Su libro de memorias, objeto de análisis en el proceso de beatificación del pontífice.
Hace unas semanas se ha publicado en Polonia un libro de Wanda Poltawska, amiga durante décadas de Karol Wojtyla, en donde se recoge parte de su correspondencia que ambos se intercambiaban. Éste hecho ha provocado en algunos algo así como un escándalo un tanto farisáico. Sin embargo, las propias cartas sólo reflejan la amistad sincera y profunda entre dos personas que han compartido sufrimientos desde jóvenes.
(Renzo Allegri/Zenit) Desde hace unas semanas, su nombre circula por los diarios de medio mundo. Se llama Wanda Poltawska, es polaca, tiene 88 años y es médica psiquiatra. La razón de este interés repentino de la prensa está en el hecho de que Poltawska hizo públicas muchas de las cartas que recibió de Juan Pablo II. Y, como era previsible, algunos medios de comunicación quisieron hacer de las cartas de un Papa a una mujer un escándalo.
Las cartas, publicadas en un libro, publicado hace algunas semanas en Polonia, forman parte de una intensa correspondencia intercambiada entre Poltawska y Wojtyla en el curso de 55 años. Los dos se conocieron inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, se hicieron amigos, colaboraron juntos en numerosas iniciativas.
Primero en Cracovia, en las actividades culturales y sociales de la diócesis, sobre todo para los problemas de la familia; y, tras la elección de Karol Wojtyla como pontífice, en Roma, donde Poltawska se convirtió en miembro del Consejo Pontificio para la Familia, consultora del Consejo Pontificio para la Pastoral de la Salud y miembro de la Academia Pontificia para la Vida.
Una actividad intensa, una amistad transparente, que todos conocían. Una amistad que tuvo extraordinaria visibilidad en 1984, cuando se supo que Poltawska había sido objeto de un milagro por intercesión del padre Pío, por medio de la solicitud de Karol Wojtyla.
La historia se remonta a 1962. Enferma de tumor, Wanda estaba a punto de morir. Los médicos no daban esperanzas. Querían de todos modos intentar una operación. Wojtyla, joven obispo, se encontraba en Roma para el Concilio. Fue informado y escribió enseguida una carta al padre Pío, pidiéndole que rezara por aquella mujer. La carta tiene fecha de 17 de noviembre de 1962. Fue entregada al padre Pío a mano por Angelo Battisti, que era administrador de la Casa Alivio del Sufrimiento. El padre Pío pidió a Battisti que le leyera la carta. Al acabar, dijo: «Angelito, a esto no se puede decir que no».
Battisti, que conocía bien los carismas del padre Pío, volvió a Roma sorprendido y seguía preguntándose el «por qué» de aquella frase: «A esto se puede decir que no». Once días más tarde, el 28 de noviembre, fue encargado de llevar una nueva carta al padre Pío. En esta, el obispo polaco agradecía al padre sus oraciones porque «la mujer enferma de tumor, se curó de repente, antes de entrar en el quirófano». Un verdadero y llamativo milagro por tanto, atestiguado por los médicos.
Conozco bien este asunto porque fui yo el que lo dio a conocer por primera vez en 1984, en una biografía del padre Pío que escribí para Mondadori (Italia). Las cartas de Wojtyla me habían sido dadas por Angelo Battisti quien me había también contado el detalle del comentario increíble del Padre: «A esto no se puede decir que no». Apenas salido mi libro, estas cartas fueron reproducidas por la prensa de medio mundo y por tanto, desde entonces, la amistad entre Karol Wojtyla y Wanda Poltawska era conocida. Enseguida hubo muchos otros artículos sobre el argumento, míos y de otros colegas, y se publicaron numerosas y bellísimas fotografías, que ahora reproducen varios diarios. Nada de nuevo, por tanto. Una gran amistad, una extraordinaria colaboración que no se interrumpieron con la elección de Wojtyla al solio pontificio.
La publicación de las cartas, sin embargo, levanta ampollas. Y también preocupación, sobre todo en el mundo eclesiástico. El cardenal de Cracovia, en una entrevista, hecha en medio de la polémica, ha recriminado a la doctora Poltawska diciendo que debía estar callada. Pero, examinando la situación con mente fría, se llega a dar la razón a la doctora Poltawska. Ha hecho bien en publicar estas cartas. Su amistad era sabida. Muchos conocían esta correspondencia. En la Congregación para las Causas de los Santos querían aquellas cartas. Pero no se sabe cómo las habrían juzgado. Y su juicio habría permanecido secreto, sepultado en los archivos de aquellos palacios infranqueables. La doctora Poltawska ha preferido la luz del sol. Precisamente porque no hay nada que esconder. Al contrario, son cartas bellísimas, de una riqueza espiritual y humana conmovedora. Demuestran, por si hubiera todavía necesidad, la grandeza desmesurada del corazón de Karol Wojtyla, el inmenso amor que tenía en aquél corazón suyo, «inmenso» precisamente porque «amaba» con el amor de Dios.
