El caso se encuentra ya en manos del Postulador de la Causa de canonización de Juan Pablo II
La inexplicable curación de un niño español.
Avisamos a los lectores de que la historia de Chema, aunque puede parecer un relato de ficción, es tan real como los expedientes médicos que demuestran que la curación de este niño español de 5 años, enfermo de una dolencia incurable, es inexplicable para la ciencia. Sus padres, sin embargo, dicen saber dónde está el secreto: en la intercesión de Juan Pablo II. Hace sólo unos días, el ex portavoz del Vaticano, don Joaquín Navarro Valls, confirmaba que el difunto Papa podría ser proclamado santo a finales de 2010. Y quizá tenga que ver en ello el caso de esta familia, que ya está en manos del Postulador de la Causa de canonización del Pontífice.
Será porque quien suscribe no puede dejar de pedir que Dios le aumente la fe, pero les garantizamos que aún estamos en “estado de shock”. Cuando miramos a Chema, el niño de 5 años que camina, ríe y “trota” por las calles de Madrid cogido de nuestra mano, nos cuesta asumir que es el mismo crío que hace unos meses estaba atravesando un calvario de dolores, luchando por mantenerse en pie y con la única perspectiva de pasar el resto de su vida con casi la mitad del cerebro extirpado. La cicatriz que tiene un poco por encima de la nuca - una llaga de 20 centímetros, causada durante los seis días en coma inducido que pasó en julio, en los que los enfermeros posiblemente no le movieron lo suficiente - nos recuerda, sin embargo, que Dios puede hacer lo que quiere, como quiere y con quien quiere, aunque se escape a nuestras entendederas. ¿Qué le ha ocurrido, entonces, a este niño, para que haya pasado de no poder tenerse en pie a darnos un abrazo enorme, “de los que duran hasta Navidad”, cogido con fuerza a nuestro cuello? Por partes, que su historia no es de las que se despachan en dos líneas.
Chema es el segundo hijo de Concepción e Ignacio. Nació con hidrocefalia, en la provincia de Murcia, pero, después de un correcto tratamiento, terminó por ser un niño como cualquier otro. En marzo de 2009, después de que unos espasmos físicos diesen la voz de alarma, le fue diagnosticada una rara y terrible enfermedad: el síndrome de Rassmussen. La enfermedad, de tipo autoinmune, provocaba que su propio cuerpo no reconociese su cerebro y empezase a atacarlo. Como resultado, el hemisferio derecho de su cerebro se inflamó y comenzó a paralizársele el lado izquierdo del cuerpo. «El niño es presa de convulsiones continuas en su lado izquierdo, no cesan ni cuando duerme. Lleva meses teniendo convulsiones; algunas son dolorosas, otras no le permiten hablar, y otras le afectan al ojo, molestándole continuamente», relataba Concepción, en un correo electrónico que envió, el 18 de julio, solicitando oraciones. En todo el tiempo que duró la dolencia, «Chema ha llevado su enfermedad con una paciencia extraordinaria, alegría de corazón y soportando cualquier pinchazo y tratamiento sin derramar una lágrima ni enojarse por su situación. Su padre y yo estamos orgullosos y maravillados con él, y damos gracias a Dios y a la bendita Virgen María, que le están acompañando todo este tiempo. Tenemos encomendado al niño a los continuos cuidados de la Virgen Milagrosa, y le hemos dado una medalla con esta advocación, que lleva en la venda que le cubre la cabeza», proseguía Concepción.
El neurólogo del hospital murciano en el que estaba ingresado derivó a los padres al Hospital Niño Jesús, de Madrid, donde trabaja uno de los pocos médicos en todo el mundo que está especializado en síndrome de Rassmussen. La enfermedad le atacó con especial virulencia, y los síntomas que en otros niños tardan años en producirse, a Chema se le presentaron en pocos meses. Aunque fue tratado como exigía el protocolo médico, no se produjo la mejoría: «Ha sido tratado con muchos fármacos, le han hecho infinidad de pruebas, lo intentaron casi todo, pero sin resultado», explica ahora la madre, sentada en una terraza madrileña, junto a su marido y su hijo, que juega a levantarse y a sentarse en la silla, como cualquier niño de su edad.
