Lagartera es un pueblecito tendido en la ladera de un berrocal, que tiene lejos y enfrente el imponente murallón, muchas veces vestido de nieve, de la Sierra de Gredos. Sus casas construidas a trozos, sin más ley que el capricho, se alineaban en calles torcidas, anchas o estrechas, diseñadas también por el resultado de inmediatas conveniencias. Todas ellas parecían componer una pesada saya multicolor, que rodeaba el estilizado talle de la torre de su iglesia. El blanco de sus tapias encaladas, el pardo viejo de sus tejas árabes y el gris noble de sus piedras de granito.
Por aquellas calles y hogares discurría una vida lenta, casi estacionada, con la alegre promesa de los rayos de sol de la mañana, o con el crepúsculo inclinado del fin de una de sus jornadas. El silencio sólo se rompía con el canto de un gallo que recibía sin prisas la pausada contestación de otro gallo, o con el ladrido de un perro, o, de tarde en tarde, con el jadeante traqueteo de un carro de mulas que subía la cuesta de la calle principal del pueblo.
A media mañana, se solía oír una explosión de voces y gritos infantiles que irrumpían con juegos en la plaza. Un tiempo después volvía el silencio: se había acabado la hora del recreo. Entre esos niños jugaba el de nuestra historia. Ojos grandes y manos regordetas; su imaginación se escondía detrás de su piel morena. A veces jugaba, a veces soñaba sentado en el umbral de la puerta de su casa. Iniciaba de este modo su visita a la tierra. Era la suya una existencia recién estrenada. Libre de lazos e intereses, de ambiciones y quimeras.
Por el lado del berrocal, donde el pueblo se acababa, había un lugar que todos conocían con el nombre de plaza de la fuente. Su color, sin embargo, era gris verdoso; su música, la formada por los niños y, suavemente, por el agua y el viento; su ambiente, húmedo y fresco. Estaba formada por las últimas tapias de las casas, por huertos, enramadas y cercas bajas de guijarros que acotaban pobres olivares. De allí partían caminos y sendas.
En aquella plaza había una fuente.
Tenía dos grandes pilones de piedra, uno redondo y otro rectangular. En medio del primero se levantaba una columna también de piedra, con dos caños rústicos de hierro, por los que daba chorros incesantes de agua. Llenaba el pilón primero, después el rectangular y, por fin, se vertía en un arroyo que bajaba del berrocal.
No era una fuente cualquiera. Algo tenía que les atraía a todos, no había más fuentes en el pueblo y les hacía felices estar junto a ella. En verano formaba el centro de una fiesta continua: niños que jugaban y chapoteaban, risas bulliciosas, mujeres y muchachas con cántaros a la cadera, hombres con borriquillos y aguaderas, ganados que esperaban pacientes su turno para beber, árboles cargados de nidos, los nidos de pájaros...
El niño, arrastrado por oleadas infantiles, vivía estas escenas y participaba con los demás en los improvisados juegos de la fuente. En su memoria se fueron acumulando las imágenes que veía. A veces, inconsciente, contemplaba cómo las mujeres arrimaban sus cántaros a los chorros de agua, una a una, uno a uno.
Escuchó muchas veces el caer del agua en el fondo de los cántaros de barro y derramarse después, bañándolos en generosa abundancia, cuando ya no podían retener más.
Al dar, le parecía que la fuente cantaba. Era una música rústica, primitiva, familiar. Cambiaba de tono según el cántaro se llenaba. Como una canción que se murmura desde el principio hasta el fin. El cántaro lleno, rebosante, empapado de agua por dentro y por fuera, era retirado del chorro y arrastrado sobre la piedra alargada puesta en el fondo del agua para este fin; entonces, el cántaro hacía un ruido ronco, especial, de sencilla satisfacción y opulencia. La mujer alzaba el cántaro lleno de agua del pilón, y se desprendían sonoras gotas, como notas de guitarra, o como la sonrisa amable que sigue a una frase delicada, que vendría a terminar con el punto final de la rodaja de corcho que, a modo de tapadera, ponía en su cántaro antes de cargárselo de nuevo en la cadera.
