Consciente o inconscientemente, el dinero puede que sea la medida que más utilicemos para valorar las cosas e incluso a las personas.
¿Quién no valora un trabajo casi exclusivamente por lo que se gana, un coche por lo que cuesta, o una persona por lo que tiene? También podemos llegar a usar el dinero como medida para valorarnos a nosotros mismos. Uno mira a la evolución de su patrimonio y determina si su vida ha sido un fracaso o no; “¡cuántos años perdidos!”, o “¡qué años tan bien aprovechados!”, o “lo he perdido todo, mi vida ya no vale nada”.
Cuando utilizamos el dinero para valorar la vida de Jesucristo o la de los santos, vemos que algo fundamental falla con el dinero como única medida para explicar el valor de las cosas y de las personas. Puede que lo que nos falle es una buena teoría económica que nos permita entender qué es el valor de las cosas y cómo se forman los precios.
El valor de las cosas es algo subjetivo que depende exclusivamente de cada individuo. Ninguna cosa posee un valor “objetivo” en sí misma, ni por el trabajo empleado, como diría Karl Marx, ni por su coste de producción, ni por el riesgo para obtenerlo, o por el ingenio para conseguirlo. Una yunta de bueyes puede tener un valor inmenso para una persona y, a la vez, casi ninguno para otra, sin que haya nada objetivo en la yunta de bueyes que justifique su alto o nulo valor. Todo depende del sujeto que valora la yunta de bueyes según sus preferencias, objetivos, ideologías, creencias, posibilidades, necesidades, etc.
A esta forma de entender el valor se le llama la “teoría subjetiva del valor”, introducida por santo Tomás de Aquino, posteriormente desarrollada por los escolásticos de la escuela de Salamanca durante el Siglo de Oro español, y finalmente incorporada en el pensamiento económico moderno por el economista austriaco Carl Menger (1840 - 1921), que refutó las teorías objetivas del valor. En palabras del escolástico español Diego de Covarrubias y Leyva (1512-1577): “el valor de una cosa no depende de su naturaleza objetiva sino de la estimación subjetiva de los hombres, incluso aunque tal estimación sea alocada”. Así, la Madre Teresa, Osama bin Laden, George Soros o Ud. mismo establecen subjetivamente sus escalas, por alocadas que éstas sean, para valorar las cosas de acuerdo con sus preferencias, objetivos, ideologías, creencias, posibilidades, necesidades, etc.
Los precios, por su parte, son la expresión monetaria de infinidad de escalas de valores que compiten por bienes escasos y negociables. Muchos productores tienen camisas; muchos consumidores tienen dinero y ganas de tener camisas. En condiciones de justicia y de libertad, sin coacciones de ningún tipo, se conseguirá un precio que ofrezca la mejor solución posible para todos. En condiciones de justicia y de libertad, todos valorarán más lo que reciben que lo que dan, ya sean camisas o ya sea dinero, si no, no habría intercambios. Los precios de mercado, además, permiten a los productores evaluar qué tipo de camisas pueden fabricar que satisfagan las necesidades de la sociedad. A todo esto, por supuesto, habrá que añadir la dimensión moral y humana de productores y consumidores en los intercambios, que es otro tema, pero muy bien tratado en la encíclica “Cáritas in Veritate”.
Los precios solo hablan de la escasez o de la abundancia de los bienes negociables que desea o necesita una sociedad, que no es poco. Los precios no hablan de escalas de valores (aunque sean éstas las que los acaben determinando). El aire es gratis no porque no tenga valor para nadie, sino porque abunda. El oro tendrá siempre menos valor que el aire para la vida del hombre, pero por ser muy escaso, negociable y deseado por muchos, tendrá un precio elevado.
Los precios de libre mercado, por tanto, cumplen una función social irremplazable: coordinar lo que parece imposible de coordinar, las preferencias, objetivos, ideologías, creencias, posibilidades, necesidades, etc. de los millones y millones de individuos que forman una sociedad y que está continuamente cambiando. De hecho, es la forma más eficiente y justa de solucionar el problema de la escasez de todos aquellos bienes que son negociables. Mi alma no tiene precio, no porque no tenga valor para mí, ni para Dios, ni para el demonio, sino porque no se puede negociar en el mercado.
Como ya anticiparon Mises, Hayek y otros economistas de la Escuela Austriaca, una sociedad sin precios libres de mercado esta condenada a la descoordinación social y, tarde o temprano, a la quiebra económica. La constatación empírica se puede encontrar en las repúblicas soviéticas y en todos aquellos países que han tratado de implantar regimenes socialistas dirigidos por burocracias estatales sin la coordinación libre y democrática de los precios de mercado.
Valor y precio son, por tanto, cosas distintas aunque relacionadas. Y ya decía Antonio Machado: “es de necios confundir valor y precio”. Este dicho, quizá, debería estar escrito por todas partes y ser cantado en todo himno nacional. No confundir entre valor y precio permite, por ejemplo, resolver algunas paradojas. Uno puede tener poco dinero y ser muy “rico”, es decir, estar muy satisfecho, si su escala de valores está formada por bienes no negociables o, si son negociables, son también lo suficientemente abundantes o poco deseados como para que se puedan obtener a precios bajos. O uno puede ser pobre y poseer mucho dinero si lo que forma su escala de valores son bienes no negociables y todo lo piensa conseguir solo con dinero, o, si son negociables, son tan escasos y deseados que viva en un “quiero y no puedo”.
Quien confunde valor y precio está condenado a ver toda su vida de forma distorsionada, no a través de su escala personal y subjetiva de valores, sino a través de la herramienta social de intercambio que son los precios. Así, un ejecutivo de éxito que valorase las cosas por su precio de mercado, consideraría absurdo quedarse a hacer los deberes con su hijo. Podría encontrar en el mercado un profesor que lo haría cobrando menos de lo que podría ganar él en ese tiempo. ¿Cuál es el valor de la clase con un hijo y cuál es su precio?
Como cristianos sabemos que cualquier actividad insignificante y rutinaria, pero hecha ante todo por amor a Dios, tiene un valor infinito que los precios, como expresión de la abundancia o escasez de una economía, no son capaces de reflejar. El don de Dios es gracia, es gratis, sobreabunda, y más donde abunda el mal. ¡Cuántas cosas hay gratis y con valor infinito! Todo depende de la escala de valores de cada uno para saberlas disfrutar.
Quien ve su vida distorsionada por la herramienta de coordinación social que son los precios, dejará de valorar lo que no tenga precio de mercado. Un paseo por la montaña no tendría valor, salvo que ese paseo tenga un precio alto de mercado. ¿Cuál fue el valor para los videntes de Medjugorie de aquel paseo que dieron por la montaña de su pueblo en junio de 1981?
Se podría ir incluso más allá. Cuando uno tiene una visión de la vida distorsionada por los precios y pierde todo su dinero, su poder de puja en el mecanismo de precios, puede caer en la desesperación de pensar que su vida ha perdido todo su valor. El demonio es maestro en aprovechar y promover desesperaciones. Entonces, en algunos casos puede llegar a ser suicida confundir valor y precio.
Apolinar
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