Una terrible y rara enfermedad. Hemiparésico de por vida.
Cuando nos recuerdan lo que le sucedía hace sólo unos meses, parece que se refieren a otra persona: movimientos espasmódicos en la mano, en los pies o en las aletas de la nariz; no podía andar correctamente, y en ocasiones casi no podía ni hablar. Día a día, y ante la mirada de sus padres, se iba quedando hemipléjico del lado izquierdo. Por fin, los médicos dieron la única solución que se conoce para el síndrome de Rassmussen: extirpar parte de la mitad dañada del cerebro, en concreto, las zonas que controlan el aparato motor. De este modo, la enfermedad no avanzaría más, «aunque las consecuencias de la operación son una hemiparesia permanente en el lado izquierdo, perder funcionalidad en su mano (es posible que con una dura rehabilitación consiga agarrar, aunque no usar los dedos) y llegar a andar aún con un “baile” característico de su pie. Los daños mentales sólo serán evaluables después de la operación», relataba su madre, en julio. Sin embargo, «cuando no era por una cosa, era por otra, y le iban posponiendo la operación cada vez más, a pesar de que habían dicho que había que operarle con urgencia. Por fin, nos dieron fecha para la primera semana de septiembre», dice Ignacio.Si el lector ha llegado hasta aquí, debe tener en cuenta un factor determinante: los cuidados médicos no eran los únicos que recibía el pequeño.
Rezar como si estuviese curado.
En efecto, sus padres, abuelos y un inabarcable número de amigos y conocidos le dedicaban sus cariños y sus rezos. Concepción e Ignacio visitaban a diario la capilla del hospital, encomendaban a su pequeño a la Virgen y pasaban largos ratos ante el Santísimo, expuesto en la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, en Madrid, muy cerca del centro hospitalario: «Estábamos seguros de que Dios podía curar a nuestro hijo. Que sólo Él podía y que, si se lo pedíamos con fe, lo haría. Un día, mientras rezaba, escuché una cita de san Agustín que venía a decir que rezar con fe es rezar pensando que Dios nos quiere conceder lo que le pedimos, que ya nos lo ha concedido o nos lo concederá, porque, de hecho, por el Bautismo ya nos ha concedido el mayor milagro al convertirnos en sus hijos. A partir de ese día, empecé a pedir como si mi hijo ya se hubiese curado y sólo tuviese que manifestarse su curación».
Las manos de Chema sostienen la imagen de Nuestra Señora del Olvido, el Triunfo y la Misericordia.
Eso sí, Concepción no sólo pidió la sanación de Chema. «Durante la oración sentía que Juan Pablo II podía interceder por Chema, y que el milagro que hiciese con él podría suponer la canonización del Papa». Así que comenzó a pedir la intercesión del Pontífice, sin decírselo a nadie. La sorpresa llegó cuando, al comentarlo con su marido, él le confesó que también pedía la intercesión del Papa. Ahora, con su hijo sobre el regazo, Ignacio cuenta que «siempre he tenido claro que Juan Pablo II es un santo, que podía interceder para que Chema se curase, y que merece que su santidad sea reconocida. Sabía que Juan Pablo II podía interceder para lograr un milagro». Casi no ha terminado de hablar cuando su hijo, de pie frente a la mesa de la terraza, le reclama para seguir jugando. E inevitablemente, uno recuerda el pasaje del Evangelio en el que la fe de la hemorroísa “arranca” un milagro a Jesús; o ese otro en el que, por la fe de su madre, Cristo resucitó al hijo de la viuda de Naím: «Muchacho, a ti te digo, levántate».
Una señal, de la mano de la Virgen.
