incumplimiento del mandato que tenemos recibido del Padre: que creamos en la persona de su Hijo Jesucristo y nos amemos los unos a los otros (1Jn 3,23). La ofensa contumaz al prójimo, pese al requerimiento de la comunidad propia, es lo único que parece justificar la excomunión, sólo del ofensor; es decir, tenerlo por gentil y pecador (Mt 18,17). Las otras excomuniones ¿no sugieren los golpes con que el despensero confiado en la tardanza del Amo, podría maltratar a los mozos y muchachas y, en todo caso, no es negarles la oportuna ración de trigo que se les debe?

La distinción entre Iglesia de Jesús e iglesias societarias, evoca el reproche de Pablo por las facciones surgidas, ya en su tiempo, por interpretar con criterio humano y carnal el hecho de la incorporación a la Iglesia de Jesús y el del perfeccionamiento en la fe (1Cor 3,3-7). Como si de los dos fueran autores los hombres a través de los que nos llega el mensaje de Dios y no sólo Él. Lo mismo habría que decir de las facciones actuales: mientas que los creyentes somos labranza y edificación de Dios (1Cor 3,9), ellas no pasan en cuanto tales de colaboradoras suyas en su obra. Nadie debería gloriarse en ser de ellas, ni de Pablo, Apolo, o Cefas…; sino sólo de Cristo y de Dios (1Cor 3,21-22).

El dogma básico de la imposibilidad de haber salvación fuera de la Iglesia, además de entenderlo, como digo, a la luz de la distinción entre Iglesia de Jesús e iglesias societarias, parecería preferible que no se diera nunca pie a pensar que se le concibe como pedrada de pastor a los que se alejan o desvían; sino como apremio pastoral que urge a las propias iglesias societarias, tanto más cuanto más se sienta cada una plasmación cumbre de la Iglesia fuera de la que no hay salvación. Apremio, no para combatir a quienes no están en la suya (Mc 9, 40); sino para salir en busca de las ovejas perdidas y de las que, siendo de Jesús, no están aún en ningún aprisco suyo (Jn 10,16). A fin de que, liberadas de las tinieblas por la fe en Él, proclamen las grandezas de Dios (1Pe 2,9), gocen de la esperanza en la herencia incorruptible reservada en los cielos, para la que ya están reengendrados los ya creyentes (1Pe 1,3-4) y vivan el sincero amor fraterno para el que son purificados (1Pe 1,22), incluido el de la alegría de saberse uno con cuantos creen en Jesús de Nazaret.
José Mª Rivas Conde

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