Un asunto similar se verificó en el curso de la causa de beatificación del padre Pío. En torno a 1990, la causa se bloqueó. Y precisamente por una serie de cartas que el padre había escrito a una «hija espiritual» suya, Cleonice Morcaldi. La había conocido en torno a 1930, cuando era adolescente y quedó huérfana de ambos progenitores. Como había prometido a la madre moribunda de la chica, el padre Pío se encargó de ella, como si fuera una verdadera «hija adoptiva». Y desde entonces la trató siempre con afecto y amor grandísimos, como un padre trata a una hija.
Amistad discutida, condenada, causa de grandes sufrimientos y humillaciones para el padre Pío, de calumnias e insinuaciones gravísimas. Y también en aquella historia había cartas, consideradas demasiado afectuosas.
Un día aquellas cartas me fueron dadas por dos sacerdotes, hijos espirituales del padre Pío y amigos de Cleonice Morcaldi. Me pidieron publicarlas para que el mundo juzgara si eran «cartas de pecado» o en cambio extraordinarias pruebas de una amistad espiritual altísima. Las publiqué en mi libro «A tu per tu con padre Pío». Enseguida suscitaron un auténtico revuelo, pero luego la verdad acabó por emerger y nadie habló más de escándalo sino más bien aquellas cartas contribuyeron a comprender de modo todavía más profundo la grandeza del corazón del padre Pío.
En los varios artículos publicados en estos días se habla de las cartas del Papa a la doctora Poltawska, pero nadie se detiene a explicar quién es esta mujer y por qué fue tan amiga de Karol Wojtyla.
Al estallar la Segunda Guerra Mundial en 1939, Wanda Poltawska era una joven estudiante universitaria. Tenía 18 años. Asistía a los círculos de estudiantes católicos. Y cuando los nazis invadieron Polonia, como tantos otros de sus coetáneos, entró a formar parte de la Resistencia partisana, para defender la patria. Pero fue descubierta, arrestada, conducida a Alemania y pasó cinco años en un campo de concentración.
Al regresar a casa, reanudó los estudios, se licenció en Medicina, se especializó en Psiquiatría. Persona reservada, no hablaba nunca de todo lo que había sufrido. Quiso sin embargo transcribir en un cuaderno lo que recordaba para que no se perdiera. Y sólo al comienzo de los años 80 se dejó convencer por una amiga para publicar aquellas memoria suyas en un librito, que se titula «Ravenshruck. Tengo miedo de mis sueños». Me lo dio a conocer en 1996 el profesor Adolfo Turano, microbiólogo, que lo estaba traduciendo para publicarlo también en Italia. Conservo todavía el manuscrito que me dio. Luego, el profesor murió prematuramente pero sé que el libro, el año pasado, fue publicado en Italia.
Es un documento conmovedor. Desvela detalles tremendos, algunos inéditos, sobre la crueldad de los verdugos nazis. Poltawska cuenta la propia historia de joven prisionera que vive un drama espantoso, pero la cuenta con una conmovedora y maravillosa participación en el sufrimiento de los demás. Poltawska no se limita a contar, en aquellas páginas, los propios padecimientos, las propias ansias, los propios sufrimientos. Mira a sí misma y a todas las compañeras con el mismo interés. Y este es un dato a tener bien presente porque demuestra que los sufrimientos inhumanos padecidos no apagaron nunca en su corazón la bondad, la dignidad humana, la solidaridad. En los campos de concentración alemanes estaba el infierno, se extendió el «mal personificado» pero entre las víctimas inocentes hubo luminosos e increíbles ejemplos de bien, de altruismo heroico.
"«Una tarde - escribe Wanda Poltawska al inicio de su librito de memorias (cito de la traducción que me dio el profesor Turano) - estudiaba en casa cuando en la entrada una voz masculina, en polaco, resonó extraña y agresiva: ‘¿Quién de vosotros es Wanda?'. Y así empezó. Me alcé, salí... y he vuelto sólo ahora, tras casi cinco años de campo de concentración».
La joven, primero fue llevada al comando de la Gestapo, en Cracovia, y sometida a un interrogatorio que duró algunos días. Fue golpeada, violentamente, con puñetazos en la cara, en el estómago, amenazada con un revólver.
Fue luego encerrada en una celda atestada de personas. «En la prisión había piojos, pulgas, suciedad, no había agua y brotó el tifus. De noche, a veces, de repente, encendían las luces haciéndonos permanecer firmes, empezaban a llamar a algunos de nosotros. Después, en la celda, no se dormía ya, se rezaba por aquellas que habían salido. Y poco después, bajo nuestras ventanas, oíamos los disparos de la ejecución».
Tras casi siete meses, las prisioneras fueron cargadas en un tren de mercancías y enviadas a Alemania, al vituperado lager de Raven-sbruck, donde los médicos alemanes hacían experimentos con cobayas humanas. «Estábamos destinadas a morir. Nuestras vigilantes nos golpeaban hasta la sangre. Fuimos desnudadas, nos dieron vestidos de rayas, nos raparon al cero, querían destruir nuestra personalidad».
