Traed con vosotros al pobre, al enfermo, al exiliado y al hambriento; traed a cuantos están fatigados o llevan una vida agobiante.
¡Cuantas veces las tinieblas de la soledad, que oprimen a un alma, pueden ser desgarradas por el rayo luminoso de una sonrisa o de una palabra amable!
Una palabra buena se dice pronto; sin embargo, a veces se nos hace difícil pronunciarla. Nos detiene el cansancio, nos distraen las preocupaciones, nos frena un sentimiento de frialdad o de indiferencia egoísta. Así sucede que pasamos al lado de personas a las cuales, aun conociéndolas, apenas les miramos el rostro y no nos damos cuenta de lo que frecuentemente están sufriendo por esa sutil, agotadora pena, que proviene de sentirse ignoradas. Bastaría una palabra cordial, un gesto afectuoso e inmediatamente algo se despertaría en ellas: una señal de atención y de cortesía puede ser una ráfaga de aire fresco en lo cerrado de una existencia, oprimida por la tristeza y por el desaliento.
El amor a Jesús se convierte en acogida al hermano. El testimonio de fe se transforma al mismo tiempo en testimonio de caridad. Dos virtudes inseparables, pues caminan por el único raíl de las dos dimensiones: Dios y el hombre. Quien ama a Dios, ama al hombre: «Pues el que no ama a su hermano, a quien ve, no es posible que ame a Dios, a quien no ve».
Acercaos a Él y descubridlo en el pobre y en el que tiene soledad, en el enfermo y en el afligido, en el incapacitado, en el anciano, en el marginado, en todos aquellos que esperan vuestra sonrisa, que necesitan vuestra ayuda, y que desean vuestra comprensión, vuestra compasión y vuestro amor. Y cuando hayáis conocido y abrazado a Jesús en todos éstos, entonces - y sólo entonces - participaréis profundamente de la paz de su Sagrado Corazón.
Un signo distintivo del cristiano debe ser, hoy más que nunca, el amor a los pobres, los débiles y los que sufren. Vivir este exigente compromiso requiere un vuelco total de aquellos supuestos valores que inducen a buscar el bien solamente para sí mismo: el poder, el placer y el enriquecimiento sin escrúpulos. Sí, los discípulos de Cristo están llamados precisamente a esta conversión radical.
Los que se comprometan a seguir este camino experimentarán verdaderamente «justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo», y saborearán «un fruto de paz y de justicia».
En los «heridos de la vida» se manifiesta el rostro mismo del Señor. Es necesario que testimoniemos incesantemente que «toda persona herida en su cuerpo o en su espíritu, toda persona privada de sus derechos más fundamentales, es una imagen viva de Cristo». Por tanto, el encuentro con el Señor nos lleva naturalmente a ponemos al servicio de nuestros hermanos más pequeños. La actitud de respeto, comunión y compasión con los necesitados es un reflejo de nuestra fidelidad a Cristo.
Y Cristo continúa pasando, por las áreas indígenas, rurales y urbanas, invitando a todos a tomar parte en su Pascua, identificándose con:
§ El hermano sin tierra y sin trabajo, que grita por la falta de sentido de la propia existencia sufrida.
§ El hermano sin casa, que duerme en las aceras de las calles, gritando el frío de no tener hogar, del desamor y la falta de calor humano.
§ El hermano analfabeto, «sin voz ni voto», gritando por su condenación al desempleo y mendigando la propia participación.
§ El hermano doliente, o que vive encadenado, clamando: yo no quiero ser un marginado.
§ El hermano sediento de aumentar su sed de justicia, de amor a la fraternidad, porque sufre el flagelo de la sequía.
§ El hermano hambriento, que muestra toda su hambre de pan y hambre de Dios.
Todos éstos dejan entrever el rostro de Cristo. Para todos ellos es necesario que la «tierra de Dios» se convierta cada vez más en «tierra de hermanos». ¡Ayudémoslos!
Es deber nuestro trabajar por el bien de toda la familia humana, haciendo uso de nuestros talentos personales. Hemos de procurar atender a las necesidades de todo el mundo y no excluir a nadie de nuestro amor. Somos, evidentemente, responsables de nuestros actos, pero también somos responsables del bien que dejamos de hacer. Hemos de pedir ayuda a Dios para nuestra vida y para nuestro mundo, y confiar en «el que es poderoso para hacer que copiosamente abundemos más de lo que pedimos o pensamos, en virtud del poder que actúa en nosotros».
El camino señalado por los mandamientos para llegar al cielo, para alcanzar la felicidad, pasa por el amor, por el servicio al hermano. El Señor espera que confirméis la autenticidad de vuestro amor a Dios con obras de caridad hacia el prójimo. Cristo os da cita junto al hermano sufriente, olvidado, oprimido. Él os llama a un decidido compromiso con el hombre, en la defensa de sus derechos y dignidad como hijo de Dios que es. Tenéis que amar a Dios y a vuestros semejantes contribuyendo así a la edificación de una sociedad en la que los bienes sean compartidos por todos, una sociedad donde todos puedan vivir de modo conforme a su condición de personas.
En el rostro de los pobres veo el rostro de Cristo. En la vida del pobre veo reflejada la vida de Cristo. A cambio, el pobre y esos discriminados se identifican más fácilmente con Cristo, porque en Él descubren a uno de los suyos. Ya desde el mismo comienzo de su vida, en el bendito instante de su nacimiento como Hijo de la Virgen María, Jesús no tuvo casa, porque «no había lugar para Él en la posada». Cuando sus padres le llevaron a Jerusalén por primera vez, para presentar su ofrenda en el templo, fueron contados entre los pobres e hicieron la ofrenda que correspondía a los pobres. En su niñez fue un refugiado, forzado a huir del odio que había desatado la persecución, a abandonar su propio país y a vivir exiliado en tierra extranjera. Siendo un muchacho fue capaz de confundir a los ilustrados maestros con su sabiduría, y aun trabajaba con sus manos como un humilde carpintero, al igual que su padre adoptivo, José. Cuando proclamó y explicó las Escrituras en la sinagoga de Nazaret, «el hijo del carpintero» fue rechazado. Incluso uno de los discípulos que había elegido para seguirle preguntó: «¿De Nazaret puede salir algo bueno?» Fue también víctima de la justicia y la tortura y fue entregado a la muerte sin que nadie saliera en su defensa. Sí, Él era el hermano de los pobres, ésa era su misión - pues fue enviado por Dios Padre y ungido por el Espíritu Santo -: proclamar el Evangelio a los pobres. Elogió al pobre cuando pronunció aquel reto sorprendente para todos aquellos que quieran ser sus seguidores: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos».
Que las dificultades que te toca vivir no sean obstáculo a tu amor y generosidad, sino un fuerte desafío. No te canses de servir, no calles la verdad, supera tus temores, sé consciente de tus propios límites personales. Tienes que ser fuerte y valiente, lúcido y perseverante en este largo camino.
No te dejes seducir por la violencia y las mil razones que aparentan justificarla. Se equivoca el que dice que pasando por ella se logrará la justicia y la paz.
Joven, levántate y participa, junto con muchos miles de hombres y mujeres en la Iglesia, en la incansable tarea de anunciar el Evangelio, de cuidar con ternura a los que sufren en esta tierra y buscar maneras de construir un país justo, un país en paz. La fe en Cristo nos enseña que vale la pena trabajar por una sociedad más justa, que vale la pena defender al inocente, al oprimido y al pobre, que vale la pena sufrir para atenuar el sufrimiento de los demás.
Juan Pablo II
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