sábado, 12 de septiembre de 2009

EL EXPERIMENTO


Hace unos días hice un «experimento» con un adolescente.

Le di un folio, le pedí que trazara una raya por la mitad y que pusiera en una de las columnas todo lo que le gustaría cambiar de su personalidad. El chaval, con el que tengo una gran confianza, se puso rápidamente a ello.
-Ya está - me dijo al cabo de unos minutos.
-“Muy bien. Pues ahora escribe, en la otra columna, tus virtudes, todo lo bueno que tengas - le respondí.
El chico me miró sorprendido durante unos segundos; después bajó la mirada al papel; me volvió a mirar y me dijo titubeando:
-Es que... no sé... ¿Lo bueno que tengo? Uffff...”

Era curioso: se conocía de memoria sus defectos, se los habían repetido mil veces en casa y en el colegio, pero no tenía ni idea de todo lo bueno que encerraba en sí mismo. Al cabo de un rato, apenas rellenó unas líneas con sus virtudes, que no llegaban ni de lejos a la lista interminable de sus defectos.

El problema no es, como alguien dijo alguna vez, que nos hayan repetido hasta la saciedad lo malos que somos. Lo peor es que nos lo hayamos creído. Dice Mario Alonso Puig, uno de los mejores «coaches» de ejecutivos en España, que «si tratáramos a los demás como nos tratamos a nosotros mismos, pronto nos quedaríamos sin amigos». Y es que si a los otros les dijéramos las «lindezas» que muchas veces nos dedicamos internamente, habría poca gente que nos aguantaría.

El cantautor católico Martín Valverde añade que «Dios dijo que amaras al prójimo como a ti, noen vez de a ti”». Es decir, que amar a los demás es tan mandamiento como el amarse a uno mismo. Esto, quizás, se predica poco desde los púlpitos, y por eso se ve a tanto cristiano apocado, mustio, tan poco amigo de sí mismo y zarandeado por una falsa humildad. Si Dios me ama personalmente, ¿cómo no voy a amarme yo también? ¿No deberíamos confesarnos con frecuencia de lo poco que nos queremos a nosotros mismos?
Álex Navajas

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