martes, 26 de enero de 2010

ANOCHECE


Un cuento desde Argentina escrito por Juan Varga y Ricardo Gómez.

Por momentos la naturaleza y el hombre se ponen de acuerdo; el gran disco dorado desciende lentamente en el horizonte y los cientos de miles de habitantes de la gran ciudad se dirigen a sus cuevas, dejando las calles y veredas casi vacías. Ese tumulto de autos desfilando lentamente hacia las salidas de las autopistas y las largas colas de gente en paradas de colectivos y estaciones de subtes se asemejaba a un río. Pero todo aquello rápidamente desaparece, dando lugar al silencio y al vacío, como si literalmente se los hubiera tragado la tierra. La luz natural del atardecer resigna su lugar a las luces de mercurio y el cielo se pone tan negro como el carbón.

La cálida luz solar se va reemplazando paulatinamente por luces más frías, impersonales, que florecen en cada cubículo donde se refugian una o más personas. Si bien prefabricadas y puntuales, estas luces se tornan esenciales para que los individuos forjen sus vidas por las noches. Y envueltos en esas luces artificiales se desenvuelven las vidas de todos esos seres casi minúsculos, de apariencia engañosamente frágil y amable. Cada uno vuelve a sus sitios con la carga de haber estado todo el día fuera del ámbito al que llaman hogar, habiendo sido iluminados por una luz más sana, más generadora de vida que la inexpresiva luz artificial que surge con solo presionar algún dispositivo. Tal vez por verlo a diario es que nadie puede notar ese calor vivificante, y confía que esa luminosidad lo despertará al otro día, como si todo estuviera dispuesto para su servicio, como si la maquinaria del universo los tuviera como centro y eje primordial.

Veinte y treinta horas del 21 de Diciembre de 2012. Nadie se imagina que ese calor vivificante que hasta hace unos momentos iluminaba la vida estaba a punto de desaparecer para siempre. Lo habían predicho los Mayas, los Aztecas y también muchos movimientos espiritualistas contemporáneos, sin embargo, habían hecho oídos sordos en general y en especial los gobiernos responsables en prevenir las consecuencias para toda la humanidad de la gran noche que se avecinaba. De todos modos ¿Qué medidas se podrían tomar tratándose del súbito e inevitable enfriamiento del sol y del alejamiento del planeta Tierra de su órbita? Mientras una mitad del hemisferio duerme, pronto la otra mitad se sorprendería de tener que encender sus interruptores de luz y calor artificial antes de tiempo.

El tiempo se había agotado. Bruscamente se llegaba a un final que solo habían podido observar y disfrutar en la comodidad de alguna sala cinematográfica bebiendo una gaseosa, ajenos por completo a los movimientos cósmicos. La vida en sí misma cambiaría de forma, se reciclaría en ese baile perpetuo que había tenido a la humanidad como ocasional testigo por algunos miles de años. Todo lo edificado con orgullo finalmente pasaría a formar parte del cosmos. Las grandes posesiones que les otorgaban poder y seguridad a los hombres desaparecerían como toda fábula que no resiste un pensamiento lógico. Dentro de sus inmensos cerebros siempre lo habían intuido, sabían que algún día la fiesta terminaría. Aun así sus corazones albergaron siempre la posibilidad de ser rescatados a último momento, influenciados quizás por los héroes que ellos mismos habían creado.

La realidad superaría una vez más a la ficción. Los relojes del mundo marcarían desesperados minutos de oscuridad y angustiosa resignación, mientras que los medios de comunicación se encargarían de transmitir mensajes de despedida, de arrepentimiento, de oraciones clamando a todos los dioses de todas las religiones y en todos los idiomas por clemencia y misericordia, no solo en esta tierra sino también en la posible próxima existencia. Las familias en sus hogares se abrazarían con fuerza, llorarían, se congregarían en sus templos, cantarían alabanzas; algunos, en vez de plegarias gritarían toda clase de maldiciones y dejarían libre sus impulsos reprimidos… De todos modos sería el fin. “¡Sol! ¿Qué está pasando con tu luz? ¡Tierra! ¿Que está pasando con tu órbita?” Saberse una mota de polvo en la inmensidad del cosmos liquida cualquier sentimiento de grandeza.

Pero Abel estaba apartado de todas esas cuestiones. Su existencia era demasiado simple como para siquiera haber tenido en cuenta algo tan profundo como podría ser el paso a la historia de la humanidad toda. Y ni siquiera eso, ya que ningún testigo podría contar la historia de un puñado de polvo cósmico. Para Abel estar en su cubículo ya era como estar en el Edén mismo. Allí nadie lo aborrecía, nadie trataba de usarlo, estaba él con su micro mundo creado a su imagen y semejanza. La soledad le permitía ser él mismo, sin tener la odiosa necesidad de fingir ser un personaje que pudiera encajar en la sociedad que lo rodeaba. Estaba él y sus gustos dándose rienda suelta, ajeno por completo a lo que estaba por pasar.

Sus padres y hermanos lo buscaban exasperados como nunca antes, quizás sintiéndose responsables por aquella vez que se alejó para no volver. Querían darle un último beso, un último abrazo, decirle que lo amaban y que siempre lo tenían presente en sus mentes y corazones. Sin embargo, para Abel la noche había llegado el mismo instante en que cerró sus puertas al amor y se entregó a los efímeros placeres del cuerpo y a toda clase de vicios. La noche cósmica se avecinaba y solo un milagro podría iluminar la oscuridad espiritual de las almas inmersas en el odio, el resentimiento, la apatía y la bronca. El frío en la ciudad se hacía sentir cada vez más intensamente, el mundo estaba envuelto en un alo de sombra. El sol brillaba por su ausencia, aunque, para algunos, la oscuridad había llegado hacía años.

