viernes, 22 de mayo de 2009

GUINNESS Y SUS RÉCORDS


El triunfo de lo leve, la apoteosis de lo ingrávido en una sociedad competitiva que no se atreve a competir en lo verdaderamente grande.

Tengo ante los ojos el libro Guinness de los récords. Está espléndidamente encuadernado y lleno de fotografías. Su lectura es fácil, porque permite picotear en cualquier página sin orden ni concierto, y su contenido es fascinante.

Ahora me entero, por ejemplo, de que el récord mundial de lanzamiento de escupitajos está en poder de Harold Fielden, quien en el III Campeonato Internacional de salivazos, eructos y tacos celebrado en Central City, Colorado (USA), expelió un portentoso gargajo hasta 10,36 metros de distancia. También descubro que la lozana laringe de Errold Bird fue capaz de emitir tarariros tiroleses a plena potencia durante 26 horas seguidas.

Abrumado por tan sorprendentes registros, me pregunto qué mentalidad puede llevar a un ciudadano a intentar batir el récord mundial de lanzamiento de huevos de gallina (96, 90 m.) y qué misterioso síndrome impulsa a los demás contribuyentes a entusiasmarnos con la lectura de marcas tan idiotas.

Mi conclusión - probablemente discutible - es que nos encontramos en la era de la trivialidad. Es el triunfo de lo leve, la apoteosis de lo ingrávido en una sociedad competitiva, pero que ya no se atreve a competir en lo verdaderamente grande.

Veamos si me explico.
Hubo un tiempo en el que los concursos radiofónicos o televisivos premiaban a personas que sabían más que nadie sobre determinadas materias o que habían hecho algo extraordinario en la vida.

En los años 50, por ejemplo, la radio hizo célebre en España a un gordito con cara de flan que conocía cada minuto de la vida de Puccini. Poco después, un bedel de la Universidad de Barcelona se nos reveló en la tele como experto ornitólogo. Y algo más tarde nos presentaron a un joven policía con perfil de águila culebrera, que conocía todas las montañas del planeta, y ganó una pasta demostrándolo cara al público. Se llamaba Pérez de Tudela, y todavía anda por ahí dando guerra.

Pero pasaron los años, y ahora nadie parece tener ganas de descubrir genios ocultos. Se diría que ser el mejor en algo importante ya no vale la pena. Lo que cuenta - eso sí - es ganar más millones que nadie, y para conseguirlo basta con adivinar el precio justo de un lavaplatos, con deducir detrás de qué panel se encuentra el coche soñado o en qué casilla del damero está el viaje al caribe-con-todos-los-gastos-pagados-gentileza-de-viajes-halcón.

Y es que lo importante es jugar. Todos tienen derecho a vencer, que la vida es un juego, un pelotazo al alcance de listos y de memos.

Es significativo que uno de los pasatiempos más extendidos en la última década haya sido el trivial (el acento en la í sirve para que suene aún más trivial). El trivial es sólo un cuestionario de ingeniosas preguntas. Pero que nadie se asuste.

No se necesitan conocimientos especiales. Aunque uno las falle todas, no importa. ¿Quién se sentiría humillado por desconocer semejante elenco de simplezas? Y, precisamente porque de estupideces se trata, hasta el más bobo puede ganar, cualquiera puede ser récord mundial en trivialidades.

¿Veis? Hemos logrado hacer compatible el igualitarismo con la competitividad. Hasta ahora sólo vencían los mejores, los más listos o los más esforzados. Pero esto es injusto: también los vagos, los frívolos y los memos tienen derecho a su pequeño triunfo. ¿Por qué no vamos a ser todos récord de algo? Aún hay muchas marcas por batir.

Os preguntáis a dónde quiero ir a parar. De momento, si yo fuera, pongamos por caso, recordman mundial de los 10.000 metros, pediría a los editores que me sacaran del Guinness, para no compartir páginas con el lanzador de escupitajos. Es para que no me salpique. Porque aún hay clases, mire usted.

Además temo que si la recordmanía sigue proliferando, mi vecino de enfrente trate de batir el récord mundial de horas-televisión-encendida-a-toda-pastilla, o que alguien pretenda cocinar en el Pantano de Lozoya la sopa de ajo más caudalosa de la historia.

Os aseguro que no tengo nada contra los récords. Todo esto es sólo una broma. Pero quizá no esté de más recordar que las metas importantes no caben en el Guinness, que este libro nunca nos dirá quién tiene el récord de sabiduría, de sinceridad, de amor o de humildad.

Cuando los enamorados afirman querer más que nadie en el mundo no mienten, porque el amor auténtico siempre es el más grande; pero tampoco pretenden batir una marca para ganar al vecino. Y cuando uno se siente el hombre más feliz de la tierra, lo es de verdad, aunque haya otros que lo sean también.

San Josemaría escribió hace muchos años: Jesús, que sea yo el último en todo... y el primero en el Amor. Es renunciar a todos los records para quedarse con la mejor medalla.
Autor: Enrique Monasterio

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