ECLESALIA, 25/06/09.- Un dicho oriental cuenta como dos almas están a punto de encarnarse. Entonces, Dios se reúne con ellas a fin de preguntarles qué desean para la existencia terrena que les espera.
Una de ellas dice:
-“Señor, yo quiero ser una persona rica, dueña de una fortuna fabulosa, y mucho poder a lo largo de toda mi vida”
La otra le responde que solo quiere una mente serena:
-“Te ruego, Señor, que me otorgues una mente serena; con eso me será suficiente”
Esta reflexión mantiene intacta su actualidad ante nuestro anhelo insatisfecho de serenidad, tantas veces relegado por otras cosas a las que dedicamos nuestros mejores desvelos. Está claro que los éxitos económicos y tecnológicos han relegado el desarrollo en afectos a costa de sacrificar el equilibrio emocional en aras a una vida desenfrenada y consumista.
Las señales de alarma en cada etapa del desarrollo humano, se han convertido en una verdadera patología de nuestro tiempo: desasosiego, estrés, fobia, nervios, obsesiones, angustia, intranquilidad, presión, miedo, alarma… son parte del panorama vital de muchas personas que se manifiesta en forma de cefaleas, problemas musculares y estomacales, insomnios y demás efectos psicosomáticos con los que el organismo nos advierte de que algo no va bien. Vivimos en una sociedad tensionada que no quiere renunciar a nada para recuperar la serenidad, a pesar de tanta insatisfacción, tristeza, ira, culpas, frustraciones, baja autoestima, etc., etc.
Todo esto repercute en la calidad de vida, en el rendimiento y en nuestras relaciones socio familiares, causando mucho sufrimiento en nosotros y en los que más queremos. Tanta obsesión por los logros en el trabajo y la relevancia social nos ha borrado la lucidez para comprender que el mal y la solución están dentro, y no fuera de nosotros.
En el fondo, subyace una complejidad de factores surgidos desde la crisis de la civilización moderna occidental; Ortega y Gasset lo denominaba “el dramático paso de un tipo de fe a otro: de la fe en que Dios es la verdad en las cosas, a la fe en que la verdad de la cosas la constituyen la razón y la ciencia” sin prestar atención a lo verdaderamente relevante en el progreso humano. La ausencia de serenidad señala un punto de deshumanización reflejada en la pérdida del disfrute en las cosas que realizamos, en la incapacidad de admiración ante las maravillas que nos rodean y en la falta de sentido en lo que hacemos sin aceptar los propios límites sabiendo convivir con ellos.
La serenidad no es indiferencia ni complacencia. Las personas serenas no se sienten demasiado asustadas, preocupadas o ansiosas por el porvenir. Tampoco se regodean en la infelicidad del pasado, ni fantasean con catástrofes futuras. Estamos ante una virtud muy evangélica que nos abre la posibilidad de mejorar la calidad de vida. La serenidad cuesta, pero nos predispone mejor al amor y a reírnos de nosotros mismos; el mejor binomio que existe.
Una de ellas dice:
-“Señor, yo quiero ser una persona rica, dueña de una fortuna fabulosa, y mucho poder a lo largo de toda mi vida”
La otra le responde que solo quiere una mente serena:
-“Te ruego, Señor, que me otorgues una mente serena; con eso me será suficiente”
Esta reflexión mantiene intacta su actualidad ante nuestro anhelo insatisfecho de serenidad, tantas veces relegado por otras cosas a las que dedicamos nuestros mejores desvelos. Está claro que los éxitos económicos y tecnológicos han relegado el desarrollo en afectos a costa de sacrificar el equilibrio emocional en aras a una vida desenfrenada y consumista.
Las señales de alarma en cada etapa del desarrollo humano, se han convertido en una verdadera patología de nuestro tiempo: desasosiego, estrés, fobia, nervios, obsesiones, angustia, intranquilidad, presión, miedo, alarma… son parte del panorama vital de muchas personas que se manifiesta en forma de cefaleas, problemas musculares y estomacales, insomnios y demás efectos psicosomáticos con los que el organismo nos advierte de que algo no va bien. Vivimos en una sociedad tensionada que no quiere renunciar a nada para recuperar la serenidad, a pesar de tanta insatisfacción, tristeza, ira, culpas, frustraciones, baja autoestima, etc., etc.
Todo esto repercute en la calidad de vida, en el rendimiento y en nuestras relaciones socio familiares, causando mucho sufrimiento en nosotros y en los que más queremos. Tanta obsesión por los logros en el trabajo y la relevancia social nos ha borrado la lucidez para comprender que el mal y la solución están dentro, y no fuera de nosotros.
En el fondo, subyace una complejidad de factores surgidos desde la crisis de la civilización moderna occidental; Ortega y Gasset lo denominaba “el dramático paso de un tipo de fe a otro: de la fe en que Dios es la verdad en las cosas, a la fe en que la verdad de la cosas la constituyen la razón y la ciencia” sin prestar atención a lo verdaderamente relevante en el progreso humano. La ausencia de serenidad señala un punto de deshumanización reflejada en la pérdida del disfrute en las cosas que realizamos, en la incapacidad de admiración ante las maravillas que nos rodean y en la falta de sentido en lo que hacemos sin aceptar los propios límites sabiendo convivir con ellos.
La serenidad no es indiferencia ni complacencia. Las personas serenas no se sienten demasiado asustadas, preocupadas o ansiosas por el porvenir. Tampoco se regodean en la infelicidad del pasado, ni fantasean con catástrofes futuras. Estamos ante una virtud muy evangélica que nos abre la posibilidad de mejorar la calidad de vida. La serenidad cuesta, pero nos predispone mejor al amor y a reírnos de nosotros mismos; el mejor binomio que existe.
La serenidad es paciencia para vivir el “ahora”, que es donde debemos concentrar nuestras energías; es abrirse a la esperanza de las múltiples posibilidades de la vida. La felicidad y la serenidad, en fin, son más una consecuencia que una meta de trabajarlas a base de bien, porque no vienen solas.
Gabriel Mª Otalora
(Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).
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