La fuente no se contentaba con dar su agua, la daba cantando.
Aún no se había apartado la aguadora, cuando ya otra había colocado su cántaro vacío, cuando ya estaba cantando de nuevo la fuente una canción nueva. A cada cántaro le cantaba la fuente según cada cántaro era. El niño no entendía el lenguaje, pero advertía la diferencia. A ningún cántaro negaba su agua la fuente. La daba siempre, ya fuera un cántaro tosco de barro, ya una cantarilla de plata, ya un recipiente roto que no pudiera retener el agua. Y si un cántaro sucio se le acercaba, lo primero que hacía la fuente era limpiarlo: en su fondo caía el agua transparente, la mujer lo enjuagaba, vertía en el pilón su contenido y volvía a arrimarlo al chorro, que en un momento lo llenaba.
Cántaro que se acercaba, cántaro que llenaba la fuente con agua hasta que rebosaba.
Daba sin medida. Como si su misión suprema estuviera en dar. Así lo hacía de noche y de día, en invierno y en verano, sin cortar jamás sus chorros de agua. Parecía que tenía ansias de dar, que en dar tuviera su mayor ganancia. No preguntaba qué harían con su agua; las mujeres se la llevaban y, poco a poco, se repartía por calles y casas; se echaba en los pucheros, regaba las rosas, lavaba a los niños, llenaba los botijos y venía a formar la sangre y las lágrimas de las gentes del pueblo. Por ella vivían. Daba, eso era todo. Y lo hacía con alegría.
Y, entre cántaro y cántaro, seguía dando agua también.
Por entonces tuvo el niño otra impresión. Una noche acompañaba a un amigo de su casa, un hombre bueno, a una enramada que tenía más allá de la fuente. No había nadie por las calles. La plaza de la fuente estaba desierta, todo era silencio: ni risas de niños, ni muchachas, ni mujeres, ni hombres con borriquillos y aguaderas, ni ganados, ni cantos de pájaros... Las tapias y los árboles, un cerco amurallado de sombras calladas.
Cuando se acercaban a la plaza, ya comenzaron a escuchar la música del agua. Allí, entre las sombras, la fuente dejaba oír su humilde y sencilla canción. Seguía dando agua. Ahora, directamente. Sin intermediarios. Sin testigos. La canción de noche era siempre la misma. No se cansaba de repetirla casi en silencio, como si no quisiera que los hombres la oyeran.
Pero el niño no supo entender el mensaje de la fuente. Recogió la sensación y siguió su camino...
La vida le llevó muy lejos del pueblecito. Pasaron años y años y el niño no volvió a pensar en la fuente. Aprendió cada día cosas nuevas, que reclamaban su atención para responsabilidades cada vez más serias. Conoció hombres distintos, países lejanos, costumbres extrañas. Los problemas de la vida de los hombres absorbieron su propia vida. Supo mucho de la sequedad y del dolor del hombre e intentaba remediarlos como podía.
En una ocasión, abrumado por las circunstancias del momento, inesperadamente le vino a la memoria el recuerdo de la olvidada fuente. Le animó imaginarla en su puesto, cumpliendo su misión de llenar hasta los bordes los cántaros que se le acercaban, indiferente al olvido, como si no esperara de los hombres más que la oportunidad de llenar sus cántaros de agua.
¿Qué hubiese pasado si hubiera dejado de dar agua? Advirtió la repelente soledad de una fuente seca: tendría todo lo demás, pero por faltar el agua no habría ni niños, ni mujeres, ni árboles, ni ganados. Los caminantes eluden siempre las fuentes sin agua.
Pero su amiga, la vieja fuente, seguía haciendo lo mismo que en los años de su infancia. El niño, ya hombre, comprendió que su misión en la vida era la que la fuente le enseñaba. Que su amor, como el agua, debía ser sólo para Dios; y ver, en los hombres, los cántaros predilectos del Señor. El tenía, en consecuencia, que volcarse en cada ser humano, que, nunca por casualidad, Dios hace pasar a su lado.
Juan Antonio Gonzalez Lobato
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