martes, 10 de febrero de 2009

LA HUMILDAD


Dios ama a los humildes y rechaza a los soberbios.

Siempre debemos ser humildes, reconocernos una nada ante la majestad de Dios, pues aunque seamos santos, comparados con Dios, somos menos que nada. Incluso los espíritus más puros, más elevados, como los querubines y serafines, ante Dios son nada. Y la misma Santísima Virgen, Obra Maestra de la creación, comparada con Dios no es nada. Ella lo supo reconocer y se humilló hasta el fin, por eso Dios la elevó a lo más alto de los Cielos.

En cambio Lucifer, por soberbia, de lo más alto de los Cielos se precipitó a lo más hondo del Infierno. Por eso debemos tener horror a la soberbia y al orgullo, considerándonos siempre unos pobres hombres, que todo lo buenos que tienen y hacen lo han recibido de Dios, y no tienen de qué vanagloriarse.

Aprendamos de Jesús y de María la virtud de la humildad. Jesús mismos nos dice en el Evangelio que aprendamos de Él, que es manso y humilde de corazón. Sin humildad no hay fundamento sólido para la vida espiritual y para alcanzar la santidad, pues la humildad es como el pozo que se hace para echar allí los cimientos del edificio. Hay que cavar profundamente para luego construir encima. Esto lo hace la humildad.

Y la humildad nos debe llevar a cumplir los Diez Mandamientos, porque no cumplirlos es un acto de soberbia, es un pecado, que es rebelarse contra Dios, ponerse en su lugar y decir yo soy Dios y hago lo que quiero”. ¡No! No hagamos así. Imitemos a Jesús y a María que se humillaron hasta el fin, pero por eso fueron elevados a los más altos puestos en el Cielo, pues quien se humilla será ensalzado, y quien se ensalza será humillado.
¡Ave María purísima!
¡Sin pecado concebida santísima!

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