Slawomir Biela, es un colaborador del canónigo Tadeusz Dajczer, fundador del movimiento de las Familias de Nazaret, ambos son de nacionalidad polaca. En uno de sus libros, Slawomir Biela utiliza un parangón muy didáctico de lo que es nuestra vida espiritual.
Emplea Biela, el símil del nadador que en la playa entra en el agua. La postura del nadador es siempre en posición horizontal, es importante estar en horizontal sobre el agua, pues de pie no se nada, solo se puede flotar, y solo nadando podemos desplazarnos con soltura y a cierta velocidad (los que sepan nadar se entiende). También es importante la postura horizontal, pues ella siempre denota humildad, mientras que la permanencia en pie, denota orgullo. Antiguamente la simbología de las posturas humanas, tenía una gran transcendencia sobre todo en cuestiones protocolarias. Hoy en día se han conservado todavía ciertas formas como es la de inclinar la cabeza aunque uno se mantenga en pie, como una leve señal de reconocimiento y humildad.
En las Sagradas Escrituras, tenemos un sin fin de referencias a personas que ante el Señor hincaban la rodilla en tierra. De aquí que personalmente, me resulte inadmisible, esa clase de personas, inclusive religiosas consagradas, que, sin mediar causa de lesión física alguna, permanecen de pie desafiantemente en el momento de la Consagración y en el de la Elevación de Nuestro Señor. Frente a Dios siempre hemos de dar muestras de humildad, inclusive aunque no lo seamos, al menos guardemos las apariencias.
Pero volviendo al tema del nadador, vemos que este para poder alcanzar fondo y ponerse en posición horizontal , ha de andar en el agua, primeramente con el agua hasta los pies, después hasta las rodillas, más tarde hasta la cintura y después hasta el pecho, y llegado ese momento hemos de abandonar la seguridad que nos da el estar tocando fondo, es decir estar agarrados al mundo y a sus cosas, y ponernos en posición horizontal para nadar hacia las profundas aguas del amor infinito de Dios. Llegado este momento hemos de entregarnos sin reserva alguna a Dios, confiar en Él y tener la plena seguridad que Él jamás nos defraudará.
Es este un momento decisivo, en el desarrollo de la vida espiritual; es el momento en que, abandonamos nuestras tibieza, nuestra rutina oracional o piadosa que puede ser muy grande o pequeña, según nos llegue el agua a los pies o al pecho, pero nos hace creer que somos buenos y que hacemos todo lo que podemos y no es así, porque siempre se puede hacer mucho más. Cuando nos ponemos a nadar, es el momento en que nos bajamos de nuestro pedestal, del pedestal que nos ha creado nuestro orgullo y nos decidimos triturarlo; es el momento en que al echarnos a nadar, dejamos de tocar fondo y abandonamos las seguridades y a los apegos mundanos a los que nos agarramos, y nos abandonamos a la infinita misericordia de Dios, en la convicción de que esta no nos abandonará nunca; es el momento de la entrega en saber que lo que nos espera es mucho mejor que lo que ahora tenemos. Mientras no lleguemos a esta profunda convicción, nunca avanzaremos al encuentro del Señor, que nos espera ansiosamente para derramar en nosotros su inconmensurable amor.
Mientras no demos el paso y estemos caminando por la orilla no seremos más que pobres tibios, que nunca dan el paso definitivo y ya se sabe, lo que se puede leer en el Apocalipsis: “Conozco tu conducta: no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Ahora bien, puesto que eres tibio, y no frío ni caliente, voy a vomitarte de mi boca”. (Ap 3,15-16). Puede ser que alguno se pregunte: ¿Porque dice el Señor: ¡Ojalá fueras frío o caliente!? Pues muy sencillo, el que es frío es consciente de su frialdad, y siempre cabe la posibilidad de que algún día se convierta y se ponga a nadar horizontalmente y se vuelva caliente; pero con el tibio no cabe esta posibilidad, porque está convencido de que es bueno, de que el Señor está contento con él y que no necesita esforzarse más, el ya se moja en la orilla, incluso hay veces que sin perder pie nada en horizontal a la orilla, no en dirección a las aguas profundas, para que siempre que quiera pueda ponerse de pie y tocar el fondo. No considera necesario hacer nada más. Y no me refiero a obras de caridad, con la realización de las cuales, muchos tapan su conciencia olvidándose que lo primero y de todo sobre todo y ante todo, es amar a Dios, entregarse sin reservas a su amor y nadar hacia el interior de las profundas aguas del amor misericordioso del Señor.
Hemos de entregarnos, porque el amor presupone entrega, si no hay entrega no hay amor, podemos orar mucho, ejercitar nuestras obras de caridad, hacer públicas manifestaciones de nuestra piedad, pero si no hay entrega al Señor, no hay amor a Él. La entrega siempre produce dolor, dolor de desapegarnos de todo lo que nos ata a este mundo; dolor humillarnos, para bajarnos del pedestal en que estamos montados y que nuestro orgullo edificó. Pero si el amor a Él, es lo suficientemente intenso, os puedo asegurar y os aseguro, que ese dolor se convertirá en un gozo asegurado para el resto de los días que paséis en este mundo.
Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.
Juan del Carmelo
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