Me hago eco de esta idea lanzada por Don Jesús Higueras en la homilía de hoy en la misa de Santa María de Caná, no sin antes descalzarme pues es en tierra sagrada donde voy a pisar al comentar acerca de lo ocurrido en Puerto Príncipe.
Como Moisés ante el Señor, no podemos menos que quitarnos los zapatos y reconocer que el misterio del dolor nos sobrepasa, ya que todo afán de comprenderlo o explicarlo se ha de quedar necesariamente en poco.
Ante el dolor de los demás es muy fácil decir palabras que a uno mismo le hagan sentirse bien y descargado de la obligación de dar el pésame. Pero lo cierto es que ante una persona transida por el dolor, uno sólo se puede presentar con lo que tiene y mostrar la reverencia de quien se encuentra ante algo sagrado y misterioso, que le supera y le recuerda sus momentos propios de dolor y pérdida.
Una de mis películas favoritas es “Tierras de Penumbra” protagonizada por Anthony Hopkins y Debra Winger, inspirada en dos libros “Surprised by joy” y “Una pena en observación” que narran la vida del escritor C.S. Lewis desde que conoció a una poetisa americana, Joy Davidman Gresham con la que llegó a casarse, la cual murió prematuramente de un cáncer.
En la película, C.S. Lewis aparece como un distante profesor que se permite el lujo de dar conferencias, y con mucho éxito, explicando que el dolor es “una campanada de Dios para despertar a un mundo de sordos”.
Este profesor se enamora, y se humaniza hasta tal punto que ha de aprender a elegir el dolor que conlleva casarse con una persona enferma de cáncer, sabiendo de antemano el fatal desenlace. En el film se da la vuelta a la frase de San Pablo “los sufrimientos y padecimientos de ahora, no son nada comparados con la gloria venidera”, pues su mujer le recuerda que también “las alegrías de ahora, son parte del sufrimiento que tendremos entonces”.
Para mí la película llega a su culmen cuando el hijo de la poetisa, fallecida esta, llora desconsolado en el desván donde se encuentra el armario que inspiró a C.S. Lewis toda la historia de Narnia. Es el símbolo de la inocencia de los niños, de la fantasía, de la imaginación. El niño, llorando, pregunta al tembloroso Lewis “¿Existe el cielo?”. Y el escritor, teólogo y conferenciante que tanto había predicado sobre el dolor, se derrumba entre sollozos y dice “no lo sé”.
Paradójicamente C.S. Lewis comprendió al fin el misterio del dolor cuando dijo aquello de “no lo sé”, haciéndose niño ante la muerte, en vez de teólogo que da explicación a todo.
Volviendo al tema de Haití el viernes escuché a Ferrán Monegal en el programa de Julia en la Onda lanzar una pregunta que está en boca de todos estos días: “¿Dónde estaba Dios durante el terremoto de Haití?”.
La pregunta que era amarga, no era dolorida, sino malintencionada y lacerante, tanto en su expresión como en su contenido, pues el desafortunado comentarista estaba esperando el silencio de todos para pontificar acerca del dolor, diciendo que creía en el dios teísta de la ilustración (un dios que no interviene en nuestra vida, a quien le importamos un comino).
Existen muchas maneras de preguntarse donde estaba Dios ante el dolor, y creo que sólo podemos descalzarnos y acompañar a quienes se hacen la pregunta en un abrazo que salga de lo más hondo de nuestra experiencia humana, desnudo de teologías y de explicaciones, y lleno de un acompañamiento sincero.
Dicho esto, no podemos callar la respuesta que tan acertadamente ha esbozado Don Jesús esta mañana. Dios, en Jesucristo, estaba en el terremoto de Haití, y vaya si estaba. Estaba en cada persona, en cada grito de dolor, en cada angustia. Estaba bajo los escombros, y estaba con los familiares. Estaba con las víctimas. Y sufría con nosotros, sufría con ellos, padecía con su rebaño.
