Solo aquellos, que viven o tratan de vivir continuamente en la gracia de Dios, saben lo que es y significa en la oración, la aridez y su antítesis el regalo de la consolación.
Cuando en un momento o en una época determinada de nuestras vidas y por las razones que sean, Dios consigue que te conviertas a su Amor. Todo cambia; nuestra escala de valores se altera, lo que antes nos parecía importantísimo, ahora nos importa un comino; nuestras preferencias, nuestros deseos, nuestros anhelos, se han alterado. Ya no pensamos en lo que Dios puede hacer por nosotros, sino en lo que nosotros podemos hacer por Él. El fuego del amor divino ha empezado a consumirnos. Ansiamos estar a solas con Él. Todo lo que a Él se refiere nos interesa. Pensamos en Él, con el mismo embobamiento que una o un adolescente enamorado, piensa en una chica a la que desea por novia o en un chico al que desea por novio. Comenzamos a leer todo lo que al Señor se refiere y a investigar los caminos que otros ya recorrieron para acercarse más a Él.
Antes de la conversión, era nuestro propio comportamiento, en gran medida, el que determinaba nuestra creencia; después de la conversión, es la creencia la que determina el comportamiento. A este respecto escribe Fulton Sheen que: “Ya no hay una tendencia a encontrar chivos expiatorios para culpar a nadie por los defectos propios, sino más bien una conciencia de que la reforma del mundo debe de empezar con la reforma de uno mismo”. De tal forma se realiza una transformación en la persona, que a ella ahora todo le resulta distinto, pero esto no es así, ella es la que es distinta, porque las cosas y las situaciones siguen siendo iguales, como antes eran, es el converso el que las contempla de distinta forma.
Pero esta transformación del converso, no ha hecho más que empezar, la ha iniciado nuestra primera conversión, y ha nacido el “hombre nuevo” que tiene que arrinconar al “hombre viejo”, por lo que hasta el día en que el Señor nos llame a la casa del Padre, nuestras conversiones serán sucesivas, nunca terminarán, porque nunca se acaba nuestro proceso de purificación en esta vida. Nunca llegaremos a ser todo lo perfecto que Dios quiere que seamos. La conducta humana, solo ha de tener un fin, cual es el de cumplimentar el mandato de las divinas palabras: “Sed perfectos como mi Padre celestial es perfecto”. (Mt 5, 48). Y en esta lucha ascética para alcanzar la perfección, es cuando entonces aparecerá la aridez y la sequedad en la oración.
Después de la primera conversión, al principio de ella, todo son consolaciones. Cuando un alma inicia el camino de la conversión, el Señor considera que tiene que mimarla, tiene que fortalecerla en su camino, y la colma de consolaciones, goces y expresiones sensibles, pero estos regalos divinos, no nos proporcionan méritos, porque ellos no son fruto de nuestro trabajo, sino regalos que recibimos.
En relación a este punto, el polaco Slawomir Biela escribe: “Con el tiempo, el camino hacia Dios llega a la etapa de la aridez y del desierto, a una etapa de oscuridad. Desaparece el contacto sensible con el Señor y aparece el vacío el desierto. En esta situación dejas de saber que hacer contigo mismo. Este vacío que experimentas al ponerte delante de Dios, te envuelve con una horrible oscuridad, pues descubre tu falta de fe, de esperanza y de amor… No debes de angustiarte. Es simplemente como si delante de ti hubiera un listón que tienes que saltar, solo que ahora ha sido puesto a una altura mayor que antes. Precisamente ahora, tu oración se vuelve especialmente valiosa para Dios, porque por el mismo hecho de que no sientes su presencia amorosa te resulta mucho más difícil darle gracias”.
El abad alemán Benedikt Baur, escribe: “A intervalos y durante alguna temporada, sustrae al alma los consuelos internos, permite que ella note en si misma aridez, distracciones involuntarias, dificultades en la oración, pérdida de toda devoción sensible y de la fruición que anteriormente sentía; incluso la deja caer en cierta frialdad y desgana para las cosas divinas, en una sensible dificultad para recogerse y comunicarse con Dios”.
La sensación de aridez proveniente de una simple ausencia de experiencia sensible y no debe de desalentarnos y apartarnos de la oración; el fracaso de nuestras relaciones con Dios en el plano sensible nos abre al verdadero éxito: el de desaparecer a nosotros mismos para acoger al que supera todas nuestras facultades y permanece inalterable, más allá de toda sensación, imaginación y concepto. Y por ello, es en la aridez perseverante, donde avanzamos con paso firme en el camino hacia el Señor. Nosotros no lo vemos, pensamos que al faltarnos el estímulo sensible de la consolación, estamos perdiendo el tiempo, y sin embargo es en la oración practicada a trancas y barrancas, en la aridez, donde está el momento en que la fe es más pura, es la fe del cristiano que se mantiene firme junto a Jesús en su agonía y en el sepulcro. Decía San Alfonso María Ligorio, que: “La oración desprovista de consuelos sensibles es la más provechosa para el alma”. Y Luis Blosio, también decía: “Vale más la sequedad de espíritu, llevada con paciencia y amor a Dios, cumpliendo su voluntad, que todos los éxtasis inimaginables”. Recuérdense estas palabras de San Francisco de Sales: “Más vale ante Dios una sola onza de oración en medio de desolaciones, que cien libras en medio de consuelos”. Quien ama a Dios por el consuelo que Dios le da, ama más al consuelo que al mismo Dios; y al contrario, quien ama a Dios y se adhiere a Él sin esas consolaciones, demuestra tener un verdadero amor.
No podemos pensar que los santos una vez llegados a su unión más o menos íntima con el Señor, se pasaban la vida nadando en consolaciones y éxtasis. La oración y nunca debemos de olvidarlo, es un don de Dios. No podemos forzar a Dios a entrar en relación con nosotros. Dios viene a nosotros por propia iniciativa y no como efecto de la disciplina del esfuerzo o de la práctica ascética que podamos realizar. Eso no le obliga a venir a nosotros. Todos los místicos insisten con una unanimidad impresionante en que la oración es una gracia. Dios se nos acerca a nosotros, donde, cómo y cuando quiere.
Manifiesta Thomas Merton la opinión de que: “Las arideces aumentan más y más frecuentemente, y son más y más difíciles a medida que el tiempo avanza. En cierto sentido, la aridez puede casi ser tomada como signo de progreso en la oración con tal de que sea acompañada por un esfuerzo serio y autodisciplina”. No nos lamentemos de una aridez de dos años; cuarenta años las tuvo que sufrir, Santa Juana de Chantal la discípula de San Francisco de Sales, y Santa María Magdalena de Pazzi tuvo cinco años de penas y de tentaciones continuas sin el menor alivio.
Demos gracias al Señor por las arideces que nos envía, pues si perseveramos firmemente en ellas, estas serán el certificado de que somos criaturas elegidas y sumamente amadas del Señor, porque Él se recrea en nuestra fortaleza y perseverancia en su amor a Él.
Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.
Juan del Carmelo
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