Dios procedió con gran lógica en la obra de la creación: hizo primero lo más perfecto - seres puramente espirituales -; luego lo menos perfecto: el universo material. Al final, un ser "peculiar", situado entre ambos órdenes el hombre. Quizá los ángeles al ver la nueva criatura salida de las manos del Creador, se dirían asombrados uno al otro: "¿Te has fijado?... qué ser más curioso..."
Y es que el hombre es un "puente" entre el mundo del espíritu y el de la materia. Se parece a los ángeles porque tiene alma espiritual, y por su cuerpo material resulta similar a los animales. Pero el hombre no es ni ángel ni bestia; es un ser aparte por derecho propio, un ser con un pie en el barro y otro en la sublimidad. Los filósofos definen al hombre como "animal racional"; "animal" señala su cuerpo físico, y racional, connota su alma espiritual.
A pesar de que tenemos tanta inclinación al amor propio y a la presunción, resulta extraño que demos poca importancia al hecho de ser unos seres tan maravillosos. Quizá la siguiente explicación nos ayude a comprender que basta pensar en el cuerpo (lo de menos valor que tenemos) para quedar sorprendidos. Tejidos, membranas y músculos componen los órganos: el corazón, los pulmones, el estómago y demás. Cada órgano está formado por una "galaxia de partes" como "constelaciones de estrellas", y cada parte, cada célula, dedica su operación a la función de ese órgano particular: circulación de la sangre, respiración del aire, su absorción o la de alimentos.
Los distintos órganos se mantienen en su trabajo veinticuatro horas al día, sin pensamientos o dirección conscientes de nuestra mente y (¡lo más asombroso!), aunque cada órgano aparentemente esté ocupado en su función propia, en realidad trabaja constantemente por el bien de los otros y de todo el cuerpo.
El soporte y protección de todo ese organismo que llamamos cuerpo es el esqueleto. Nos da la rapidez necesaria para estar erguidos, sentarnos o andar. Los huesos dan anclaje a los músculos y tendones, haciendo posible el movimiento y la acción. Dan también protección a los órganos más vulnerables: el cráneo protege al cerebro, las vértebras a la médula espinal, las costillas al corazón y a los pulmones. Además de todo esto, los extremos de los huesos largos contribuyen a la producción de los glóbulos rojos de la sangre.
Otra maravilla de nuestro cuerpo es el proceso de "manufacturación” en que está ocupado todo el tiempo. Metemos alimentos y agua en la boca y nos olvidamos: el cuerpo solo continúa la tarea. Por un proceso que la biología puede explicar pero no reproducir, el sistema digestivo cambia el pan, la carne y las bebidas en un líquido de células vivas que baña y nutre constantemente cada parte de nuestro cuerpo. Este alimento líquido que llamamos sangre, contiene azúcares, proteínas y otros muchos elementos. Fluye a los pulmones y recoge oxígeno, que transporta junto con el alimento a cada rincón de nuestro cuerpo.
El sistema nervioso es también objeto de admiración. En realidad, hay dos sistemas nerviosos: el motor, por el que mi cerebro controla los movimiento del cuerpo (mi cerebro ordena "muévanse", y mis pies obedecen y se levantan rítmicamente), y el sensitivo, por el que sentimos dolor (ese centinela siempre alerta a las enfermedades y lesiones), y por el que traemos el mundo exterior a nuestro cerebro a través de los órganos de los sentidos, vista, olfato, oído, gusto y tacto. A su vez, estos órganos son un nuevo prodigio de diseño y precisión. De nuevo los científicos - el anatomista, el biólogo, el oculista - podrán decirnos cómo operan, pero ni el más dotado de ellos podrá jamás construir un ojo, hacer un oído o reproducir una simple papila del gusto.
Podríamos continuar enumerando indefinidamente las maravillas de nuestro cuerpo; aquí sólo mencionamos algunas de pasada. Pero nuestro cuerpo no es sino una parte del hombre, y, con mucho, la parte menos valiosa. Como los ángeles, el hombre tiene un espíritu inmortal. En el hombre se encuentran el mundo de la materia y el del espíritu. Alma y cuerpo se funden en una sustancia completa que es la persona humana.
Sin embargo, no es circunstancial el modo como se unen el alma y el cuerpo. Este cuerpo no es un mero instrumento del alma, algo así como un caballo para su jinete. El alma y el cuerpo han sido hechos la una para el otro. Se funden, se compenetran tan íntimamente que cada parte sin la otra, implica la muerte del sujeto.
Cuerpo y alma forman un único ser que actúa: la persona. Si me rompo un hueso no es sólo mi cuerpo el que padece, soy todo yo. Y si mi alma está afligida con penas o sustos, esto repercute en mi organismo físico, en el que pueden producirse gastritis o males cardiacos. Si la ira o la envidia sacuden mi alma, el cuerpo refleja la emoción, palidece o se ruboriza, y el corazón late más rápido; de muchas maneras distintas el cuerpo participa de las emociones del alma, y el alma influye en las disposiciones corpóreas.