Los amigos y familiares que se acercaban al hospital comentaban a sus padres las plegarias que elevaban al santo de turno. Un día, mientras rezaba, Concepción se planteó cómo sabría que era Juan Pablo II quien había intercedido por su hijo, y no otro santo, en caso de que Dios les concediese el milagro. «Me vino a la cabeza la imagen de una Virgen. Todos traían juguetes, y a lo sumo alguna estampa, pero una figura de la Virgen no es el típico regalo para un niño hospitalizado. Así que si recibía una figura de María, sería como una señal de que el Señor aceptaba la intercesión del Papa. Y para no hacer trampas, no se lo conté a nadie. Sólo unos meses después lo supieron mi marido, mi hijo y mi madre», cuenta. A finales de agosto, «justo cuando había dejado de pedirla, el Señor quiso enviarme una señal: mi suegro me contó que una mujer, a quien yo no conocía, le había abordado a la salida de misa para entregarle una imagen de Nuestra Señora del Olvido, el Triunfo y la Misericordia, que se venera en Guadalajara y que Juan Pablo II había conocido años atrás, en el santuario mariano de Czestochowa, en Polonia». Se cerraba el círculo.
Y se curó.
En agosto, como los médicos se iban de vacaciones y no podían hacer el seguimiento, se fijó una nueva fecha para la operación, ya después del verano. Pero no hizo falta: un día, Chema empezó a mover el brazo. Después, las piernas. Y más adelante, se irguió con normalidad. Los médicos del Niño Jesús se lo confirmaron en septiembre a la familia: no se habían equivocado de diagnóstico, no tenían explicación médica, no sabían qué había pasado. «Nos dijeron que “la Medicina no lo explica todo, que la enfermedad, simplemente, había desaparecido”, y le dieron el alta al niño», dice la madre. Ahora, el niño reza desde su casa a la Virgen, juega con sus hermanas y ha empezado “la vuelta al cole”. Su caso está en manos de la Causa de canonización de Juan Pablo II. «Dirán que es o no un milagro - comenta su madre, con una sonrisa de oreja a oreja -. Lo que importa es que mi hijo estaba hemipléjico por una enfermedad incurable y se ha curado. Sé que Dios nos ha concedido un milagro y creo que ha sido por mediación de Juan Pablo II. Y quien no lo crea, que mire a Chema». Chema, con cara de pillo, nos mira, nos lanza un beso y nos dice “adiós” con la mano izquierda, mientras se va, corriendo, por las calles de Madrid. «El muchacho se levantó y se puso hablar; y Jesús se lo entregó a su madre», sigue el pasaje de la viuda de Naím...
José Antonio Méndez
Pedro cura al paralítico.
Según los “Hechos”, la gente «sacaba a las calles los enfermos, poniéndolos en lechos y camillas, para que, llegando Pedro, siquiera su sombra los cubriese». Sin embargo, estos prodigios que acompañaban los comienzos de la Iglesia, eran realizados por los Apóstoles, no en nombre propio, sino en el nombre de Jesucristo, y eran, por tanto, una confirmación de su poder divino. Uno queda impresionado cuando lee la respuesta y el mandato de Pedro al tullido que le pedía una limosna junto a la puerta del templo de Jerusalén: «No tengo oro ni plata; lo que tengo, eso te doy: en nombre de Jesucristo Nazareno, anda. Y tomándole de la diestra, le levantó, y al punto sus pies y sus talones se consolidaron». O lo que es lo mismo, Pedro dice a un paralítico, de nombre Eneas: «Jesucristo te sana; levántate y toma tu camilla. Y al punto se irguió». (...) En la Iglesia de los primeros tiempos abundaron estos «milagros, prodigios y señales», como el mismo Jesús les había prometido. Pero se puede decir que éstos se han repetido siempre en la historia de la salvación, especialmente en los momentos decisivos para la realización del designio de Dios. (...) También hoy se obran milagros y en cada uno de ellos se dibuja el rostro del “Hijo del hombre, Hijo de Dios”, y se afirma en ellos un don de gracia y de salvación. Juan Pablo II, catequesis del 8 de noviembre de 1987.
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