Empezaron los trabajos, pesados, pesadísimos. «Cargaban una cantidad desmedida de peso en nuestros hombros... Recuerdo haber llevado sobre mis hombros 80 kilos de cemento subiendo escaleras estrechas hasta el techo de una casa de dos pisos: me sentía morir pero no podía hacer caer el peso porque detrás de mí había otra prisionera y la habría matado... Teníamos que palear arena. Teníamos al lado a las vigilantes con terribles perros que gruñían amenazadores apenas una de nosotras descansaba un poco. Las manos sangraban. Por la mañana, la arena estaba mojada y pesada, durante el día se secaba con el viento, se levantaba, entraba en los ojos, en la boca, en las orejas».
Un tormento terrible lo constituía el frío. «Donde dormíamos pendían del techo los carámbanos. Sobre nuestras colchas había escarcha y la vigilante nos ordenaba sistemáticamente que abriéramos las ventanas de los dos lados del dormitorio para hacernos daño con las corrientes».
«En las barracas donde íbamos a trabajar hacía, en cambio, mucho calor. La barraca estaba atestada y sudábamos. Teníamos vestidos ligeros, con las mangas cortas. Mi turno terminaba a las cinco de la mañana, nos arrojaban fuera, todas sudadas y con los mismos vestidos ligeros permanecíamos horas y horas al hielo».
«Volvíamos del trabajo con las manos hinchadas, los huesos rotos. Nos echábamos en los camastros y tras una hora sonaba la sirena y teníamos que levantarnos para pasar lista. Volvíamos al dormitorio y tras otra hora otra vez la sirena para pasar lista. No se lograba pegar ojo. El cansancio era enorme. A veces, durante el paso de lista, se dormía de pie, con los ojos abiertos, y alguna caía al suelo traspuesta y era cogida a bastonazos. El hambre era más fuerte que el deseo de dormir. Estábamos delgadas como esqueletos. Ni siquiera la vista de mujeres desnudas, en cola para el baño, terriblemente flacas, causaba ya disgusto. Mirábamos con indiferencia nuestra delgadez y la de las otras, así como la pérdida de los senos y la muerte. Por el hambre nos convertimos en ladronas, nos robábamos un mendrugo, reñíamos por pocas migajas».
Y luego, en un cierto momento, el llamamiento de un grupo que fue llevado al pabellón de enfermería, entre ellas también Wanda. Son lavadas, una enfermera les depila las piernas, les practica inyecciones que hacen perder la consciencia y cuando las chicas se despiertan se encuentran con las piernas enyesadas. ¿Qué sucedió? No lo saben. Son devueltas al dormitorio en una silla de ruedas. En la cama, durante la noche, cuando acaba el efecto del potente somnífero, empiezan dolores agudísimos.
Empieza así el martirio. Aquellas chicas se convierten en cobayas humanas para atroces experimentos médicos. Las operaciones en las piernas se suceden en periodos fijos. Las heridas practicadas son tratadas con medicinas especiales que producen infecciones, gangrenas. En aquél estado, las víctimas son abandonadas solas en el dormitorio, sin ninguna asistencia. Wanda aún no pudiendo tenerse en pie, se deja caer de la cama y, agarrándose a los camastros de las compañeras, llega a aquellas que sufren más para darles un poco de consuelo, baña los rostros quemados por la fiebre con trapos húmedos, conforta a quien está agonizando. De día llegan los médicos que observan las heridas y ordenan otros experimentos. Las pobres cobayas humanas son devueltas al pabellón de enfermería y sometidas a otras horribles mutilaciones, extracciones de trozos de hueso, inyecciones de bacterias en las heridas. Un calvario espantoso e interminable. Cada poco, una chica muere. Desaparecen de este modo muchas. Wanda recuerda, escribiendo sus nombres, como sobre una lápida, porque son víctimas inocentes, asesinadas por un odio absurdo, frío, cínico, humanamente inconcebible.
La exasperación de las supervivientes es indecible. Pero Wanda, incluso en aquella tremenda situación, logra mantener su equilibrio cristiano. «No tenía odio y ni siquiera ahora lo tengo. ¿Qué veía en aquellos alemanes? Les miraba y buscaba en ellos a las personas».
Esta, en una rapidísima síntesis, la increíble y horrible experiencia que Wanda Poltawska hizo, de los 18 a los 23 años, en el campo de concentración de Ravensbruck. Una experiencia capaz de destruir cualquier equilibrio psíquico. Wanda sobrevivió física y psíquicamente a aquellos horrores gracias a su fe. Y gracias a la ayuda de un joven sacerdote, Karol Wojtyla, conocido a su vuelta a casa, logró superar y vencer las consecuencias devastadoras que los horrores padecidos habrían ciertamente dejado en su personalidad. A aquel sacerdote confió sus dramas espantosos y aquel sacerdote pudo «comprender», porque también él, en los años de la guerra, fue martirizado por grandes dolores personales que lo condujeron a la vocación sacerdotal. Y nació así una amistad, continuada para el resto de la vida, llena de actividades y de iniciativas para promover los valores que retoñaron de aquellos lejanos sufrimientos.
Publicado el 13 Junio 2009
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