La mejor inversión de mis energías, de mi tiempo y de mi vida es: amar a Dios, amar a mis hermanos.
Cada día me presenta diversos retos. Puedo acoger o rechazar. Puedo construir o destruir. Puedo amar u odiar.
¿En qué invierto mi vida? ¿A dónde van mis energías? ¿Qué queda de todo lo que pienso, lo que digo, lo que hago?
§ El médico trabaja en los cuerpos, pero la vejez o las enfermedades acaban, tarde o temprano, con la vida de sus pacientes.
§ El arquitecto y los albañiles levantan edificios. Pero basta un terremoto o un incendio para que una casa quede en ruinas.
§ Los empleados de oficinas transcriben datos y datos, almacenan y clasifican informaciones. Pero un día hay que tirar carpetas inútiles a la basura o borrar los archivos viejos de la computadora.
§ En la casa, sacudimos el polvo, barremos el suelo, lavamos la vajilla. Al poco tiempo, la suciedad reconquista el terreno perdido y parece que lo realizado no ha servido para nada.
¿Es mi vida un juego, un pasatiempo, una pasión inútil, como decía algún filósofo? ¿Es mi trabajo una inversión sin fondo, un desgaste por levantar torres de arena que sucumben ante el avance de las olas?
Hay un modo distinto de invertir la propia vida. Lo que hacemos por amor, lo que dedicamos para servir al familiar cansando, al amigo angustiado, al desconocido que espera una mano amiga, no se pierde.
Todo acto bueno, todo gesto sencillo de servicio, queda escrito en el corazón de Dios. Porque sabemos que el vaso de agua fresca dado al necesitado recibirá algún día su recompensa (cf. Mt 10,42).
Esa es la mejor inversión de mis energías, de mi tiempo, de mi vida: amar a Dios, amar a mis hermanos. Porque incluso la fe y la esperanza, algún día, dejarán de ser necesarias. Pero el amor dura para siempre, porque viene de Dios, y Dios, Amor, es eterno.
Autor: P. Fernando Pascual LC
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