Hoy les quiero contar una preciosa historia de dos potrillos. Ellos eran hermanos, y disfrutaban de la vida al aire libre corriendo por las praderas.
Un día, ambos fueron laceados y llevados a las caballerizas del rey. Su libertad había terminado. Y no sólo eso, porque comenzó para ellos un período de estricta disciplina. El entrenador sacó su látigo, y comenzó un proceso doloroso para ellos. Nunca habían pensado que existía tal cosa.
De pronto, uno se rebeló, y dijo:
§ “Esto no es para mí. Me gusta mi libertad, mis montañas verdes, mis arroyos de agua fresca”
Un día, dio el salto más grande que jamás había dado, saltó el muro de su encierro y escapó. Extrañamente, el entrenador no hizo nada para traerlo de vuelta. Más bien se abocó a entrenar al que había quedado. Fue un adiestramiento tan eficaz, que el potrillo comenzó a aprender a obedecer las órdenes, y los más mínimos deseos de su entrenador. Terminado el entrenamiento, le pusieron los arneses y lo uncieron a la carroza del rey junto a otros 5 caballos.
Un día, iba la carroza del rey, engalanada, por el camino real. Los seis caballos llevaban arneses de oro, adornos de oro en sus cuellos, y campanitas de oro en sus patas. Cuando ellos trotaban, las campanillas sonaban dulcemente.
Desde lo alto de una loma, hay un potrillo que observa. Cuando se acerca la carroza, reconoce a su hermano, y dice:
§ “¿Por qué han honrado tanto a mi hermano, y a mí me han despreciado? No han puesto campanillas en mis pies ni adornos en mi cabeza. El maestro no me ha dado esa maravillosa responsabilidad de tirar de su carroza, ni colocó sobre mí el arnés de oro. ¿Por qué escogió a mi hermano y no a mí?
Entonces, escucha una voz que le dice:
§ “Porque él se sujetó a la voluntad y a la disciplina de su maestro, y tú te rebelaste. Así que uno fue escogido, y el otro fue desechado”
Después de esto vino una terrible sequía. Los pequeños arroyos dejaron de fluir y los pastos se secaron. Sólo había unos cuantos charcos de barro por aquí y por allá.
El potrillo salvaje corría de un lado a otro buscando qué comer y beber, pero no encontraba nada. Estaba débil, y las patas le temblaban. De pronto, ve de nuevo la carroza del rey que viene por el camino.
§ “¡Allí viene mi hermano, fuerte y hermoso, con sus atavíos de oro!”
Sacando fuerzas de flaqueza, le grita:
§ “¡Hermano mío! ¿Dónde encontraste el alimento que te ha mantenido tan fuerte y robusto en estos días de hambre? En mi libertad, yo he ido por todos lados, buscando comida, y no encuentro nada. ¿A dónde vas tú, en tu terrible encierro, para hallar comida en estos días de sequía? ¡Dímelo, por favor! ¡Tengo que saberlo!”
Entonces, viene la respuesta de su hermano, con una voz llena de victoria y de alabanza.
§ “Hay un lugar secreto en los establos de mi maestro, donde él me alimenta de su propia mano. Sus graneros nunca se acaban, y su pozo jamás se seca”
Las lágrimas del potrillo salvaje no fueron suficientes para borrar la amargura de su corazón.
Reflexión: Así nosotros, tenemos que perder nuestra libertad, esa efímera y vana libertad que el hombre ansía. Tenemos que aceptar la disciplina de nuestro Padre, para ser uncidos en la carroza del Rey.
§ ¡Qué honor más grande, que nosotros podamos llevar a nuestro propio Maestro!
§ ¿Querremos aun así seguir siendo libres?
§ ¿Querremos seguir siendo niños consentidos en la casa del Padre?
§ ¿O querremos aceptar la disciplina en la escuela de Dios, para que él nos haga hijos maduros y nos lleve hasta su trono cuando fuere tiempo?
M.E. Winston Pauta Avila
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