No se trata de si es posible sin Dios o si es imposible con Dios.
Es, felizmente, inevitable.
Después de mi artículo anterior - «¿Es posible sin Dios?» -, un amigo perspicaz me sugirió éste, refiriéndolo a la vida de las personas, de las familias, de la sociedad. Con sus costumbres, sus leyes, su trabajo, modas y modos de vida. Porque parece que se ha impuesto el axioma de que una democracia plural exige laicismo y relativismo, dos presupuestos que, a mi entender, cercenan lo más humano que poseemos: Dios, la verdad, el bien, la libertad.
Es obvio que ninguna de esas realidades se puede imponer a la conciencia de nadie, pero a muchos nos hace daño pensar que - como decía recientemente el Papa - «en numerosas partes existe un extraño olvido de Dios. Parece que todo marche igual sin Él. Pero al mismo tiempo existe también un sentimiento de frustración, de insatisfacción de todo y de todos. Dan ganas de exclamar: ¡No es posible que la vida sea así!». Entonces, ¿a quién estorba Dios?
No es comprensible en virtud de qué se impone el laicismo con una actitud claramente fundamentalista, mientras que el creyente ha de desterrar su fe de todo ámbito público. El cristiano ni quiere ni puede imponer a Dios, pero no puede tolerar que sea obligatoria su ausencia de tantos lugares en los que desenvuelve su vida.
¿Es imposible algo público en lo que Dios no sea un extraño, sencillamente porque el cristiano que esté allí lo haga presente en cualquier modo correcto? ¿Por qué el laicismo es inofensivo, incluso beneficioso según algunos, mientras que resulta molesta la presencia de Dios? ¿Se han planteado los propagandistas de ese laicismo que pueden molestar seriamente la conciencia de los creyentes?
La respuesta a una sociedad plural, multicultural o multirreligiosa no es el destierro del Creador, sino la libertad y el respeto mutuos que no nacen ciertamente de una imposición de parte, que se cree neutral y no lo es. Pero aunque lo fuera, hay muchos para los que esa neutralidad es el terrible vacío de Dios.
«Una auténtica democracia - se lee en Centesimus annus - es posible solamente en un Estado de derecho y sobre la base de una recta concepción de la persona humana». Esto no solamente no es imposible con Dios, sino que es su más válido garante. Son el agnosticismo y el relativismo los que no facilitan esa garantía, porque «si no existe una verdad última - dice también la citada encíclica - , la cual guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia». Por tanto, esa democracia y esos valores no son imposibles con Dios, sino todo lo contrario. Es más, «cuando desaparece la premisa de la existencia de Dios, se corre el riesgo de que el hombre mismo se intente hacer Dios, y eso suele ser muy malo para los propios hombres», ha declarado recientemente Robert Spaemann.
Ahondando más en la cuestión, Juan Pablo II escribe en Veritatis Splendor que la política puede absorber hasta la misma inquietud religiosa del corazón humano; y achaca a la alianza de la democracia con el relativismo ético el despoje de la convivencia civil de cualquier punto de referencia moral. Y esto por quitarle radicalmente la posibilidad de reconocimiento de la verdad. La sola referencia a una verdad absoluta -incluso la simple enunciación de la palabra verdad- pone bajo sospecha a quien la busca o dice poseerla. Yo pienso honestamente que la sospecha habría de recaer en quien, falto de convicciones serias, se deja llevar fácilmente por vaivenes oportunistas, popularismos, afán de poder o imposición de su débil ideología. Con el relativismo - afirma Evangelium Vitae -, «el derecho deja de ser tal porque no está fundamentado sólidamente en la inviolable dignidad de la persona, sino que queda sometido a la voluntad del más fuerte».
En la primera encíclica de Juan Pablo II (Redemptor hominis) se recordaba que la religión es un fenómeno universal, unido desde el principio a la historia del hombre, siendo la más profunda aspiración del corazón humano. Cabría recordar, una vez más, la conocidísima frase agustiniana: «nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti». Nada es imposible con Dios, ni siquiera ser agnóstico o relativista porque Dios respeta delicadísimamente nuestra libertad. No es imposible ni siquiera vivir como si no existiera. Pero es muy triste que su ausencia quiera ser impuesta. Puede uno conformarse con verdades parciales o provisionales que perderán algo importantísimo: lo que Fides et Ratio llama la cuestión del sentido, puesta hoy en crisis hasta tal punto que o se le resta importancia a tan capital tema o se pierde en una pluralidad de teorías que agudizan la duda para conducirla al escepticismo, la indiferencia o el nihilismo. Y es que hay que encarar la muerte. ¿Y después qué? Pero también: ¿Y antes qué? Tal vez se pueda responder que usar de la razón y de la libertad, pero habría que tener en cuenta que «la libertad no quiere decir gozar de la vida, considerarse absolutamente autónomo, sino orientarse según la medida de la verdad y del bien, para llegar a ser, de esta manera, nosotros mismos, verdaderos y buenos» (Benedicto XVI).
Si acudimos de nuevo a San Agustín, nos encontramos con que Dios es intimius intimo meo, más íntimo que mi propia intimidad. Y si nos vamos al Salmo 139, leeremos: ¿Adónde alejarme de tu espíritu?/¿Adónde huir de tu presencia?/Si subo al Cielo, allí estás Tú;/si bajo al sol, allí te encuentras./Si monto en las alas de la aurora/y habito en los confines del mar,/también allí me guiará tu mano,/me sujetará tu diestra.
Se ve que ya no se trata de si es posible sin Dios o si es imposible con Dios. Es, felizmente, inevitable.
Autor: Pablo Cabellos Llorente
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