Sesenta y cinco años del día en que las tropas rusas hicieron su entrada en el campo de concentración de Auschwitz, en Polonia, encontrándose el desolador espectáculo que se encontraron, ocho mil pobres desgraciados que alguna vez habían sido seres humanos y que después de todo, aún se podían considerar afortunados, pues eran los únicos supervivientes de los cuatro a seis millones de judíos que alguna vez entraron en aquel campo pero nunca salieron de él. Pues bien, tal fecha como hoy es la que el día que el 1 de noviembre de 2005 eligió la Asamblea General de las Naciones Unidas para celebrar en adelante el Día del recuerdo del Holocausto. La Shoah, como se llama en hebreo.
Un holocausto que no es sino la penúltima página de un fenómeno que parece correr en paralelo con la historia de la Humanidad, como si estuviera intrínsecamente unido a ella y no hubiera manera de extirparlo: el “antisemitismo”, padecido por todas las sociedades y en todas las épocas.
El judío es pueblo errante desde los inicios de su historia. Con el exilio babilónico del s. VI a.C. se puede decir que comienza la famosa “diáspora” que llevará a sus hijos a poblar el mundo entero, creando en todas las ciudades del orbe, colonias en las que los judíos, generalmente segregados, a veces autosegregados, hasta su lengua pierden, aunque nunca dejan de relacionarse entre sí, de reproducirse entre sí y, sobre todo, de practicar el culto del Dios único Yahveh y los ritos principales de su religión, resumidos en la circuncisión, el sabat, la celebración de las fiestas, la Biblia, las prohibiciones alimenticias y el culto en las sinagogas.
La conquista de Jerusalén en 135 por el Emperador Adriano pone fin a una guerra, la romano-judía, que ha durado prácticamente dos siglos, los que van desde que Pompeyo irrumpe en la región el año 70 a.C.. Pero lo hace de modo dramático, con la reducción a cenizas de la ciudad santa y el levantamiento en su lugar de una urbe nueva, Aelia Capitolina. La orden inapelable dada a los judíos de abandonar la ciudad representa el momento álgido de la diáspora y la definitiva expansión de la nación israelita por todas las tierras del mundo conocido. De todas serán expulsados, un poco por ese afán de diferenciarse del resto de los ciudadanos con los que conviven; a menudo por la envidia que el éxito con el que culminan cuanto acometen provoca.
De España también los expulsamos, y de todas los exilios que los judíos han sufrido, el de nuestro país es aún el que más lamentan. No fuimos peores, en todas partes lo hicieron. Puede que hasta fuéramos mejores, al brindar a los hijos de Abraham dos alternativas que no en todas partes les fueron dadas: la de convertirse y la de marchar. No nos justifica.
Un peligroso iluminado, los iluminados siempre los son, nacido en Austria a finales del s. XIX, creyó haber hallado la que él mismo denominó la “solución final” que iba a resolver el problema para siempre: el completo exterminio de la raza, para que nunca más hubiera que soportar sus narices aguileñas, el éxito que a menudo les sonreía y ese insultante aferramiento a costumbres ancestrales que les convertían en distintos. No lo consiguió, pero el precio de sangre que los judíos pagaron fue inmensurable, infinito.
Hoy son muchos los que creen que el antisemitismo es cosa de otros tiempos y que está superado. En modo alguno. Un informe de la Agencia Judía indica que 2009 ha sido el año en que se han registrado más ataques antisemitas desde la Segunda Guerra Mundial. Y un dato a registrar: a la pregunta concreta de si los judíos explotan en su beneficio las persecuciones del pasado, el 42% de los encuestados que respondía afirmativamente se elevaba en España al 75%, lo que convierte a nuestro país, junto a Polonia, en aquél con mayor prejuicio antisemita.
Una de las formas que ese antisemitismo adopta en la actualidad, como bien señalaba ayer la Presidenta de la Comunidad de Madrid Esperanza Aguirre, “nace en la demonización del Estado de Israel bajo la apariencia de humanitarismo progresista”.
