No podría vivir sin ellas. Son mis cómplices, me acompañan a todas partes y hacen parte de mi identidad.
Gracias a ellas tengo, desde hace ya años, la cara que merezco. Las que encontraron refugio en la esquina de mi mirada, nacieron de un amor no correspondido, de un imposible encuentro, de una demasiada breve pasión, de una angustia materna y de algunas noches de insomnio. Las que habitan en la comisura de mis labios son las de la risa, del humor, de la nostalgia, de la felicidad y de la ternura, no sabría vivir sin ellas.
Algunas mujeres me han preguntado por qué no me hago la cirugía estética. Esta cirugía lo aplana todo, pero sobre todo, los recuerdos y la memoria, asegurándote que a los 60 años puedes lucir nuevamente de 38..., y dígame ¿por qué lucir de 38 cuando uno tiene 60? y mas.
¿Por qué renegar de la cara, de la piel y sus surcos cuando son años vividos, dolores y risas que han moldeado la expresión y que le han dado un reflejo a la mirada y un sentido a la sonrisa?
Las arrugas sólo atestiguan que uno ha vivido y no renunciaré a ellas por nada. Tengo 58 años y no renegaría de uno solo de mis años. No quisiera perder en los breves y certeros movimientos de un bisturí la década de los 80, década de mi clara decisión de trabajar con y para las mujeres de este país, década del nacimiento del grupo “Mujer y Sociedad” de la Universidad Nacional y de la adolescencia de mis hijos. No quisiera negar la década de los 90, durante la cual descubrí en mí, gracias a la práctica de un aprendizaje de la sonoridad, expresión femenina de la fraternidad, una fuerza tranquila que me permite afianzar mis escogencias de vida de este complejo país que aprendí a amar poco a poco.
Por cierto, me cuido, como razonablemente, ya no fumo y me gusta caminar en esta Bogotá que ya nos lo está permitiendo. Sé por fin quiénes son mis verdaderos amigos y sobre todo, amigas y descubro lo delicioso de saber decir “No” cuando es preciso.
Además, mirando a los hombres de mi edad, comprendí que las mujeres no envejecemos solas... nuestros amigos, nuestros compañeros envejecen al mismo tiempo, al mismo ritmo que nosotras y a veces más dramáticamente que nosotras.
Conozco a los hombres de 55 a 65 años, nada envidiables: Barriga naciente y a menudo más que naciente, calvicie aparente, gorditos en la cintura, potencia sexual bastante afectada, andropausia y compañía. La cultura, siempre más benévola con los hombres que con las mujeres, nos quiere hacer creer que envejecemos solas..., pero conmigo no lo logró.
Mis amigos varones me acompañan en esto y no siempre lo viven bien a pesar de una mirada más generosa sobre sus canas y marcadas arrugas en la esquina de su mirada. Al contrario, parecería que este hombre de 55 o 65 años, tan moldeado con el tiempo como cualquiera de nosotras, es un seductor tal vez, pero máximo hasta la 11 de la noche... ¡porque más allá! ¡No les cuento! ¡Y nadie lo cuenta! Incluso les diré que las mujeres, en general, envejecemos mejor que los hombres.
Hemos puesto tantas cosas, tantas pasiones, tantos viajes, tantos encuentros, que este otro tiempo que nos regala la vida al llegar a los 60, es hoy día, para las mujeres de mi generación, una posible fiesta.
Arrugas y canas me seguirán acompañando. Borrarlas, negarlas, sería algo así como una traición a lo que soy hoy día; sería como renegar de estos momentos de vida que me construyeron; como renunciar a la imagen que me devuelve el espejo cada mañana; como no aceptar la identidad que por fin me define, me da un nombre y a la vez me permite nombrar a los y a las que me han amado, que me aman, y, por fortuna, conozco hombres que se reconocen también en mis arrugas y no los sepultaré por medio de una cirugía estética. Ahí están ellas, grabadas en mi piel y les prometo que seguirán ahí.
Definitivamente quiero a mis arrugas y con ellas, la edad que tengo.
Florence Thomas
Coordinadora del grupo Mujer y Sociedad
Periódico El Tiempo
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