No es, pues, el cuerpo un mero accesorio del alma, pero, al mismo tiempo, debemos percatarnos que la parte más importante de la persona humana es el alma. Esta es la parte inmortal, y es esa inmortalidad del alma la que liberará al cuerpo de la muerte que le es propia. Si pensamos en esto cada vez resultará más claro el absurdo que supone - como sucede profusamente en nuestros días - el afán febril de cuidar el cuerpo: la salud, la fuerza, el deporte, el Confort, dejando sin relieve la importancia del alma. ¡Con cuánta frecuencia el "culto" al cuerpo inclina a pensar que el hombre no trasciende el nivel del caballo, del mulo o del toro!
No es, pues, el cuerpo un mero accesorio del alma, pero, al mismo tiempo, debemos percatarnos que la parte más importante de la persona humana es el alma. Esta es la parte inmortal, y es esa inmortalidad del alma la que liberará al cuerpo de la muerte que le es propia. Si pensamos en esto cada vez resultará más claro el absurdo que supone - como sucede profusamente en nuestros días - el afán febril de cuidar el cuerpo: la salud, la fuerza, el deporte, el Confort, dejando sin relieve la importancia del alma. ¡Con cuánta frecuencia el "culto" al cuerpo inclina a pensar que el hombre no trasciende el nivel del caballo, del mulo o del toro!
¿Cómo es el alma?
La maravilla de todo lo que compone nuestro cuerpo produce asombro y admiración: el conjunto que lo integra es obra de una ingeniería maestra. Y, ¿qué decir de nuestra alma, que no refleja procesos orgánicos, que es capaz de pensar, de conmoverse, de llevar a cabo grandes hazañas, de elevarse sobre sus debilidades, de identificarse con su prójimo hasta llegar a dar por él la vida, de asombrarse ante lo pequeño y humillarse ante lo grandioso, de elegir entre los caminos aquel que es el verdadero, de componer una sinfonía y escribir un poema?
Nuestra alma, ¿cómo será?
A pesar de lo cortas que se quedarán nuestras palabras, intentemos decir algo sobre ella. Ya al hablar de la naturaleza de Dios expusimos la naturaleza de los seres espirituales. Un espíritu, veíamos, es un ser inteligente y consiente que no sólo es invisible (como el aire), sino que es absolutamente inmaterial, es decir, que no está hecho de materia. Un espíritu no tiene moléculas, ni hay electrones en el alma.
Un espíritu no se puede medir; no tiene tamaño ni peso. Por esta razón el alma entera puede estar en todas y cada una de las partes del cuerpo al mismo tiempo; no está una parte en la cabeza, otra en el corazón y otra en el pie. Si me amputan la mano en una operación quirúrgica, no pierdo una parte del alma. Simplemente, mi alma ya no está en lo que no es más que una antigua parte de mi cuerpo vivo. Y al morir, cuando mi cuerpo esté a tal grado perjudicado por la enfermedad o las heridas que no pueda continuar su función, mi alma lo abandona y se me declarará muerto. Pero el alma no muere. Al ser absolutamente inmaterial (no está integrada por nada corruptible), nada hay en ella que pueda ser dañado, nada que pueda corromperse. Al no constar de partes, no tiene elementos básicos en qué poder dividirse, no tiene modo de poder disociarse o dejar de ser lo que es, de disgregarse.
Por el alma decimos que Dios nos ha hecho a su imagen y semejanza. Es verdad que nuestro cuerpo, como todo el universo físico, refleja el poder y la sabiduría divinos, pero nuestra alma es un retrato del Hacedor de modo especialísimo. Es un retrato pequeño y bastante imperfecto, pero imagen al fin, de ese Espíritu infinitamente perfecto que es Dios. Nuestra inteligencia, por la que conocemos y comprendemos verdades, razonamos y deducimos nuevas verdades y hacemos juicios sobre el bien y el mal, refleja la suma e infinita inteligencia de Dios. Nuestra libre voluntad, por la que deliberadamente optamos por una cosa u otra, es una semejanza de la omnímoda libertad que Dios posee; y, por supuesto, nuestra inmortalidad es un destello de la divina eternidad.
De esto se desprende un corolario de enorme importancia: ya que la vida íntima de Dios consiste en conocerse a Sí mismo (Dios Hijo) y amarse a Sí mismo (Dios Espíritu Santo), tanto más nos aproximamos a la divina Imagen cuanto más utilizamos nuestra inteligencia en conocer a Dios, y cuanto más dirigimos nuestra libre voluntad para amarlo. Conociéndolo y amándolo vivimos - aunque sea tan sorprendente saberlo - la vida íntima de Dios, la corriente de vida intratrinitaria que nos colmará en el cielo.
Ricardo Sada Fernández
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