El título de esta glosa parece que es un contra sentido y sin embargo no lo es. Veamos.
La mayoría de nosotros, puede ser que seamos cristianos o no lo seamos, que nos atengamos o no, a las normas de nuestra Iglesia o que no nos atengamos, pero en este caso escribo para católicos, es decir, para aquellos que han tenido a bien, llamarnos practicantes. Pues bien, todos nosotros reconocemos la existencia de un mundo material visible y palpable y otro invisible e impalpable. No son muchos, los que contra todo sentimiento y razón humana nieguen la existencia de un mundo invisible e impalpable, porque nuestra impronta de creación nos lo impone. Esta nos dice, que existe ese mundo invisible, y que es más, la mitad de nuestro ser pertenece a ese mundo. Los hay, no lo niego, tan aferrados a la materia que no ven nada fuera de ella y niegan la existencia de un mundo invisible, pero la impronta con la que Dios les creo, les fuerza a centrar la necesidad de búsqueda de ese mundo invisible que es la mitad de su ser, buscando equivocadamente en fuentes esotéricas. También los hay, que reconocen la existencia del alma en el cuerpo humano, pero sin poder desprenderse de su antropomorfismo, ridículamente sitúan el alma humana en el cerebro del hombre, como si lo invisible necesitase corporeizarse en alguna parte de nuestro cuerpo.
Y sin embargo, les guste a les disguste a quien sea, el alma humana forma con el cuerpo, la persona humana. Siempre se ha venido sosteniendo que la diferencia entre las personas y los animales es la tenencia o no de un alma. Pero en 1990 Juan Pablo II muy sensibilizado con los animales, no dijo que los animales tuviesen alma, pero sí manifestó, que: “Existe un soplo divino y que por lo tanto merecen nuestro respeto y compasión”. En todo caso, el alma humana, aunque parezca una “perogrullada”, solo le pertenece al ser humano.
El mundo invisible, al pertenece nuestra propia alma, existe, está a nuestro alrededor, y si prestamos un poco de atención, nos damos cuenta de que a lo largo de nuestra vida a todos nos han sucedido cosas que no tienen explicación lógica si solo nos atenemos al mundo material, para encontrar una explicación razonable. Y este mundo invisible o del espíritu, ya que a través de nuestra alma que es espíritu podemos acceder a él, pertenece a Dios y está dispuesto por Él, que nunca tuvo un principio ni nunca tendrá un fin, Él es el Alfa y el Omega, Él que es el Creador de todo lo visible y lo invisible. Y nosotros con nuestro cuerpo formamos parte de lo visible que es la materia, y de lo invisible que es nuestra alma.
Ahora bien, nosotros nacemos crecemos, vivimos y actuamos como si solo tuviésemos cuerpo. Desarrollamos nuestro cuerpo, en unos casos lo cuidamos lo sobrealimentamos, y en otros casos hay quienes no los pueden ni alimentar, por el hedonismo y el egoísmo que tenemos los habitantes de países ricos. Pero en lo que se refiere al alma, para muchos como si no existiese. Otros, algo se ocupan de ella, pero casi con los dedos de la mano, podemos contar el número de los que habiéndose preocupado extraordinariamente del desarrollo de su alma y de sus sentidos corporales (Ver glosa “Sentidos del alma”, del 21-12-09) tienen la dicha de poder zambullirse de cabeza en el amor a Dios.
A esta clase de personas me estoy refiriendo en esta glosa, pues ellas han recibido la gracia de poder llegar a palpar la gloria sobrenatural de Dios, ya aquí en la tierra. Como digo, estos son muy pocos, pero existen, están ahí y pasan desapercibidos a nuestro alrededor. Son esa clase de personas que han logrado encontrar a Dios, donde mora, en el interior de nuestro ser, y Él ha establecido ya su reino en el alma de esta persona. Para ella, lo invisible se ha hecho ya visible; carece de apegos humanos de cualquier clase, no valora para nada los bienes materiales. Se aplica la frase de San Agustín: Pudiendo poseer al que todo lo hizo, por qué te empeñas en querer poseer y apegarte a una de sus realizaciones. Teniéndole a Él, lo tendrás todo. Ama y sirve a los demás con la fuerza que extrae del corazón de su Amado. Su vida ya no es vida, porque como decía Santa Teresa: “Muero porque no muero”. Su humildad ya llega a tal grado, que busca incesantemente la humillación, pues sabe que en ella se acuna el amor a su Amado. Son personas tremendamente felices y alegres, pues la alegría exterior siempre le emana al que tiene a Dios dentro de sí y ahí lo ha encontrado ya.
Y después de leer el párrafo anterior, alguno se preguntará: ¿Y cómo se alcanza esta situación? Para responder a esta pregunta diré primeramente, que todo el que quiere puede, y a tal efecto contaré un hecho sucedido: Santo Tomás de Aquino, era llamado el “Buey mudo”, en atención a su gran corpulencia y lo escueto de sus contestaciones. Al final de sus días, cuando la fama de su santidad estaba ya extendida, le preguntó su hermana: Tomás, que hay que hacer para ser santo, y él escuetamente le respondió: Querer. Y así es, de sencillo, si queremos seremos santos, pero solo si nosotros queremos, si no queremos, Dios no nos puede hacer santos contra nuestra voluntad.
Pero tengamos presente que el deseo de querer, tiene que ser muy fuerte y sobretodo tremendamente perseverante. Nosotros en nuestras relaciones con el Señor, nos creemos que estamos en el mundo de orden material, donde las cosas se dicen una sola vez, y creemos que no es necesario repetirle a Dios lo que le solicitamos. Esto es un error que cometemos, ya que pensamos, que como Dios es muy inteligente no hace falta repetirle las cosas, a Dios le encanta que le pidamos y que sobretodo le pidamos bienes espirituales. La petición reiterativa es fundamental para obtener algo de Dios (Ver glosa “Oración repetitiva”, del 26-06-09).
Y la repetición en nuestra oración, requiere un algo fundamental que es la constancia o perseverancia. La constancia no es un valor que a primera vista parezca demasiado importante, pero sin ella es imposible la obtención de resultados en cualquier campo de la vida, y sobre todo en la vida espiritual. Perseverad en mi amor, nos dice el Señor porque Él, tan solo tiene un temor, y es que deseemos no corresponder a su amor, Él está siempre anhelante, de que participemos de su vida y de su gloria. La perseverancia, escribe Jean Lafrance, consiste en esencia en volver a emprender incansablemente el camino, suceda lo que suceda, después de cualquier tormenta o de cualquier periodo de flojedad… Es una virtud profundamente humilde; recíprocamente la humildad es profundamente perseverante, no se desanima jamás. El orgullo es el que se desanima sólo él. La perseverancia no puede darse solo a fuerza de voluntad. Es una fuerza otorgada por Dios, para que seamos capaces de cumplir lo que nos ha encomendado. La perseverancia pues, si la poseemos, es una señal de la amorosa presencia del Señor en nuestro caminar y este caminar, si lo deseamos de verdad nos llevará a ver lo invisible desde nuestro mundo corporal visible.
Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.
Juan del Carmelo
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