La penumbra comenzaba a inundarlo todo, incluyendo muchos corazones y almas. La de Abel era una de las más oscuras, tan espesa que ninguna luz de su hogar podía brindarle algo de claridad. Sus horizontes estaban todos demasiado lejos, muy distantes como para hacer el esfuerzo de moverse. Además, ya se había resignado a vivir en esa oscuridad interna, se había amoldado. Sus noches eran un soliloquio con sus pensamientos, su mirada fija en el mar a lo lejos. Prefería los tenues y humildes brillos de la luna al abrasador y vertical calor solar, que parecía imponerse ante todos. La luna le caía mejor, era como un ser que no tenía luz propia, sino que absorbía la luz de otro y la devolvía sin impurezas. Si, Abel creía que la luna era una especie de mártir sacrificándose por él.

Dentro de su cubículo, en un pequeño icono del monitor de su PC, una leve señal de Chat invitándole a conectarse. Era su hermano, Kelvin, quien desde que había encontrado la dirección electrónica de Abel insistía en querer comunicarse por ese medio. ¡Qué más podía perder! Con un impulso casi automático abrió el icono tintineante y al notar que era su hermano leyó con atención: Es el fin, hermano, es nuestro fin estamos en el horno, aunque el frío nos esté matando está todo bien, trata de comunicarte. Al otro extremo de la conexión virtual las lágrimas de Kevin no podían contenerse y su familia esperaba con ansias la respuesta de Abel.

La TV seguía dando información en algunos canales que mantenían cierto optimismo; quizás las afirmaciones científicas se habían equivocado y tal vez la Tierra retornaría a su órbita o el sol volvería a su brillo de siempre. Pero esas eran solo conjeturas.

Esperanza. Solo eso quedaba. Los días tal como habían sido vividos estaban a punto de acabar. Abel leyó con cierta apatía el mensaje de su hermano, y las noticias alarmantes no lo aquejaban. Sabía acerca del apocalíptico momento que les esperaba, pero él había estado viviendo en su propio infierno casi toda la vida. De hecho, el planeta ya estaba acusando la lejanía del sol. Pronto la fría luz artificial dejaría de brindarse, sumiendo a todos en la más oscura de las penas. Mientras observaba el caos que pululaba afuera del edificio, Abel sintió cierta nostalgia por las cosas que no había llegado a experimentar. Sintió pena en su corazón por las materias pendientes. Unas gotas de líquido salino rodaron por sus mejillas. Poco a poco se deslizaron hasta su barbilla, allí temblaron un poco, como con temor a dar el salto al vacío. Pero la acumulación de más y más gotas hizo que finalmente saltasen resignadas hasta su regazo. Hacía años que no lloraba. Algunas cosas nunca se olvidan, aunque no se practique a diario. Era como andar en bicicleta. El llanto fue creciendo en intensidad, tanto que debió poner sus manos sobre su rostro. Pensó que era una actitud reflejo, casi inútil, ya que nadie lo estaba observando. ¿Para qué tapar sus miserias? Nadie saldría a contar que tenía sentimiento, que debajo de esa dureza había un solitario niño temeroso del porvenir. ¿Para qué taparse?

Momentos después, al ir cesando el llanto y abrir lentamente sus ojos, Abel vislumbró una tenue luz que provenía de afuera; se acercó a la ventana que daba a la calle y notó con cierto asombro que amanecía. Un amanecer diferente del que estaba habituado a percibir cuando salía de los clubes nocturnos. Más bien parecía una claridad tenue y fulgurante que emanaba desde todos los ángulos, semejante a una aureola boreal. Esa maravillosa clarividencia le llevó a precipitarse sobre el televisor para ver y escuchar las noticias. Su corazón latía fuertemente y su respiración aceleró su ritmo a tal punto como si se hubiese enamorado por segunda vez. Sobre la pantalla se veía un gran cartel con letras blancas sobre fondo rojo que decía: FALSA ALARMA MUNDIAL. En realidad no sería la primera vez que los científicos equivocaban sus datos y fechas. Lo imperdonable era que esa equivocación había generado miles de trastornos a toda la humanidad.

Abel abrió sus ojos. El sudor se confundía con las lágrimas que bañaban su rostro.
Un frío seco le corría por la espalda haciendo que la camisa gris se pegue sobre su piel. Delante de él el mar le devolvía los rayos blanquecinos de la luna. Temblaba un poco, quizás por el frío, o quizás por la experiencia vivida. Nunca había tenido una sensación igual en toda su vida. Miró hacia ambos lados. ¿Había sido un sueño? ¿Una pesadilla? Lo cierto era que el sudor lo bañaba por completo. Se pasó un pañuelo por la nuca para tratar de sentirse algo más cómodo. Luego llevó sus manos a la cara y lloró libremente, como para exorcizar todos sus miedos y penurias. Como lo haría un niño al caerse de la bicicleta. Tal vez era hora de empezar de nuevo, de salir de su cubículo y enfrentar la vida con la esperanza de que el horizonte quizás no estuviese tan lejos. Se puso de pie. Con paso decidido se dirigió al ascensor para ir a solucionar sus asuntos. Mientras esperaba el ascensor pensó que al final de cuentas era una persona afortunada. En el interior del departamento de Abel la ventana mostraba un mar oscilante. Una suave brisa hacía bailar las cortinas como acariciándolas. La luz de la luna por momentos se mezclaba con los colores del mar. A veces parecía ocultarse detrás de alguna nube, para luego aparecer nuevamente, como siempre lo había hecho. Mientras Abel bajaba hacia su destino la luz blanquecina de la luna, cual mártir sacrificándose por la humanidad, comenzó lentamente a oscurecerse.

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