viernes, 28 de agosto de 2009

UNA CONTINUA Y MELODIOSA CATÁSTROFE


Salimos de Buenos Aires por la tarde... con Carlos Pellicer y Julio Torri, los poetas, a fines de octubre de 1922. Nunca hubo excursión más hermosa...

La mañana del tercer día estuvo dominada por esa emoción que precede a los grandes sucesos. Se nos había dicho que a la una atracaríamos en Puerto Aguirre, para llegar, después de una hora en automóvil, delante de las cataratas del Iguazú... El barco tuerce para internarse en la corriente del Iguazú, y a poco andar atraca en un pequeño muelle de descarga. No podría seguir muy adelante, río arriba, porque ya cerca de las cataratas la corriente es torrencial y el lecho del río pedregoso. Serían las dos de la tarde cuando pisamos la tierra colorada y húmeda de la margen derecha... Apresuradamente trepamos a un Ford... Una hora, tal vez menos, saltamos por un camino que se abre paso entre la maraña de los árboles.

A cada instante creemos percibir el ruido de las aguas... Nos apeamos del coche... Llevando la vista hacia el fondo distante, la vimos; allí está siempre, no hace ruido; nos deja suspensos; es como una larga loma azulosa y nevada que se desmoronara sin cesar y armoniosamente sobre otro volumen líquido que rueda con silenciosa majestad hasta perderse en el abismo. Hierven las espumas, primero blancas y hacia el fondo amarillentas; son como dos o tres planos de agua que caen; por encima está la claridad de los cielos, por todo alrededor los verdes de la selva. Sólo después de un instante de mirar se da uno cuenta de que hay algo inmenso que se está cayendo, que lleva siglos de estar cayendo, y se tiene la impresión de una continua y melodiosa catástrofe...

Pasado el primer asombro, los guías nos aconsejan que aprovechemos la luz de la tarde para dar un paseo a pie por una especie de parque natural y agreste que queda, barranco abajo, por enfrente de las caídas... Comenzamos a cruzar por entre árboles de talla, entre bambúes, palmeras y arbustos. Saltando sobre el cauce de un sinnúmero de pequeñas corrientes, atravesando otras más anchas en puentes improvisados con maderas, vemos correr chorros, canales y ríos de aguas que se disgregan un tanto para verterse por los desfiladeros de la gran barranca, en donde cada cuerda líquida agrega su trino y su iris a la sinfonía de las masas que caen.

Faldeamos el barranco en descenso, hasta que llegamos a la base misma del salto Bossetti... Más allá... se miran las aguas del San Martín, partidas en una sucesión de cascadas que se quiebran en dos niveles y caen a plomo alrededor de un vasto anfiteatro. Los chorros remedan en determinados sitios un inmenso órgano de tubos líquidos y de armonías celestiales.

¡No cabe duda de que esta magistral descripción de José Vasconcelos, eximio prosista y Ministro de Educación de México, es una de las más hermosas que jamás se haya escrito acerca de una de las maravillas de la naturaleza creadas por Dios! De veras vale la pena leer la crónica completa del viaje en su obra La raza cósmica. ¿Acaso cuando publicó esas elocuentes palabras en 1925 pudo haberse imaginado que sus herederos culturales aún disfrutaríamos de ellas en pleno siglo veintiuno? «Hay momentos en que se siente que todo es palabrerío - reflexionó Vasconcelos luego de haber visto las Cataratas del Iguazú -... Sin embargo, hay dentro de mí una dicha infinita por haber contemplado en su esencia las grandes palabras sagradas: naturaleza, virtud, fuerza, belleza, amor.
Por: Carlos Rey

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