Un holocausto que no es sino la penúltima página de un fenómeno que parece correr en paralelo con la historia de la Humanidad, como si estuviera intrínsecamente unido a ella y no hubiera manera de extirparlo: el “antisemitismo”, padecido por todas las sociedades y en todas las épocas.
El judío es pueblo errante desde los inicios de su historia. Con el exilio babilónico del s. VI a.C. se puede decir que comienza la famosa “diáspora” que llevará a sus hijos a poblar el mundo entero, creando en todas las ciudades del orbe, colonias en las que los judíos, generalmente segregados, a veces autosegregados, hasta su lengua pierden, aunque nunca dejan de relacionarse entre sí, de reproducirse entre sí y, sobre todo, de practicar el culto del Dios único Yahveh y los ritos principales de su religión, resumidos en la circuncisión, el sabat, la celebración de las fiestas, la Biblia, las prohibiciones alimenticias y el culto en las sinagogas.
La conquista de Jerusalén en 135 por el Emperador Adriano pone fin a una guerra, la romano-judía, que ha durado prácticamente dos siglos, los que van desde que Pompeyo irrumpe en la región el año 70 a.C.. Pero lo hace de modo dramático, con la reducción a cenizas de la ciudad santa y el levantamiento en su lugar de una urbe nueva, Aelia Capitolina. La orden inapelable dada a los judíos de abandonar la ciudad representa el momento álgido de la diáspora y la definitiva expansión de la nación israelita por todas las tierras del mundo conocido. De todas serán expulsados, un poco por ese afán de diferenciarse del resto de los ciudadanos con los que conviven; a menudo por la envidia que el éxito con el que culminan cuanto acometen provoca.
De España también los expulsamos, y de todas los exilios que los judíos han sufrido, el de nuestro país es aún el que más lamentan. No fuimos peores, en todas partes lo hicieron. Puede que hasta fuéramos mejores, al brindar a los hijos de Abraham dos alternativas que no en todas partes les fueron dadas: la de convertirse y la de marchar. No nos justifica.
Un peligroso iluminado, los iluminados siempre los son, nacido en Austria a finales del s. XIX, creyó haber hallado la que él mismo denominó la “solución final” que iba a resolver el problema para siempre: el completo exterminio de la raza, para que nunca más hubiera que soportar sus narices aguileñas, el éxito que a menudo les sonreía y ese insultante aferramiento a costumbres ancestrales que les convertían en distintos. No lo consiguió, pero el precio de sangre que los judíos pagaron fue inmensurable, infinito.
Hoy son muchos los que creen que el antisemitismo es cosa de otros tiempos y que está superado. En modo alguno. Un informe de la Agencia Judía indica que 2009 ha sido el año en que se han registrado más ataques antisemitas desde la Segunda Guerra Mundial. Y un dato a registrar: a la pregunta concreta de si los judíos explotan en su beneficio las persecuciones del pasado, el 42% de los encuestados que respondía afirmativamente se elevaba en España al 75%, lo que convierte a nuestro país, junto a Polonia, en aquél con mayor prejuicio antisemita.
Una de las formas que ese antisemitismo adopta en la actualidad, como bien señalaba ayer la Presidenta de la Comunidad de Madrid Esperanza Aguirre, “nace en la demonización del Estado de Israel bajo la apariencia de humanitarismo progresista”.
No le falta razón a la Sra. Aguirre. Pero pese a quien pese, los judíos tienen en Israel derechos ancestrales y derechos presentes. Es verdad que parecidos derechos asisten a los árabes de la región llamados palestinos. Unos y otros, israelíes y palestinos, habrán de hacer un esfuerzo de imaginación y de generosidad para alcanzar la paz y la convivencia. Ahora bien, ninguna solución pasa por el lema que cínicamente esgrimen muchos: ¡al mar con los judíos! Lema que, al fin y a la postre, sólo confirma lo que decíamos al principio, que el antisemitismo existe y que, por desgracia, es inherente a la Historia.
Luis Antequera
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