Allí estaba Aquel que respondió así a esta pregunta: "Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te alimentamos, o sediento y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos como forastero y te dimos alojamiento, o necesitado de ropa y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y te visitamos?" El Rey les responderá: "Les aseguro que todo lo que hicieron por uno de mis hermanos, aun por el más pequeño, lo hicieron por mí". (Mateo 25,37-40).
Por que Él es quien tuvo hambre, tuvo sed, fue forastero, estuvo enfermo y estuvo en la cárcel. En Cristo toda nuestra humanidad fue asumida, y con ella todos nuestros dolores, penas y enfermedades. En Él se enjugaron todas las lágrimas, todos los pesares, todas las amarguras del tiempo presente, y las que aún queden por venir.
Él es ese Cristo dulce de sonrisa bobalicona que sonríe en la cruz del castillo de Javier, en Navarra, gozándose de estar comprando para nosotros la libertad.
Él es quien se escondía en tu corazón y en mi corazón, en las horas de amargura y de infidelidad, en las que la voz de Dios parecía estar callada, y la vida, como una ola, arremetía rompiendo rabiosamente contra los cimientos de nuestra seguridad y nuestra tierra.
Él es quien no rehuyó tu rostro en la hora más triste, y se hizo presente con una dulzura, una paz y serenidad, que el mundo no puede dar, porque Él sabía acompañar y hacerse uno con lo que estabas viviendo.
Él es quien al final veremos, porque al principio nos hizo, y quien siendo Señor de la vida, se enfrentó a la muerte, para vencerla y ganarnos a todos nosotros.
No es fácil hablar del dolor ajeno, debemos ser muy púdicos a la hora de hacerlo. Tampoco es fácil tener el oficio de teólogo y como Monseñor Munilla verse en la picota pública por decir una obviedad: que la muerte no es el final, y que hay muertes muchísimo más graves que la del cuerpo.
Pero no es tan difícil comprender que en un mundo imperfecto donde parece que reina el pecado, la muerte, la enfermedad, la guerra y donde la creación misma gime con dolores de parto - como nos dice la Escritura - la muerte pueda llegar de manera inesperada y cruel.
Y si Dios con nosotros, ¿quien contra nosotros? Porque la muerte no tiene la palabra final, y nuestros sufrimientos han sido asumidos por el Verbo de Dios, y nada de lo nuestro es ajeno para Él.
A veces - al igual que ese niño que era C.S. Lewis hasta que decidió aceptar el dolor - escogemos vivir como si no hubiera sufrimiento, y tenemos la osadía de echarle a Dios las cuentas por el dolor actual, porque queremos que Él sirva a nuestra miopía existencial dándonos una vida fácil, indolora y exenta de sinsabores.
No tenemos derecho a explicar el dolor, ni el propio, ni el ajeno. Pero si tenemos el deber de proclamar que Dios está con nosotros, y no sólo a través de nuestras manos y brazos solidarios, de nuestra caridad cristiana entregada... en el quicio del dolor, en el paroxismo del mismo, allá donde nada se entiende y todo son tinieblas e incomprensión... allá está nuestro Dios, allá estuvo y allá estará.
Y el misterio de la humanidad es que Cristo reina desde ese trono desvencijado y contrahecho que es la Cruz, trono de miserias, sufrimientos y aberraciones del cual se aparta la vista y el cual repugna a nuestra carne irredenta.
Y desde ese trono Jesucristo llama benditos de su padre a quienes lloran, a quienes sufren, tienen hambre, son perseguidos... y se hace forastero, enfermo, encarcelado, desnudo y hambriento... y se hace ellos, se hace tú, se hace yo, se hace nosotros.
Y el verbo se hizo carne, y se enterró bajo los escombros del terremoto de nuestra humanidad fracasada, para enderezarla y hacerla eterna mediante el triunfo de la Resurrección...
Por todo esto, y por más, que nadie pregunte dónde estaba Dios con ánimos inflamatorios. Mejor clamar con Él aquello de “Dios mío, Dios mío ¿porqué me has abandonado?” y recordar que por mucho que queramos, no somos nadie para explicar lo que ha ocurrido en Haití.
José Alberto Barrera
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